“Y si vivir es sentir, aunque duela, entonces sigo vivo por ti, y por lo que fuimos, incluso ahora, cuando ya no queda nada"


 



LO QUE CALLARON NUESTROS CORAZONES


Javier Valenzuela Rodríguez

 

Nunca entendí en qué momento el amor se convirtió en esta herida que respira. Hay días en que me convenzo de que ya no duele, de que logré dejarte en algún rincón del pasado, y sin embargo basta un mínimo gesto del mundo —un olor, una palabra, una canción— para que todo vuelva a mí con la fuerza de algo que nunca se fue. No sé si es amor, costumbre o locura, pero sigue aquí, latiendo como una segunda vida debajo de piel.

A veces creo que el error fue haberte amado sin medida, sin poner un límite, sin aprender a detenerme cuando todavía podía. Me entregué sin pensar en la caída, como quien salta al vacío con los ojos cerrados. No sabía que amar también podía doler así, que se podía querer tanto hasta olvidarse de uno mismo. Y tú estabas ahí, tan cerca, tan tuya, tan llena de esa calma que siempre me faltó. Yo temblaba cuando me mirabas, no porque tuviera miedo de ti, sino porque sabía que contigo ya no podría mentirme.

Recuerdo aquella tarde como si aún estuviera suspendida en el aire. La luz era tibia, las palabras eran pocas, y entre nosotros había un silencio tan claro que casi parecía hablar. Pensé que esa paz duraría, que el amor bastaba para sostenerlo todo, pero el amor —como el agua— también se escurre entre los dedos. No lo vimos venir. Solo empezó a doler distinto, poco a poco, con ese tipo de tristeza que no grita, pero se queda.

No fue la distancia la que nos separó; fue el miedo. Ese miedo silencioso que se mete entre dos personas cuando ya no saben cómo sostener lo que sienten. Dejamos que el tiempo hiciera lo suyo, que el orgullo dijera las palabras que no queríamos escuchar. Y una noche, sin dramatismo, solo con cansancio, me dijiste adiós. Fue una despedida quieta, sin lágrimas, sin reproches. Solo un gesto, una mirada, un “cuídate” que sonó como una rendición. Nunca había sentido tanto ruido dentro del silencio.

Después de eso, todo se volvió una especie de eco. Cada rincón de la casa seguía oliendo a ti. Tus cosas, tus gestos, tus risas repetidas en mi cabeza. Intenté llenar el vacío con cualquier cosa: trabajo, ruido, personas, promesas nuevas. Pero nada encajaba. Me descubrí hablándole al aire, imaginando tus respuestas, reviviendo conversaciones que nunca terminaron. El alma se me volvió un cuarto cerrado, lleno de tus sombras.

He aprendido que el dolor tiene su propio lenguaje. No se grita; se respira. Está en la forma en que uno se sienta frente a la nada, en cómo el cuerpo se acostumbra a estar solo, en el modo en que el corazón late distinto cuando recuerda. A veces me digo que el tiempo ha pasado, que ya no te necesito, pero en realidad lo único que he aprendido es a vivir con tu ausencia. No es olvido. Es adaptación. Es sobrevivir a la memoria sin romperse del todo.

Hay noches en las que sueño contigo. No con lo que fuimos, sino con lo que pudo ser. En esos sueños, te veo reír como antes, me miras sin miedo, me tocas sin despedirte. Despierto con el pecho apretado, con las manos buscándote todavía, con el alma a medio hacer. Y ahí entiendo que no te fuiste del todo: sigues viviendo en mí, en lo que digo, en lo que callo, en las cosas que ya no soy porque las aprendí contigo.

Dicen que el amor duele porque nos enseña. Yo no sé qué aprendí. Tal vez a perder, tal vez a entender que hay amores que no terminan, solo cambian de forma. Que se quedan en los gestos más simples, en la manera en que uno mira el mundo después de haber amado así. Me gusta pensar que eso es lo que queda de nosotros: algo pequeño, casi invisible, pero vivo. Una ternura que sobrevive entre las grietas.

A veces, cuando el día se apaga y la casa se llena de silencio, me descubro hablándote en voz baja. Te cuento lo que no te dije, te invento respuestas, y por un momento todo parece tener sentido. No es esperanza lo que me mueve, es memoria. Una memoria que no quiero borrar porque, aunque duela, me recuerda que alguna vez amé de verdad. Y eso, por más roto que esté, sigue siendo una forma de estar vivo.

Si algún día alguien me pregunta qué fue de nosotros, no sabré qué decir. No fuimos una historia de final feliz, ni un desastre absoluto. Fuimos algo que existió entre dos almas cansadas, un intento de luz en medio del ruido. Tal vez eso baste. Tal vez eso sea el amor: no quedarse, sino haber existido de tal forma que el otro nunca pueda olvidarte.

Y aunque el mundo siga, y el tiempo se lleve todo, hay algo en mí que se niega a soltarte. No es nostalgia, es algo más hondo. Es la certeza de que te amé con todo lo que tenía, aunque no supiera cómo hacerlo. Y si vivir es sentir, aunque duela, entonces sigo vivo por ti, y por lo que fuimos, incluso ahora, cuando ya no queda nada.


Comentarios

Marité Ibarra dijo…
Estimado Javier cómo te encuentras hoy? El amor aunque no parezca, siempre deja aprendizaje acompañado de dolor casi todo el tiempo. Y el protagonista de tus textos ha amado mucho, quizá deba aprender a amar mejor. No tener corazón de condominio ni de esponja, es decir no enamorarse a cada rato, ni entregar el corazón a cualquiera.
Como siempre tus textos soy muy sentido y salpicados de decepción amorosa. Fue un gusto leerte.
Seguimos en contacto!!

Entradas más populares de este blog