“Es como si el mundo entero estuviera construido con palabras, y nosotros fuéramos parte de ese texto”




 



LO QUE SE MIRA Y LO QUE SE VE

 

—Celso Gilberto Guzmán Félix.

 

El sol de la tarde bañaba las calles de Culiacán, y el aire cálido se deslizaba entre los árboles cercanos al cruce de Rafael Buelna y Ruperto Paliza. Dos hombres avanzaban por la acera en dirección a una antigua casona de paredes color marfil. El edificio, con sus puertas altas y ventanales arqueados, parecía observarlos en silencio.

El primero de ellos caminaba despacio, con una mirada llena de curiosidad. Era un hombre de gestos tranquilos y voz pausada, alguien acostumbrado a mirar el arte más allá de la superficie. A su lado iba su compañero, con las manos en los bolsillos y el ceño medio fruncido, sin mucho entusiasmo.

—¿Y éste es el famoso MASIN? —preguntó el más joven—. Pensé que sería más grande.

El otro sonrió.

—Lo importante no es el tamaño, sino lo que guarda dentro —respondió—. Pero sí, aquí estamos: el Museo de Arte de Sinaloa.

Entraron. El aire fresco del interior los envolvió y el eco de sus pasos resonó entre las paredes blancas. Las luces iluminaban los corredores y, en el silencio del lugar, parecía que el pasado seguía vivo.

El experto comenzó a hablar mientras caminaban:

—Este edificio ha tenido muchas vidas —dijo, casi con cariño—. A mediados del siglo XIX fue una casa consistorial, luego residencia del obispo, y más tarde del gobernador. Después lo convirtieron en teatro, en palacio municipal, incluso en oficina de seguridad pública. Y cuando ya había envejecido bastante, alguien pensó en darle un nuevo sentido: convertirlo en un hogar para el arte. Así nació el MASIN, allá por 1991.

El acompañante lo miró sin mucha emoción.

—Ajá… o sea que ya ha sido de todo. Capaz mañana lo hacen hotel.

El experto rio por lo bajo.

—Puede ser. Pero mientras tanto, guarda cosas que ningún hotel podría tener.

Caminaron hasta la primera sala. Las luces eran más suaves, enfocadas en las piezas. En el centro, una escultura metálica llamaba la atención: un rompecabezas de tonos plateados y dorados cubría la pared. Algunas piezas eran normales, pero tres sobresalían con fuerza. Dos de ellas tenían forma humana: una caminaba sobre la parte superior, erguida y segura; la otra colgaba de un borde, a punto de caer. En una esquina, una pieza dorada parecía salir del conjunto, dejando un vacío detrás.

El experto se acercó despacio, observando con cuidado.

—Esto es una metáfora del pensamiento humano —dijo con voz tranquila—. El rompecabezas representa el orden, la estructura mental que intentamos mantener. Pero esas piezas que toman forma humana… son la rebeldía, los intentos del alma por salirse de lo que se espera. La que camina arriba ya encontró su lugar, la que cuelga está en duda, y esa dorada que escapa es una idea nueva, un pensamiento que decide ser libre, aunque rompa el equilibrio.

El otro hombre se cruzó de brazos.

—O tal vez el artista sólo se cansó de hacer piezas cuadradas y quiso ponerle figuritas —dijo sin interés—. Pero, bueno, al menos brilla bonito.

El experto soltó una leve risa.

—A veces basta con que algo brille para llamar la atención —respondió con calma.

Siguieron caminando hasta otra escultura, más discreta, hecha de pequeños cilindros metálicos apilados, uno sobre otro. En la cima, un hombre diminuto estaba sentado, inclinado hacia adelante, casi al borde.

El experto lo observó unos segundos antes de hablar:

—Mira eso. Cada cilindro es una decisión, un momento, algo que sostienes. La figura de arriba eres tú, o cualquiera de nosotros, tratando de mantener el equilibrio sobre lo que hemos construido. Es frágil, claro, pero se mantiene. Y ese es el punto: el arte no siempre habla de fuerza, sino de resistencia.

El acompañante lo miró de reojo.

—Yo más bien veo que si alguien lo toca, se cae todo.

—Tal vez —respondió el experto con una sonrisa tranquila—, pero fíjate que sigue de pie, y eso ya dice algo.

El joven negó con la cabeza.

—Tú ves demasiadas cosas, viejo.

—Y tú todavía ves muy poco —contestó el experto sin molestarse—. Vamos, arriba hay más.

