"29 de septiembre, 494 Aniversario de Culiacán"
“Más que locos, eran espejos de la fragilidad humana, de la pobreza, de la soledad. Y Culiacán, con sus luces y sus sombras, no sería la misma sin ellos”
CULIACÁN, UNA CIUDAD LLENA DE LOCOS
Ian Báez Palazuelos
Culiacán
está marcado por figuras históricas y leyendas: la novia de Culiacán, la casa
de Don Balta, Jesús Malverde… pero entre las grietas del pavimento y los baches
interminables se esconden otros personajes que, sin quererlo, también dejaron
huella. Son las figuras del centro, los “locos” entrañables de la ciudad, esos
que todo culichi recuerda haber visto al menos una vez.
Entre
los más famosos, están “La Chacha” y “El Chacho”, una pareja de personas en
situación de calle que se hizo bastante conocida por los raros actos que podían
verse haciendo en la ciudad. Cuentan que solían pasear por las calles del
centro. El Chacho era un hombre descrito como grande y robusto, de compostura
ancha y de carácter fuerte; decían que si alguien se le quedaba viendo
demasiado a La Chacha, terminaba con problemas. Ella era el amor de su vida, y
no dejaba que nadie la mirara de más.
La
Chacha, por su parte, era descrita como una mujer de piel morena, de aspecto
descuidado, casi siempre despeinada, a veces incluso calva. Durante un tiempo
cargó con un muñeco que juraba era su hijo, y lo cuidaba como si de verdad lo
fuera: lo arrullaba, lo vestía, lo defendía. Quien la veía pasar con ese muñeco
no podía evitar sentir una mezcla de compasión y desconcierto. La comunidad del
Santuario cuenta que una de las razones por las que el templo levantó una barda
y removió unas macetas gigantes era porque esta pareja —junto con otros
vagabundos y estudiantes— solía tener “intimidad” por ahí.
El
final de esta entrañable pareja es incierto. Se sabe que cuando se inauguró el
centro de rehabilitación “Madre Teresa de Calcuta”, ellos estuvieron internados
ahí; después se les vio vendiendo dulces por las calles del centro como parte
de su rehabilitación, pero no se sabe qué pasó con ellos. Lo cierto es que La
Chacha y El Chacho se convirtieron en un símbolo de la ciudad, recordados con
la misma familiaridad que los monumentos.
Otro
ícono urbano fue La Fanny, personaje tan temido como admirado, una persona
transgénero cuya presencia era imposible ignorar. La Fanny caminaba con tacones
puntiagudos que dominaba como si hubieran nacido con ella, tacones que
—bromeaban algunos— podían matar de un puntapié. Su maquillaje era
inconfundible: rímel corrido en los ojos, como si llevara años sin quitárselo,
labios pintados de un rojo intenso, carmesí como los uniformes de Los
Tomateros. El rostro lleno de mugre contrastaba con sus intentos de glamour, y
esa contradicción era parte de su leyenda.
Sus
atuendos eran tan extravagantes como reconocibles: blusas con escotes
pronunciados, brasieres usados como top, pantalones ajustadísimos. Jamás usó
falda, decían, porque prefería mostrar fuerza antes que fragilidad. En los
bares y restaurantes del centro se le veía bailar como si la vida dependiera de
ello, aunque su presencia incomodara a muchos y ahuyentara a la clientela. No
importaba: La Fanny estaba ahí, desafiando miradas, existiendo a su manera,
inscribiéndose a la fuerza en la memoria colectiva de Culiacán. Era un alma
rota, con el cemento pegado en los pulmones y el maquillaje como única
armadura.
Pero
detrás del personaje había una historia más profunda: su nombre real era Juan
Manuel Navarrete Salcido, y en los años noventa vivió un momento inesperado de
luz gracias a la ayuda de un pastor llamado Genaro, quien le ofreció techo,
ropa limpia y la oportunidad de dejar las drogas. Por un tiempo, La Fanny se
transformó en un testimonio positivo, llegando incluso a dar mensajes públicos
contra las adicciones. Sin embargo, las dificultades y la soledad la llevaron a
recaer, hasta fallecer. Su recuerdo permanece como el de alguien que transitó
entre la oscuridad y la luz, y que marcó para siempre la memoria colectiva de
Culiacán.
La
gente recuerda —con una mezcla de cariño y extrañeza— a “Pedraza”, un hombre de
la colonia Chapultepec. Vivía con sus padres ya mayores y, a diferencia de
muchos otros “loquitos” de la ciudad, no tenía carencias económicas: era de
familia acomodada. Su rutina era tan peculiar como predecible. Salía de casa y
comenzaba a caminar con una lentitud desesperante, tan lenta que hasta una
tortuga hubiera pedido permiso para rebasarlo. Desde su casa llegaba al puente de la Obregón y de ahí se arrastraba hasta el
malecón.
Tras esa procesión interminable, entraba al Chics, pedía un café americano y lo
bebía a sorbos microscópicos. Luego encendía un Raleigh, lo fumaba igual de
despacio… y después otro, y otro. Finalmente, vagaba sin prisa por el centro
hasta regresar a su casa, dejando a su paso la estampa de un hombre que,
teniendo todo, eligió vivir a otro ritmo, un ritmo que desesperaba a cualquiera
menos a él.
