“Y mientras alguien allá afuera siga hablando, escribiendo, marchando o simplemente recordando, la lámpara seguirá brillando”
BAJO LA
TIERRA, LA LUZ SIGUE VIVA
Ian Báez Palazuelos
De niño, mientras otros soñaban con dragones o princesas, mi madre me leía la
revista Selecciones.
No tuve cuentos de duendes ni brujas, sino historias de filántropos que
salvaban ballenas o inventaban prótesis para perros sin patas.
Me sabía de
memoria los chistes malos y, a fuerza de tanta “lectura edificante”, aprendí
que los héroes no usan capa, sino corbata y sonrisa de empresario.
Por eso nunca
sentí que me hiciera falta la fantasía. Pensaba que la realidad ya era suficientemente
absurda.
Hasta que una
noche cualquiera, la fantasía decidió venir por mí.
Encontré una
lámpara vieja en el tianguis, de esas que usan los lectores pretenciosos para
posar con un vaso de whiskey y un libro de portada gorda y difícil.
Estaba polvosa, manchada, como si hubiera pasado por demasiadas manos.
La froté con la playera, sin pensarlo, buscando limpiarla.
Gran error.
Del foco no salió
luz, sino humo.
Y del humo, un tipo con turbante, lentes oscuros (aunque fuera de noche) y olor
a gasolina.
“¿Qué transa, carnalito?”, me dijo con acento chilango, tronándose los dedos.
“Me dicen el Yini. Tres paros te voy a hacer, ni uno más, ni uno menos. Como la
beisbol, mi Babe Ruth.”
Pensé que era una
broma. Pero cuando la lámpara empezó a zumbar, supe que el asunto iba en serio.
Así que me planté frente a él, intentando parecer tranquilo, y solté lo primero
que se me vino a la mente:
“Quiero saber quién mató a Colosio.”
El Yini se quitó
los lentes. Su rostro cambió, se tensó. Dejó de ser ese cotorro de tianguis y
se volvió otra cosa: una sombra que encendió todas las alarmas en mi cabeza.
“No debiste preguntar eso”, susurró, con una voz que parecía venir desde abajo
de la tierra.
El foco titiló una
vez. Luego otra.
Y después, nada.
Desde entonces,
habito en el silencio.
No sé cuánto
tiempo ha pasado. A veces creo escuchar pasos arriba, la tierra crujiendo bajo
otras botas, otras balas.
Me consuela pensar que no estoy solo. Aquí abajo hay muchos como yo: Homero,
Carlos, Bernardo y los limoneros, y todos los que quisieron saber algo.
Dicen que la verdad
te hará libre.
A nosotros, sólo nos hizo desaparecer.
Homero Gómez González fue el primero en darme la bienvenida.
“El guardián de las mariposas monarca”, le dicen.
En vida, Homero caminaba por los bosques de oyamel como quien cuida un templo.
Creía que proteger el bosque era proteger el alma. Decía que cada mariposa era
una chispa del sol, un alma viajera, una promesa que regresa cada invierno para
recordarnos que aún hay belleza.
Pero el bosque
también tiene oídos. Y las motosierras, voces.
El mismo aire que movía las alas de las mariposas terminó cargando el olor del
miedo.
Homero luchó contra la tala, contra el dinero fácil y los intereses de siempre.
Y un día, los árboles se inclinaron para ocultar su cuerpo.
No cayó por accidente: lo empujaron las manos invisibles de un país que odia a
quien no se callar.
Cuando me lo
encontré aquí abajo, seguía hablando de las monarcas.
Dice que las ve en sueños, volando sobre nuestras tumbas, revoloteando entre
los nombres que nadie recuerda.
Dice que cada vez que una mariposa cruza el cielo mexicano, una verdad intenta
salir de su tumba.
Carlos Manzo llegó
después.
Traía la camisa aún manchada de polvo y la voz ronca de quien no terminó su discurso.
Muchos creían que sería el próximo presidente de México.
Era incómodo, sí, pero necesario: un político que decía lo que veía, y lo veía
todo.
Criticó al gobierno, denunció la corrupción, exigió seguridad.
Le respondieron con balas.
Su nombre pasó de
ser promesa local a convertirse en una nota roja.
Lo mataron en su cargo, como si el poder fuera una trampa mortal, una silla con
dinamita.
Y mientras en Uruapan lo lloraban, en la televisión hablaban de otra cosa.
Su muerte no fue casual: fue una advertencia.