Subieron las escaleras con paso lento, el eco de sus pisadas se mezclaba con el aire fresco que venía del vestíbulo. El acompañante se detuvo un momento para mirar hacia abajo: el edificio se veía más grande desde las alturas, con sus columnas blancas y su techo alto que dejaba pasar la luz de la tarde.

El experto se detuvo frente a una puerta de madera entreabierta.

—Aquí comienza la sala principal del segundo piso —dijo—. Es una de mis favoritas.

Empujó la puerta con cuidado, y ambos entraron.

El ambiente cambió de inmediato. Dentro, el silencio era más denso, como si las pinturas respiraran. Las luces caían suavemente desde arriba, resaltando los colores y las texturas. Era un espacio más cerrado, íntimo, donde cada cuadro parecía tener su propio aire.

El experto caminó unos pasos y se detuvo frente a una pintura amplia.

—Mira ésta —susurró.

Era un páramo completamente blanco, sin árboles ni caminos. Sólo un terreno cubierto de nieve o de polvo, con relieves suaves al fondo que apenas formaban montañas. Del cielo caían cajas de cartón, suspendidas en distintos momentos de su caída. Algunas estaban cerradas, otras abiertas de un lado o de ambos, y unas más parecían romperse antes de tocar el suelo.

El experto se cruzó de brazos, observando.

—Me gusta pensar que estas cajas son pensamientos —dijo—. Cada una lleva algo distinto: una idea, una emoción, un recuerdo. Algunas se abren fácilmente y dejan salir lo que guardan, otras permanecen cerradas toda la vida. Y algunas, como ves, caen rotas… son las ideas que nunca llegaron a completarse. El artista no pinta sólo un paisaje: pinta la mente humana, ese lugar blanco donde todo parece igual hasta que algo cae y deja marca.

El acompañante lo miró con una ceja levantada.

—O puede que sólo sean cajas cayendo —respondió con indiferencia—. Digo, no todo tiene que tener mensaje.

El experto rio por lo bajo.

—A veces el mensaje no está en el cuadro, sino en la pregunta que te deja. Si te hace pensar, aunque sea un poco, ya cumplió su propósito.

El otro se encogió de hombros.

—Pues me hace pensar que a mí también se me han caído varias cajas últimamente.

El experto lo miró de reojo y sonrió sin decir nada.

Avanzaron hacia el fondo de la sala, donde una pintura de tamaño considerable dominaba la pared. En ella, una mujer sostenía entre sus manos un platito pequeño, de esos antiguos que servían también para beber. Lo acercaba a sus labios con una delicadeza casi ritual. Pero el líquido dentro del platito no parecía normal: era un remolino de letras.

Muchas de ellas se elevaban lentamente hacia su rostro, y algunas, las más brillantes, tenían un tono rojo intenso. Al mirar más de cerca, podían ver que toda la pintura estaba hecha sobre una base de letras diminutas como si el lienzo estuviera escrito antes de ser pintado.

El acompañante frunció el ceño.

—¿Está… bebiéndose las letras?

El experto sonrió.

—Sí. Es una forma hermosa de hablar sobre el conocimiento. Mira: el líquido son las palabras, las ideas que absorbemos todos los días. Ella no bebe vino ni agua, sino lenguaje. Lo interesante es que el fondo también está hecho de letras. Es como si el mundo entero estuviera construido con palabras, y nosotros fuéramos parte de ese texto.

Se inclinó un poco hacia adelante.

—Fíjate en su expresión. No hay placer ni tristeza, sino comprensión. Está consciente de que cada palabra que entra cambia lo que es. Esa es la fuerza del arte: mostrar lo invisible.

El acompañante se quedó callado por unos segundos.

—O también pudo haber usado tinta y ya —dijo finalmente, con un tono burlón—. Igual, está bien pintada.

El experto soltó una risa tranquila.

—Siempre hay alguien que se queda con la superficie, pero mira que esa superficie puede decir más que muchos libros.

El acompañante desvió la vista, incómodo.

—Sí, bueno… quizá. Pero igual prefiero las esculturas, al menos no hay que leerlas.

—Eso crees tú —respondió el experto—. Pero todas las obras se leen, incluso las que no tienen letras.

Siguieron caminando por la sala, mirando otras pinturas sin detenerse demasiado. La luz del atardecer se filtraba por las ventanas altas, tiñendo las paredes con tonos anaranjados. Mientras salían de la sala, el acompañante volteó una última vez hacia la mujer del platito. No entendía por qué, pero había algo en esa pintura que lo inquietaba, algo que parecía hablarle en silencio.

