“Los escritores no son testigos: son médiums. No retratan la vida tal como es, sino como podría ser si la realidad se atreviera a soñar”
EL ARTE
DE IMAGINAR SIN CAER
Ian
Báez Palazuelos
No es
necesario conocer la Gran Muralla China para entender su magnitud. Basta
imaginar su sombra extendiéndose sobre las colinas, sentir el peso de los
siglos en la piedra, intuir su propósito. Del mismo modo, no hace falta haber
perdido la cordura para escribir sobre la locura, ni haber matado para
describir un crimen. El escritor no vive necesariamente lo que narra; lo piensa
con tal intensidad que su mente lo transforma en experiencia.
Se dice
que el arte es una forma de verdad, pero no toda verdad nace de la vida.
Algunas germinan en la imaginación, en ese territorio ambiguo donde el sueño y
la conciencia se confunden. En ese espacio habita el escritor: no como testigo
de la realidad, sino como su artífice.
Lovecraft,
por ejemplo, fue un hombre encerrado en su propio miedo. Apenas salió de su
ciudad natal, y aun así construyó un universo tan vasto que ni los mapas del
cosmos bastarían para contenerlo. No conoció los monstruos que describió; los
dedujo, los soñó con precisión matemática. La locura cósmica de su obra no
nació de la experiencia, sino del intelecto llevado al límite.
Robert
E. Howard, su amigo, imaginó un héroe bárbaro mientras vivía en un pequeño
pueblo de Texas. Jamás empuñó una espada, pero escribió batallas que huelen a
hierro y sudor. Su realidad era modesta; su imaginación, épica. Como si la
mente pudiera ser el campo de guerra de un cuerpo inmóvil.
Clark
Ashton Smith, el tercero de aquella trinidad de soñadores, fue escultor, poeta
y pintor. Padecía pobreza y soledad, pero su prosa parecía escrita desde un
palacio de otro mundo. Demostró que no se necesita una vida grandiosa para
crear mundos sublimes; basta con una sensibilidad que vea belleza en lo
imposible.
Gabriela
Mistral escribió sobre maternidad, consuelo y pérdida sin haber sido madre. Lo
suyo era una ternura metafísica, nacida no del acto de criar sino del de
comprender. Su maternidad fue universal, más allá del cuerpo: una maternidad
del alma.
Y
García Márquez, que nunca vio a una mujer ascender al cielo, la hizo flotar en
sus páginas con la naturalidad de quien recuerda, no de quien inventa. Su poder
no residía en haber vivido Macondo, sino en haberlo creído posible.
Aldous
Huxley, con su Mundo feliz, no necesitó vivir bajo un régimen
totalitario para preverlo. Le bastó observar su presente y adivinar la
dirección del deseo humano. Comprendió que la tiranía más sutil no se impone
con miedo, sino con placer. En él, la imaginación no fue escapismo, sino
advertencia.
Ambrose
Bierce, en cambio, sí conoció el horror. Combatió en la Guerra Civil
estadounidense, y sus relatos aún conservan el eco de los disparos y la
pérdida. En él, la experiencia se volvió cicatriz. Pero Mary Elizabeth Braddon,
sin guerras ni trincheras, diseccionó la sociedad victoriana con igual crudeza.
Su campo de batalla era el salón; su arma, la ironía.
Los
hermanos Benson —Arthur y Edward—, nacidos en un hogar religioso, escribieron
sobre espectros con la serenidad de quien los ve a plena luz del día. En sus
cuentos, el miedo es elegante, silencioso: el miedo de lo cotidiano cuando el
alma se detiene a escuchar.
S.
Baring-Gould exploró lo sobrenatural con mirada de estudioso. No necesitó creer
en monstruos para entenderlos: bastaba con conocer a los hombres que los
inventaron.
Mori
Ōgai, médico y militar, vivió entre el deber y la emoción. No necesitó morir
por amor para escribir sobre la muerte en el amor; le bastó comprender el
sacrificio como un gesto cultural.
