“No esperen a que la vida les pase como humo entre los dedos. Abrácenla, aunque queme, aunque duela”




 

NOSTALGIA BARATA Y NICOTINA

 Ian Báez Palazuelos


Esta mañana me desperté con una punzada extraña en la espalda.

Había dormido sobre el cuadro del cargador, y toda la noche mi cuerpo luchó contra aquel hierro diminuto.

El resultado: un andar torcido, como si el día entero me negara el derecho a caminar erguido.

Los años ya han dejado su firma en mí.
Las enfermeras del seguro dicen que mis venas son fáciles: un blanco perfecto.
Yo pienso que mis brazos flacos, mi piel rendida, son solo el lienzo donde el tiempo ha pintado sin compasión.

Al abrir los ojos, lo primero es siempre el mismo ritual:
el cigarro.
La costumbre que me levanta antes que el café.
Alcanzo la cajetilla que compré ayer,
y al encender uno, la primera bocanada me recuerda con ternura aquel instante:
la primera vez que fumé.

Era un niño, y mi padre, fumador empedernido,
me pedía cada tarde encenderle un cigarro en la estufa de la cocina.
Yo obedecía, claro,
pero aprovechaba ese instante para robarle una inhalación,
un secreto que jamás confesé.

Si Dios no hubiera querido que fumáramos,
no habría hecho tan hermoso el humo contra la luz,
esos hilos plateados flotando en el aire como estrellas que entran por mi puerta.
Yo lo miro y recuerdo “La noche estrellada”.
El humo también pinta, también habla, también consuela.

El día que compré mi primera cajetilla estaba nervioso.
Las manos me temblaban de emoción.
Apenas la tuve, se me resbaló al suelo,
y aún sin haber probado el primero,
ya el cigarro me enseñaba su lección:
la vida se cae de las manos antes de poder encenderla.

Recuerdo aun esa sensación en mi garganta
Mas el sabor a clavo, que hacía pasar al humo más suave
después de acostumbrarme un poco al demonio de smog
Deje el clavo, y me decidí por variar mas

Hoy veo a los jóvenes con sus cigarrillos modernos electrónicos,
esas cajitas de colores que suenan a juguete,
soplan nubes dulzonas que huelen a chicle y fresa.
Y yo pienso: ¿qué clase de hombre se forja con humo de caramelo?
Nosotros tosíamos fuego,
aprendimos a fumar entre gallos de pelea y cantinas,
con el pecho desnudo a la intemperie,
no en rincones perfumados de centros comerciales.

Para mí son mariconadas.
Si te va a dar cáncer, que sea como Dios manda:
con cigarros duros, puros negros,
o aunque sea con marihuana,
que te raspe la garganta y te haga llorar los ojos.
El humo verdadero es áspero,
te abre los pulmones como un machetazo,
te enseña lo que duele estar vivo.

Los jóvenes creen que me río del mundo,
pero es el mundo el que se ríe de mí.
Dicen que no tengo oficio ni beneficio,
y tal vez tengan razón.
Fui obrero, fui albañil, fui chofer,
fui de todo y al final no quedé siendo nada.
Solo un hombre torcido por dentro y por fuera,
un fantasma que arrastra humo en lugar de cadenas.

A veces me pregunto si no será envidia.
Ellos caminan ligeros, con tenis nuevos,
miran pantallas luminosas
donde todo cabe, menos la vida misma.
Yo los miro y recuerdo
cuando lo más moderno que tuve fue un radio de bulbos
y un reloj que me duró treinta años.
Lo conservo todavía,
aunque ya no da la hora.
Como yo: parado, pero fuera de tiempo.


No lo confieso,
pero a veces me duele pensar
qué hubiera sido de mí sin tanto vicio,
si hubiera escuchado a mi madre,
si no hubiera golpeado la mesa aquella noche,
si hubiera abrazado a mis hijos antes de que se fueran.
El arrepentimiento es como el humo:
uno lo traga, lo guarda,
y luego lo escupe cuando ya es demasiado tarde.

Elena Delgado, la mujer que cuida de mí,
una joven —cualquiera es joven comparada conmigo—,
se queja de que mi casa apesta,
que los muros transpiran humo
y los muebles huelen a ceniza.
Yo no lo noto.
Ella sí.
En sus ojos veo ese brillo que añora comerse al mundo,
y yo me pregunto si también algún día
se dará cuenta de que el mundo termina comiéndonos a nosotros.

Guardo una colección de ceniceros.
No son adornos,
son reliquias:
el último recuerdo de mis hijos malagradecidos,
los que abandonaron a su padre para cumplir el sueño americano.
Dejaron su país,
dejaron su lengua,
y dejaron este sillón descarapelado, que aún guarda su olor
cuando eran pequeños y se sentaban a mi lado.

Qué desgracia es mi vida,
digna de una tragedia griega:
solo, enfermo y —como dice mi ex esposa—
“podrido por dentro”.
Ella nunca perdonó mi humo,
ni mis noches largas,
ni mis palabras que se hicieron golpes.
A veces la escucho en mi cabeza
repitiendo esa frase como sentencia,
y aunque la maldiga en voz alta,
sé que tiene razón.

Entre pruebas y momentos incómodos
En el consultorio de mi doctor
me dice que deje de fumar:
que mis pulmones parecen carbón,
que mis arterias se enredan
como cañerías viejas de peluquero.

¿Y cómo me pides que lo abandone?
Si el cigarro fue mi padre,
me enseñó a esperar en silencio,
me vio crecer,
me vio caer,
y estoy seguro de que me verá morir.
Fue el único que estuvo ahí,
cuando me gradué,
cuando lloraba solo en la oscuridad
y nadie me escuchaba.