El experto notó su mirada, pero no dijo nada. Sólo continuó hacia las escaleras, sabiendo que, aunque el otro no lo admitiera, algo dentro de él ya había cambiado un poco.

Bajaron las escaleras en silencio. El eco de sus pasos se extendía por el pasillo mientras la luz del segundo piso quedaba atrás. Al llegar al primer nivel, el experto giró hacia una sala lateral que aún no habían explorado. La puerta estaba abierta, y un suave resplandor provenía del interior.

—Aquí hay algo más que deberías ver —dijo el experto, entrando primero.

El acompañante lo siguió con cierta desgana, aunque su mirada ya no era la misma que al principio.

Dentro, la sala era amplia y de techo alto. Las paredes estaban cubiertas de pinturas de distintos tamaños, algunas tan grandes que parecían ventanas hacia otros mundos. En la entrada, lo primero que captó su atención fue una enorme pintura de unas piernas rojas bajando unas escaleras. Las formas estaban alargadas, algo distorsionadas, y el torso de la figura se desvanecía en una especie de niebla de color.

El experto la observó con los brazos cruzados.

—Ésta es una imagen poderosa —dijo—. Las piernas bajando podrían representar la acción, el paso del pensamiento a lo concreto. El cuerpo incompleto… la idea que todavía no termina de definirse. Hay algo de inquietud en ella, ¿no crees? Parece que se mueve, pero no sabemos hacia dónde.

El acompañante torció el gesto.

—Yo sólo veo que no supo terminarla —dijo—. Le faltó la mitad de arriba.

El experto soltó una carcajada.

—O quizá tú no estás viendo la mitad que importa.

El otro bufó, pero sonrió un poco. Ya había aprendido a no discutir demasiado con él.

Caminaron unos metros más, hasta detenerse frente a una pintura más sobria. En el cartel se leía: “Autorretrato de Diego Rivera, 1906”.

El experto la miró con un respeto distinto, casi reverencial.

—Aquí lo tienes —dijo en voz baja—. Rivera tenía sólo diecinueve años cuando pintó esto. Ya había pasado por la Academia de San Carlos, donde estudió junto a artistas como Montenegro, Goitia y Saturnino Herrán. En ese tiempo, Diego todavía estaba buscando su camino, y esta pintura fue una especie de declaración.

El acompañante entrecerró los ojos.

—¿Declaración de qué?

—De identidad —respondió el experto—. En el cuadro se muestra con su ropa de pintor, rodeado de bastidores y lienzos, en su entorno de estudio. No se pinta como alguien grande o famoso, sino como un joven que está aprendiendo, que apenas empieza a entender quién es. Y, fíjate, hasta dejó una dedicatoria para su amigo Alfonso Cravioto. Era humilde, pero decidido.

El experto dio un paso atrás para mirar el retrato completo.

—Este autorretrato fue el comienzo de todo. Marcó el antes y el después en su vida artística. Xavier Moyssén, un historiador de arte, decía que aquí se notaba ya la fuerza de su mirada: el cabello alborotado, los ojos firmes, los labios tensos. Era el reflejo de un artista que todavía no sabía cuánto cambiaría el arte mexicano, pero ya lo traía dentro.

El acompañante lo miró un momento más.

—Bueno, al menos se ve serio —comentó con tono burlón—. Supongo que todos los artistas se pintan así, como si fueran a salvar el mundo.

El experto sonrió.

—A su manera, algunos lo hicieron.

Siguieron observando otras obras del salón, aunque ya no con la misma distancia de antes. El acompañante se detenía un poco más, inclinaba la cabeza, y de vez en cuando preguntaba algo, aunque fingiera desinterés.

Finalmente, después de recorrer todo el espacio, se encaminaron hacia la salida. La tarde había avanzado, y la luz que entraba por la puerta principal era más dorada, más suave.

—Bueno —dijo el experto con voz tranquila—, ¿qué te pareció la visita?

El acompañante suspiró, mirando hacia el techo.

—La verdad… pensé que me aburriría más —respondió, cruzando los brazos—. Pero fue distinto. Ver cómo cada artista piensa, cómo pone sus emociones ahí… no sé, es raro. Todos ven el mundo de una manera tan diferente, y aun así logran hacerlo sentir vivo. Es como si cada cuadro tuviera su propio lenguaje, uno que no se entiende con la cabeza, sino con algo más… como si te hablara desde adentro.

