“¿Para qué existen los poemas? / ¿Para disfrazar el silencio / con metáforas de segunda mano?”
Ian Báez Palazuelos
No alcanzo a ver
la belleza del musgo,
ni el encanto en el canto del ave,
ni ese suspiro que los poetas dicen
que flota entre los árboles.
Aun así,
las montañas siguen ahí,
verdes, inmensas, arrogantes,
recordándome que existen cosas hermosas
que no necesitan mis palabras.
¿Para qué existen
los poemas?
¿Para disfrazar el silencio
con metáforas de segunda mano?
¿Para que alguien crea que entiendo la luna
cuando apenas entiendo mi nombre?
No se me da la poesía.
O tal vez sí,
y por eso me repugna.
Porque no hay nada más triste
que un poema sabiendo que lo es.
Es muy fácil,
demasiado fácil,
acomodar palabras en una estrofa,
darles ritmo,
llamarle arte al desahogo.
Dicen que un buen
verso
debe doler,
pero lo mío no duele,
solo molesta,
como una mosca que se estrella
una y otra vez contra el vidrio.
Y sin embargo,
aquí estoy,
jugando al poeta,
escribiendo líneas que no creo,
intentando capturar un pensamiento
que ya se me escapó.
Tal vez los poetas
son eso:
gente que no soporta
el vacío de pensar sin rimar.
Y yo, que me burlo
de ellos,
me descubro haciendo lo mismo.
Porque odiar la poesía
es solo otra forma de escribirla.
A veces pienso que
los poemas
son como espejos empañados:
uno intenta mirarse,
pero solo ve vapor y sombra.
Y entre tanto intento,
termina creyendo que eso es el alma.
Escribir un poema
no me acerca a la verdad,
solo me hace sentir
que la estoy bordeando,
como quien camina en círculos
alrededor de una casa
sin atreverse a tocar la puerta.
Y aun así,
me quedo aquí,
esperando que la palabra justa
salve algo de mí,
como si una sílaba bien puesta
pudiera hacerme respirar mejor.
He leído a los
grandes.
A los que murieron jóvenes,
a los que se dispararon en el pecho,
a los que amaron demasiado
y escribieron su epitafio en verso libre.
Y a veces pienso que esa es la meta del poeta:
convertir la herida en obra
y la vida en nota al pie.
Pero yo no tengo
tanto dramatismo.
No tengo una historia trágica que contar,
solo un tedio persistente,
una costumbre de mirar el techo
y sentir que algo falta,
aunque no sepa qué.
Tal vez la poesía
no es más que eso:
una excusa elegante
para decir que estamos vacíos.
Dicen que la
inspiración llega
como un relámpago.
A mí solo me llega la lluvia,
esa lluvia cansada
que empapa las ideas
pero no las hace germinar.
No hay musa,
solo una pantalla en blanco
y la necesidad absurda
de llenar el silencio con algo.
A veces pienso
que escribir un poema
es como tratar de recordar un sueño:
cada vez que lo tocas,
se deshace un poco más.
Y aun así lo
intento,
porque el intento en sí
parece justificar la existencia.
Y qué ironía,
decir que no creo en la poesía
usando versos que riman sin querer.
El problema con la
poesía
es que no cura nada.
No te salva,
no te redime,
solo te hace consciente de la herida.
Y entonces escribes más,
como si abrirla una y otra vez
pudiera cerrarla al fin.
Yo la odio por
eso.
Por su crueldad disfrazada de belleza,
por su forma de convertir la angustia
en adorno lingüístico.
Por esa trampa
de hacer que el dolor suene bien.
Si el sufrimiento
tiene música,
los poetas son sus intérpretes.
Y yo no quiero tocar más,
no quiero rimar la tristeza,
quiero simplemente dormir.
Me pregunto
cuántos poetas
han odiado sus propios versos.
Cuántos, después de escribir,
han sentido esa mezcla de vergüenza y alivio,
como quien llora frente a un espejo.
Yo sí.
Cada palabra que dejo aquí
me parece torpe,
inútil,
pretenciosa.
Pero la dejo igual,
porque no sé hacer otra cosa.
Quizá escribir es
eso:
una forma de fracasar con estilo.
He intentado
escribir sobre el amor,
pero me suena a cliché.
Sobre la muerte,
y me suena a plagio.
Sobre mí,
y me suena a mentira.
Entonces me quedo
con el tema más honesto:
la nada.
Ese espacio entre lo que quiero decir
y lo que realmente digo.
Ahí habito,
en el hueco que dejan las palabras
cuando ya se han dicho todas.
No alcanzo a ver
la belleza del musgo,
ni la poesía en el amanecer.
Pero a veces,
cuando el insomnio me gana,
siento algo parecido
a lo que los poetas llaman fe.
Fe en que, tal
vez,
algún verso me entienda
mejor de lo que yo me entiendo.
Y si eso pasa,
aunque sea una sola vez,
entonces quizá valió la pena
haber odiado tanto la poesía.
Porque odiar algo
con tanta fuerza
también es una forma de amor.
Y al final,
entre mi desprecio y mi deseo,
descubro que lo único verdadero
es esta necesidad absurda de escribir.
No por arte,
ni por fama,
ni por redención,
sino por costumbre,
por reflejo,
por no saber quedarme callado.
Y así, sin
quererlo,
este poema que dice no creer en nada
se convierte en oración.
Una plegaria torcida
para todos los que fingimos no sentir,
mientras dejamos que las palabras
hagan el trabajo por nosotros.
Porque al final,
aunque me ría de los poetas,
aunque diga que no entiendo el musgo,
ni el canto,
ni el alma,
hay una verdad que no puedo negar:
odio la poesía,
pero ella nunca deja de escribirme.

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Saludos!!!