El cigarro también fue mi madre:
me arropó con su calor en las noches frías,
me habló con su susurro de humo,
y su perfume quedó en mi ropa,
más fiel que cualquier suavizante,
más cercano que cualquier abrazo.

Dicen las Escrituras
Que el hombre debe honrar a su padre y a su madre.
Y yo, que fui hijo del humo y del tabaco,
Solo sé rendir homenaje con mi propia ceniza,
Dejando que ambos lloren mi partida.

El médico, con la voz gastada de la ciencia,
Me sentenció tres meses de vida,
Como si el tiempo pudiera medirse en calendarios
Y no en los suspiros rotos
De un cuerpo que ya nadie reclama.

Y para toda la gente que escuche mi lamento,
El llanto triste de un ser marchito,
Les doy un último consejo,
Lo único que este maldito viejo aprendió entre humo y ceniza:

No esperen a que la vida les pase como humo entre los dedos.
Abrácenla, aunque queme, aunque duela,
Porque cuando quieran recordar el calor,
Sólo quedará el olor del tabaco y un par de manos vacías.


Comentarios

Estimado Ian, el final de tu poema es infinitamente inspirador: "Abrácenla, aunque queme, aunque duela". Te refieres a la Vida, pero puede ser a las Oportunidades que te brinda la Vida, que viene siendo lo mismo. Aprenderla aunque nos duela y queme por dentro y por fuera, que nos sangre el alma y brote el Conocimiento, la Verdad y el Sentir que nos torna Humanos. Esa verdad que algunos alumnos desdeñan sin conocerla, sin darse el lujo y la Oportunidad de conocer para decidir y transformar su vida. Eso nos duele a los Educadores, la pared que su inconsciencia erige para no dejar pasar ni ver ni siquiera un tenue rayito de la Realidad que les haría distintos en un Mundo lleno de clones prefabricados.
Ojalá, tus compañeros te leyeran, a ti, a Celso, a Eva María, a Yazmín, a Celeste, a Irasema, a Daniela, para que empezaran a pensar de manera lateral y a comprender el mundo en su sencilla complejidad.
Saludos, Felicitaciones y gracias por enriquecer este Blog con tus textos.
Mtro. José Manuel Frías Sarmiento
Eva María Candelario Vargas dijo…
Buenas tardes Ian, me impactó como vas construyendo la identidad del narrador. Es crudo y a su vez humano, y muy hermoso de leer. La metáfora del cigarro como padre y madre, el vicio convirtiéndose en la identidad, compañía, testigo, y símbolo de la vida. Existe una realidad que se vive así; la lucha interna entre el arrepentimiento y la terquedad a no querer cambiar, me pareció uno de los mejores puntos. Gracias por escribir!
Ian Báez dijo…
Maestro, un gusto como siempre saber que disfruto de mi texto. Es realmente preocupante esa pared de la que usted habla, ese escudo de ignorancia y comodidad que muchos levantan contra lo desconocido, y aunque no hago esto por el reconocimiento, espero algún día mis textos le lleguen a alguno de mis compañeros. ¡Un saludo!
Ian Báez dijo…
¡Muchisimas gracias Eva! Eso es exactamente lo que queria lograr con esto, dar esa imagen de una persona terca en los vicios, pero que no conoce mas, como bien lo dice el mismo, Un hombre hijo del tabaco y el cigarro. ¡Saludos! <3
Marité Ibarra dijo…
Ian que tal!!! Un muy bonito texto, con una narrativa excelente, muy bien el desarrollo del texto, un vicio dañino y a la vez reconfortante. Tu texto me recuerda a uno que yo escribí que trata igual del cigarro, este texto se llama "Seis cigarrillos después de hacer el amor"...
Me agrada mucho leerte Ian, seguimos en contacto compañero!!
Saludos!!
Estimado Ian, tu relato deja una enseñanza después de que el protagonista disfruto del enervante sabor de la nicotina, de todo lo que por su gusto, emprendió en la vida, al final acabo a causa de aquello que lo acompañó desde niño, pero su sentencia advierte de los peligros que él ignoró y que al final como testamento, pide que no se desperdicie la vida y que se disfrute a más no poder.
Que buen texto.
Saludos
Ian Báez dijo…
Marité, qué gusto me da leer tus comentarios. Definitivamente me pasaré a leer ese texto. El tema de los cigarros da para muchísimos más escritos. ¡Un saludo!
GILBERTO MORENO dijo…
Exquisito poema Ian, como para leerlo en un recital, con un buen vinito tinto. Tremenda reflexión sobre la vida y el destino que se forja entre la dificultad y la añoranza. Me trasladó a las imágenes de mi padre, fumador empedernido que conoció el sabor de todas la marcas de cigarros, y no se si decir "Gracias a Dios todavía fuma", porque a sus 82 su sudor aun transpira tabaco. Saludos. Ojalá nos sigas deleitando con tu manera de escribir.
Muy emotivo tu poema mi estimado Ian. Me hizo recordar que hubiera sido de mi, y de la vida de mis seres queridos si cuando adolescente le hubiera encontrado gusto al cigarro. Porque me lo ofrecieron muchas veces cuando andaba con otros compañeros ejerciendo la pesca y la cacería. Inclusive me ofrecieron cigarros de mariguana, que en ese tiempo era la droga que más se consumía entre jóvenes y adultos. Porque de haber claudicado ante estos ofrecimientos, tal vez otro hubiera sido mi destino en este tren llamado vida. Saludos afectuosos.

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