El experto lo observó con una sonrisa satisfecha.

—Sabía que lo verías así —dijo—. Siempre haces lo mismo: te haces el apático, pero terminas escuchando al arte cuando menos lo esperas.

El acompañante sonrió de medio lado.

—Bueno, tampoco te emociones. Sólo digo que… quizá tiene algo.

—Tiene mucho —respondió el experto, caminando hacia la puerta—. Pero ya lo irás descubriendo tú mismo.

Salieron juntos del museo. El aire de la tarde los recibió con su calor suave. Mientras caminaban por la acera, el experto le dio una palmada amistosa en el hombro.

—Gracias por venir conmigo —dijo.

—De nada. Al final… valió la pena —contestó el otro, mirando una vez más hacia el edificio.

El MASIN quedaba detrás, silencioso y firme, guardando entre sus muros las voces de todos aquellos que alguna vez intentaron decir algo con colores, formas o palabras.

Y aunque uno de los dos no lo admitiera del todo, esa tarde, el arte le había hablado.

 

Comentarios

Celso, tus relatos, siempre reflexivos y en diálogo, nos dejan ver la cultura y el conocimiento con otros ojos; en este caso, como Eva María, nos presentas un MASIN rico en arte y en saber que para muchos, miles de culichis, pasa desapercibida, sin saber lo que sus paredes contienen.
Gracias por ilustrarnos.
Saludos, José Manuel Frías Sarmiento
GILBERTO MORENO dijo…
Muy buen tour nos das amigo Celso, por el poco visitado Museo de Arte de Sinaloa (MASIN), pero no solo tu relato nos pasea por las salas del inmueble, sino que nos muestras con lujo de detalle lo que el arte, a través de la pintura y la escultura logran expresar, y el efecto que esta ocasiona en la perspectiva de cada persona. Tu diálogo entre los personajes describe perfectamente la diversidad humana y que, no obstante la discrepancia en la visión personal, el objetivo del arte cumple su cometido. Saludos Celso, como siempre impactando con tus historias. Tu amigo Gilberto Moreno.
Interesante la manera en que aprecias el arte mi estimado Celso. En lo personal también me gusta mucho visitar los museos, sobre todo de historia regional. Pero con narrativa me recordaste que tengo ese pendiente en la agenda: el de visitar el MASIN y encontrarle sentido a esas obras de arte. Saludos afectuosos
Marité Ibarra dijo…
Qué bien recorrido nos diste Celso, estuvimos presente en este bonito museo y tus narraciones hicieron que me dieran ganas de verlo con mis propios ojos.
Ir a los museos es una bonita experiencia y más cuando en tu caso, lo haces ver más interesante.
Muy gratas las descripciones realizadas.
Saludos compañero!!!
Celso Gilberto dijo…
¡Muchas gracias, Profe. José Manuel!
Me alegra mucho que haya percibido eso en el texto. A veces solo hace falta detenerse un poco para mirar con otros ojos lo que siempre ha estado ahí. El MASIN tiene esa magia: guarda historias, silencios y belleza que muchas veces pasan desapercibidos.
Me da gusto que mis palabras hayan logrado transmitir algo de eso.
Un saludo con aprecio y gratitud.
Celso Gilberto dijo…
¡Muchas gracias, Gilberto!
Me alegra mucho que hayas sentido el recorrido de esa manera. El arte tiene esa capacidad única de conectar miradas distintas y, aun en la indiferencia, despertar algo en común. Cada obra en el MASIN parece hablarle distinto a cada persona.
Aprecio mucho tus palabras y tu lectura tan atenta.
Un fuerte abrazo, amigo.
Celso Gilberto dijo…
¡Muchas gracias!
Qué gusto saber que también disfrutas visitar museos. El MASIN vale mucho la pena, cada sala guarda una parte de nuestra historia, no solo en las obras, sino en lo que despiertan al mirarlas con calma. Ojalá pronto te des ese tiempo para recorrerlo, seguro encontrarás más de un sentido entre sus paredes.
Un saludo afectuoso y gracias por leer.
Celso Gilberto dijo…
Me alegra mucho saber que el recorrido te transmitió esas ganas de visitar el museo. Creo que eso es lo más bonito del arte y de los espacios como el MASIN, cuando una historia o una descripción despierta la curiosidad por mirar con nuestros propios ojos.
Aprecio mucho tus palabras y el tiempo que te tomaste para leer.
¡Un gran saludo!

Entradas más populares de este blog