“Y en ese momento comprendí que la vida y la muerte eran el mismo gesto repetido: un grito, una lágrima, un desconcierto”







NACÍ COMO MORÍ Y MORÍ COMO NACÍ

 

—Celso Gilberto Guzmán Félix

 

Morí. Sí, así de simple. Sin explosiones, sin música épica de fondo, sin discursos emocionados en mi funeral. Sólo morí. Como se cae un vaso de vidrio y se rompe en el suelo: sin glamour, sin aplausos, sin aplazamiento. Un día estaba ahí, respirando, corriendo, peleando, comiendo, pensando que aún tenía tiempo, y al siguiente estaba aquí, frente a ella. La Muerte.

No crean que apareció con su túnica negra y su guadaña brillante, no. Eso sería hasta poético. La mía era más práctica: una presencia seria, sin rostro, como una recepcionista aburrida de oficina que lleva siglos sellando papeles de difuntos. Tenía una libreta en la mano, o algo que parecía una libreta, y una voz que no era voz, más bien un eco que me atravesaba como si ya supiera lo que iba a decir.

—Bienvenido. —Eso dijo. Bienvenido, como si yo hubiera venido aquí por voluntad propia, como si hubiera comprado un boleto.

—Bienvenido mis narices —le respondí, harto desde el primer segundo—. ¿Tú sabes todo lo que tuve que pasar para llegar aquí? ¿Sabes todo el teatro absurdo que es la vida?

Ella, o eso que era ella, no se inmutó. Seguramente ya estaba acostumbrada a la misma queja repetida en mil idiomas y en mil épocas. Millones de muertos, millones de reclamos, la misma canción gastada. Pero yo no iba a callarme, no. A mí no me habían dado la oportunidad de reclamar en vida, así que ahora, frente a la mismísima Muerte, me sentí con derecho.

—A ver, Muerte —empecé, con las manos que ya no eran manos temblando de rabia—, escucha porque esto va a ser largo. Mira lo absurdo de todo: lo primero que me hacen es participar en la gran carrera de espermatozoides. Millones de candidatos, todos desesperados por ganar. ¿Y quién gana? Yo. ¡Yo! El “afortunado”, el “elegido”. ¿Y cuál fue el premio? Pasarme una vida llenando formularios, soportando jefes mediocres, pagando impuestos, y aguantando promesas de políticos que nunca cumplieron nada. ¿Ése era el gran premio? ¿Valió la pena tanto esfuerzo por un boleto de entrada a la frustración?

La Muerte se quedó quieta. Su silencio era casi insultante.

—Después viene la infancia, esa etapa que todos recuerdan como “la más bonita”. Mentira. Una trampa de colores y canciones ridículas. Sí, tuve momentos lindos, pero también fue la fábrica donde empezaron a meterme en la cabeza que la vida tenía un sentido, que todo valía la pena, que si estudiaba duro y obedecía sería “alguien en la vida”. ¡Alguien! Y mira, fui alguien, sí: alguien cansado, alguien que nunca tuvo suficiente dinero, alguien que aprendió que los sueños de niño se convierten en facturas de adulto.

La Muerte parecía bostezar sin boca. Yo seguí, encendido.

—Luego la adolescencia, esa supuesta “edad dorada”. Una tortura, ¿sabes? Hormonas disparadas, granos en la cara, poemas cursis escritos en servilletas, amores fugaces que se deshacían en lágrimas ridículas. Y la escuela… ¡ah, la escuela! Ese laboratorio donde nos domesticaban para convertirnos en engranes de la máquina. Años y años memorizando fórmulas y fechas que olvidamos al mes, mientras lo importante, lo que de verdad necesitábamos —aprender a vivir, a no tener miedo, a manejar el dolor—, eso nunca lo enseñaron. ¿De qué me sirvió saber que dos más dos son cuatro si nunca me dijeron que dos salarios no alcanzan para cuatro tortillas?

La Muerte me miraba con una paciencia que rozaba el sarcasmo.

—Y luego la adultez, la gran etapa de la responsabilidad. Trabajar para comer, comer para trabajar, y cuando al fin tienes un poco de tiempo libre, ya te duele la espalda y te quedas dormido a las nueve. ¿Esa era la vida “plena”? Una carrera absurda en la que corres hasta que el cuerpo se rinde y entonces apareces tú, con tu cara invisible, a darme la bienvenida como si fuera un turista llegando a un hotel barato.

Me reí con rabia. Una risa rota.

—El amor, Muerte, el amor. Otro timo disfrazado de poesía. Te venden flores, chocolates y canciones, pero todo es negocio. ¿Quieres saber cuánto dura el amor? Lo que dura la batería de un control remoto barato. Después solo queda costumbre, lástima o guerra fría. Y cuando termina, ahí estás, recogiendo pedazos de corazón como quien recoge vidrios rotos del suelo. ¿Eso era el milagro del amor?

La Muerte bajó la cabeza, quizás divertida. Yo ya estaba fuera de mí.

—Y la familia, la sagrada familia. Te lo pintan como lo más importante, como la raíz de todo. ¿Y qué encuentras? Cenas de Navidad llenas de chismes, tíos borrachos contando la misma historia de hace veinte años, primos metiches preguntando por tu vida como si fuera asunto suyo. Y cuando muere alguien y hay herencia de por medio, la familia se convierte en hienas. Eso es lo que llaman unión.

Me detuve, jadeando, aunque no tenía pulmones. Sentí la rabia acumulada de toda una existencia que ahora parecía tan ridícula.

—Y al final, aquí estás tú. Siempre estabas, ¿no? Escondida detrás de cada miedo, de cada enfermedad, de cada accidente esquivado. La gente te rezaba, te imploraba que no llegaras todavía, y tú ahí, paciente, como cajera esperando turno. Nunca fallas, siempre puntual, más segura que cualquier promesa humana.