Lafcadio
Hearn, en cambio, amó tanto a Japón que terminó volviéndose japonés por
elección. Mostró que la empatía también puede ser una forma de nacionalidad, y
que la literatura es una casa donde uno puede renacer.
Kristopher
Rodas escribe desde un lugar intermedio entre la vigilia y el sueño. En sus
textos, lo cotidiano se quiebra apenas se mira de cerca, y por las grietas
asoman los pensamientos que no nos atrevemos a nombrar. No busca el terror en
la sangre ni en los monstruos, sino en la incomodidad de reconocerse: en ese
instante en que el lector se descubre reflejado en un personaje que preferiría
no entender. Su escritura no grita; murmura con precisión quirúrgica,
recordándonos que el verdadero horror no está afuera, sino en la conciencia que
observa.
Rodas
no necesita espectros para inquietar. Su universo está hecho de ecos, de
pasillos mentales donde resuena la culpa, el deseo o la duda. A través de un
lenguaje sobrio, casi clínico, logra que cada palabra pese más por lo que
insinúa que por lo que dice. En él, la literatura no es una fuga, sino un
espejo encendido: un espacio donde mirar el alma sin adornos y comprender que,
a veces, la imaginación es la forma más honesta del dolor.
Haruki
Murakami se mueve entre la realidad y la memoria como si fueran hilos paralelos
del mismo tejido. Sus relatos parecen simples, casi cotidianos, pero al
adentrarse en ellos se abre un universo de extrañamiento: un gato que habla, un
tren que nunca llega, una habitación que cambia de forma sin ser tocada. Lo
extraordinario no está en los elementos fantásticos, sino en cómo logra que lo
familiar se vuelva inquietante. Cada frase de Murakami es una puerta
entreabierta; invita a mirar, pero no garantiza el regreso.
B.R.
Yeager y Brian Evenson escriben sobre el colapso de la identidad, sobre cuerpos
que se disuelven en su propia mente. No son locos; son anatomistas de la
locura. Sus palabras parecen venir de un lugar donde el lenguaje mismo se
fractura, y aun así construyen sentido.
Uketsu,
cronista de los horrores digitales, traduce el miedo contemporáneo con una frialdad
que hiela: el terror no está en lo imposible, sino en lo cotidiano.
C.M.
Kosemen, con su erudición biológica, imagina criaturas inexistentes con
precisión científica. Sus monstruos son tan creíbles que parecen recuerdos
evolutivos.
Jim Morrison escribió como quien se quema para ver mejor la luz. Su poesía fue delirio lúcido.
John O’Callaghan —John the Ghost—, más íntimo, escribe desde la melancolía
moderna: la soledad del artista que sigue buscando una forma de decir soy
humano en medio del ruido.
Tucker
Max y Jack Douglas, desde la comedia, practican lo opuesto: muestran que la
vulgaridad también puede ser verdad. Que reírse del absurdo es otra manera de
entenderlo.
Y entre todos
ellos, un hilo invisible los une: ninguno fue completamente su obra. Ninguno
necesitó morir para escribir la muerte, ni enloquecer para describir la locura.
La literatura no exige vivirlo todo, sino sentirlo con suficiente profundidad
como para que parezca que lo viviste.
Escribir es
ponerse una máscara que, paradójicamente, revela.
Es habitar un personaje para conocer lo que no seremos.
Es fingir con tanta honestidad que el fingimiento se vuelve verdad.
Por eso, los
escritores no son testigos: son médiums. No retratan la vida tal como es, sino
como podría ser si la realidad se atreviera a soñar.
Quizá no sea necesario haber tocado la Gran Muralla para describirla.
Basta imaginar su peso, su frío, su soledad.
Del mismo modo, no es necesario perder la razón para escribir sobre el abismo.
Basta con asomarse a él… y regresar para contarlo.

Comentarios
Saludos, José Manuel Frías Sarmiento
Completamente de acuerdo estoy contigo sobre la imaginación que cada autor tiene sin necesidad de llegar a ser....me identifico con tu forma de explicar de manera clara y entendible estos aspectos imaginarios.
Seguimos leyéndonos!!!
Excelente texto.
Saludos