Otro de
los personajes más recordados de la ciudad fue “El Chalán”, un muchacho joven
al que siempre se veía con los pantalones desgarrados, corriendo como loco
desde el Mercadito Buelna hasta el centro. Su sola presencia causaba una mezcla
de miedo y risa; algunos dicen que les daba verdadero pavor encontrárselo en la
calle.
En el
imaginario popular quedó aquella anécdota del parque Revolución: tres
hermanitas jugando junto a la “alberquita” de la pila, cuando alguien le
preguntó al Chalán cuál de las tres le gustaba. Sin titubear señaló a la mayor:
“la grandota”. No hubo tiempo para nada más: las niñas salieron disparadas como
alma que lleva el diablo, mientras él seguía mostrando las pompas por los
pantalones rotos, como era su costumbre.
Y si
esas historias parecen extrañas, peor fue la vez que, frente a todos los
presentes en el mercadito, se comió un sapo vivo. Una imagen que muchos
aseguran no pudieron borrar de su memoria hasta hoy. El Chalán fue, sin duda,
uno de esos personajes que convertían lo cotidiano en algo tan bizarro como
inolvidable.
Otro de
los personajes entrañables fue “El Ra-ra”, un loquito del que poco se sabe,
pero cuya historia todavía provoca sonrisas. Se decía que El Ra-ra recorría las
calles de la ciudad manejando su automóvil último modelo… aunque solo existía
en su imaginación. Los agentes de tránsito lo veían marcar los altos con toda
seriedad y hasta señalizar las vueltas como un conductor ejemplar.
Lejos
de burlarse, muchos culichis se sumaban a su juego: lo acompañaban a dar la
vuelta, bien agarrados de su cintura, como si de verdad viajaran en aquel carro
invisible que El Ra-ra conducía con tanta elegancia. Fue, sin proponérselo, un
chofer de fantasía que regaló a la ciudad un recuerdo tan absurdo como
entrañable.
Pancha
la Bola fue un personaje inolvidable del centro de la ciudad. Su enorme figura
se imponía tanto como el olor que la acompañaba, insoportable en los días de
calor. Le gustaba meterse a las tiendas y oficinas con aire acondicionado,
apropiándose de un rincón fresco como si fuera suyo. Echarla de ahí era todo un
espectáculo: si la policía llegaba, la escena se transformaba en un ring
improvisado, con golpes y una retahíla interminable de maldiciones contra los
pobres agentes.
Su
final fue tan inesperado como trágico. Murió en el río Tamazula, en la famosa
Peña Gorda. Dicen que se dejó arrullar por el frescor del agua, se quedó
dormida… y nunca despertó.
Por
último, pero no menos importantes, tenemos la historia de dos personajes que
nunca se conocieron, pero cuyas historias suenan bastante similares: Ñoño y
Tani Tonto.
El Ñoño solía rondar siempre por el cuartel de bomberos, quienes lo adoptaron
como parte de la familia. Lo cuidaban, lo alimentaban, e incluso —entre bromas
pesadas— intentaban “curarlo” con toques eléctricos. Su inseparable amigo era
el comandante Gómez León, a quien Ñoño le hablaba con su cantadito característico:
—“Calos,
Calos, Ñoño quiere coca.”
—“¿Con
qué, Ñoño?” —le preguntaba el comandante.
—“Con
coca, Calos… con coca.”
La
frase se volvió tan repetida que muchos culichis la recuerdan como un eco de
aquel personaje que, pese a sus limitaciones, siempre sacaba una sonrisa.
Por su
parte, “Tani Tonto” era otro clásico del centro. Su territorio eran los puestos
de tacos y las carretas de comida, donde llegaba con hambre descomunal. Pedía
tacos como si pudiera comerse veinte… y efectivamente lo hacía. Pero a la hora
de pagar, siempre tenía la misma respuesta:
—“No… Tani tonto, No tiene dinero para pagar.”
Los
taqueros, que ya conocían el truco, terminaban resignados a regalarle la cena,
porque su ocurrencia se había vuelto parte del folclor nocturno de la ciudad.
Tani no tenía dinero, pero sí un ingenio peculiar que le garantizó nunca
quedarse sin tacos en Culiacán.
Hoy en
día ya no se encuentran personajes tan icónicos como estos, quizá porque ahora
los locos ya no viven en las calles, sino entre nosotros. Desde que abrieron el
hospital psiquiátrico y los centros de reinserción en la ciudad, la pregunta
que resuena en las pláticas es: “¿Y hasta dónde va a llegar la reja?”, porque
tanto loco no cabe en tan poco terreno.
Quizás,
más que locos, eran espejos: recordatorios incómodos de la fragilidad humana,
de la pobreza, de la soledad. Al final, cada loco de Culiacán es también un
pedazo de la ciudad. Y Culiacán, con sus luces y sus sombras, no sería la misma
sin ellos.

Comentarios
Estas estampas que nos muestras presentan un Culiacán que ya no está más que en el imaginario de algunos que conocimos a esos personajes. Qué bien que ahora refrescas la memoria para que otros jóvenes como tú y los profesores universitarios volteen al pasado y conozcan su Culiacán, éste que mañana cumplirá 494 años.
Saludos y Felicitaciones. Mtro. José Manuel Frías Sarmiento
Excelente texto; saludos.
Saludos compañero literario!!!