Porque ser autoridad honesta en ciertos lugares es una forma elegante de
suicidio.
Desde entonces,
Carlos organiza reuniones aquí abajo.
Dice que incluso los muertos necesitan asambleas.
Y cada vez que alguien en la superficie se atreve a cuestionar al poder, él
sonríe y apunta un nombre nuevo en su lista.
Los limoneros
también están aquí, liderados por Bernardo Bravo.
Campesinos, jornaleros, cuerpos anónimos bajo montañas de fruta podrida.
Murieron por reclamar lo suyo, por no querer pagarle tributo a la violencia
disfrazada de “protección”.
La muerte los encontró con las manos manchadas de tierra y dignidad.
Nadie escribe corridos sobre ellos, ni los visitan reporteros extranjeros.
Su tumba huele a cítricos y a silencio.
Bernardo dice que,
cuando el viento sopla sobre los huertos, los limones suenan como campanas
pequeñas.
Que cada gota de jugo que cae en la tierra tiene sabor a rabia y esperanza.
Yo le creo. Aquí abajo uno aprende a escuchar lo que arriba ya no se oye.
Y más allá, en un
rincón oscuro, está Luis Donaldo Colosio.
El político que habló de un México distinto y se lo tragó la misma maquinaria
que juró cambiar.
Su voz sigue resonando entre nosotros, como un eco interminable.
Le gusta decir que los discursos nunca mueren, sólo cambian de boca.
Su sombra nos enseña que el país no necesita más mártires: necesita memoria.
Todos los que estamos aquí compartimos algo:
no fue la muerte quien nos eligió, fue el país quien nos dictó sentencia.
México es un lugar
donde alzar la voz se considera un acto suicida.
Donde los héroes se entierran en fosas anónimas y los culpables inauguran
carreteras.
Donde los desaparecidos son estadísticas, y las promesas de justicia, chistes
de sobremesa.
Desde aquí abajo
lo entendemos mejor:
la verdad en México no se busca, se entierra.
Y cada vez que alguien intenta desenterrarla, otro hueco se abre en la tierra,
esperando un nuevo cuerpo.
Pero hay algo que
no pudieron matar: la voz.
Porque aunque el cuerpo se pudra, la historia respira.
Homero sigue susurrando entre las mariposas.
Carlos vigila las plazas vacías.
Bernardo aún huele a limón y resistencia.
Y yo, que sólo quise saber algo, sigo hablando desde esta oscuridad con olor a
humedad y a lámparas rotas.
Tal vez, si
alguien me escucha, esa vieja lámpara vuelva a encenderse.
Tal vez el Yini vuelva a salir, cansado, con su acento de tianguis y sus frases
absurdas.
Y entonces, cuando me vea aquí, entre los otros, me diga con una sonrisa:
“Te lo dije, carnalito. En este país, el que pregunta, se apaga.”
Pero no importa.
Porque aunque ya no tengo boca, ni cuerpo, ni nombre, todavía tengo voz.
Y mientras alguien allá afuera siga hablando, escribiendo, marchando o
simplemente recordando,
la lámpara seguirá brillando.
Aunque sea por un
instante,
aunque sólo ilumine el polvo de nuestras tumbas,
seguirá brillando.

Comentarios
Tú relato me hace pensar en todos aquellos que quisieron atreverse pero fueron silenciados.
Joven Ian, es un texto creativo e interesante.
Te mando un fuerte saludo!!!
SE VE EL SEMBLANTE HUMANO HECHO PEDAZOS, Y LAS MUJERES BENDITAS HEMBRAS
REFLEJANDO VERGÜENZAS, CUBIERTAS DE HARAPOS.
MÉXICO, NO CREO EN TI, Y ME HIERE TAN PROFUNDO ESTE SENTIMIENTO;
PERO TENGO QUE PROTESTAR Y MIRAR HACIA ATRÁS,
CONTEMPLANDO LOS IDEALES DE ESTE NOBLE MOVIMIENTO"
Así el escrito que nos presentas me puso la piel chinita porque pienso y siento que este País no tiene un rumbo, ha sido pisoteado y mancillado tantos años por los malos gobiernos que hacen al pobre mas pobre, pensando que con becas y pensioncitas socaran adelante al País entero. Donde el que alza la voz es silenciado, la justicia comprada, y el legislador maiceado. Felicidades Ian, y ojalá mas jóvenes pensaran como tú. Saludos, tu amigo, Gilberto Moreno.
Saludos, Mtro. José Manuel Frías Sarmiento