Por primera vez me callé. La Muerte me miró, inclinó lo que parecía una cabeza, y habló.

—¿Terminaste? —su eco me atravesó como un suspiro.

—No. —dije, y sentí un nudo inexistente en la garganta—. Porque lo que quiero saber ahora es: ¿para esto era todo? ¿Para terminar aquí, sin medallas, sin respuestas, sin manual? ¿Era este el gran espectáculo de la vida, una farsa para terminar de pie frente a ti?

La Muerte me sostuvo la mirada, y en ella vi reflejada mi vida entera: las carreras inútiles, los días grises, los momentos felices que nunca supe disfrutar, las risas que pasaron demasiado rápido, los abrazos que no di, los miedos que me encadenaron.

—Yo no sé —dijo al fin—. Yo sólo recojo. La vida, con todas sus miserias y sus bellezas, no es asunto mío. Son ustedes los que deciden cómo cargarla.

Y ahí lo entendí. La ironía más grande de todas: no era la Muerte la que me debía respuestas. Era la vida. Y la vida nunca contesta.

El silencio se hizo pesado, como un telón que cae al final de una obra. Y cuando por primera vez pensé que la conversación había terminado, la Muerte habló otra vez, y lo que dijo me atravesó más que todo lo anterior.

—¿Sabes algo irónico? —su eco era como un murmullo frío—. Llegaste aquí de la misma forma en la que naciste.

Me quedé inmóvil. Esa frase me golpeó con una fuerza imposible de resistir. ¿La misma forma en la que nací? Entonces lo entendí: desnudo de todo, sin nada en las manos, sin explicaciones, sin control. Llegué a la vida llorando, confundido, y ahora, frente a ella, descubrí que estaba igual: llorando de nuevo.

Lágrimas que no deberían existir en alguien que ya no tiene cuerpo caían de mí. Lágrimas absurdas, inútiles, pero tan humanas como el primer llanto de un recién nacido. Y en ese momento comprendí que la vida y la muerte eran el mismo gesto repetido: un grito, una lágrima, un desconcierto.

La Muerte no dijo nada más. No hacía falta.

Comentarios

Estimado Celso, tus relatos siempre me parecen muy interesantes. Eres un narrador nato, cuentas y dialogas con tanta facilidad que te envidio. Éste charla introspectiva con la Muerte, es un claro ejemplo de tu talento literario.
Me da gusto que estés y escribas en mi Taller, aunque no sé qué es lo que puedas aprender en él, si eres mejor narrador que el mismo Coordinador.
Saludos. Mtro José Manuel Frías Sarmiento
Marité Ibarra dijo…
Celso que tal!! Leerte en sí es un gusto!!!
La muerte siempre está ahí en espera de cualquiera, siempre al acecho para cuando surja cualquier oportunidad, presentarse.
Por eso vivir en un milagro e ir acumulando años lo es aun más!!!
Celso te felicito por esta narrativa tan bien elaborada y aunque triste es realidad, al igual que los animales, al final de cuentas tenemos el mísero destino!!
Saludos grandes!!!
Interesante narrativa mi estimado Celso. Me gustó mucho el como vas articulando las etapas de la vida en este diálogo con la muerte, la cual sorprende a los seres humanos en cualquier contexto, sin importada la edad o clase social. Saludos afectuosos.
GILBERTO MORENO dijo…
Amigo Celso, aun sin pasar por esa etapa final de la vida que es la muerte, tu texto genera una honda reflexión sobre nuestro paso en el mundo terrenal. De verdad nos vamos como llegamos. Decía José Alfredo Jiménez que "la vida empieza llorando y así llorando se acaba", dicen que cunado uno está a punto de morir, la película de tu vida pasa en un segundo, y es que la vida es eso.. una película, donde el protagonista no escoge su reparto, y si bien algunos episodios son de su autoría donde le damos algunos matices y algunos escenarios, el final no lo escogemos; puede ser el más dramático, el más terrorífico, pero ninguno tiene un final feliz, o un "y vivieron felices para siempre". La muerte llega sin avisar, si prepararnos. HERMOSA RELFEXION amigo Celso, me paro de pie. Tus relatos son de otro nivel, que bueno que los compartes con estos poco mas de tres lectores. SALUDOS. TU AMIGO, GILBERTO MORENO.
Celso Gilberto dijo…
Muchas gracias, maestro. Aprecio mucho sus palabras. Creo que siempre estamos aprendiendo, sin importar la experiencia que tengamos. Cada taller, cada lectura y cada comentario nos ayudan a mejorar y a ver la escritura desde nuevos ángulos. Me alegra mucho poder compartir mis relatos con usted y con todos los compañeros.
Celso Gilberto dijo…
Muchas gracias por tu comentario. Me alegra mucho que hayas disfrutado la lectura. Coincido contigo, la muerte siempre está presente, y pensar en ella nos hace valorar más la vida y el simple hecho de seguir aquí. Es un tema triste, pero también profundamente humano.
Celso Gilberto dijo…
Muchas gracias por tus palabras. Me alegra que te haya gustado la forma en que se unieron las etapas de la vida en el relato. Justamente quería reflejar eso: que la muerte puede aparecer en cualquier momento, sin distinciones, y que por eso cada etapa tiene su propio valor.
Celso Gilberto dijo…
Muchas gracias, amigo Gilberto. Tus palabras me alegran mucho y me hacen pensar también en lo que dices: la vida como una película donde no siempre elegimos el final. Creo que justamente en esa incertidumbre está el valor de vivir y de contar historias. Me honra que te haya gustado el relato y que haya despertado esa reflexión.
Un abrazo grande.

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