“Por fin había vuelto a ser él mismo. Había vuelto a ser un árbol que daba abrazos”
EL
ÁRBOL QUE DABA ABRAZOS
Hannia Marielle Vázquez Domínguez
En
el parque más grande de la ciudad, vivía un enorme árbol de Huanacaxtle a la
orilla de un lago de aguas cristalinas. El árbol era llamativo por su tronco
café grisáceo, por sus flores blancas que se asemejan a unos pequeños pompones,
y por sus peculiares hojas verdes que, cuando es de noche, pareciera que se van
a dormir.
Todos
los habitantes de la ciudad conocían al gran Huanacaxtle, las familias lo
visitaban para hacer picnics, los niños lo trepaban, las parejas enamoradas tallaban
sus iniciales en su tronco pactándose amor eterno, algunos incluso comían de
sus frutos, unas vainas color café oscuro que recuerdan a un fósil pero que por
dentro guardan unas semillas de un rico sabor dulce, y otras personas preferían
simplemente admirarlo, inmortalizando su belleza en fotografías.
Pero,
por sobre todas las cosas, el inmenso árbol era famoso por sus increíbles
abrazos. Éstos no eran exclusivos para los humanos, él también abrazaba a pájaros,
ardillas, insectos, entre muchas más especies que necesitaran de su cobijo.
Todo el mundo quería un abrazo de Huanacaxtle porque era cálido, porque te
arrullaba con sus tranquilas ramas, porque te curaba de cualquier tristeza,
simplemente bastaba con pararte bajo su sombra, cerrar los ojos, respirar
profundo y abrazarlo con todas tus fuerzas, sin miedo a exponerte a la
vulnerabilidad, ya que podías estar muy seguro de que Huanacaxtle te repondría
y potenciaría todo tu vigor.
Para
Huanacaxtle la vida en el parque era estupenda, pues, además de todo lo antes
mencionado, tenía cerca a su mejor amigo el lago Altépetl, con quien conversaba
a menudo sobre sus días en el parque.
—¡Mira
cuántos patos hay nadando en ti, Altépetl! —exclamó Huanacaxtle.
—Hermosos,
¿cierto? Pero tú no te quedas atrás con las visitas, ¿cuántos niños treparon
tus ramas hoy?
—Perdí
la cuenta —respondió entre risas.
—Lo
más gracioso fue ver como a esa niña se le atascaba su papalote tantas veces
entre tus hojas —dijo burlonamente Altépetl.
—Pobre
pequeña, no te rías de ella —pero los dos ya se estaban carcajeando. —Hoy fue un día maravilloso.
—Ni
que lo digas.
Era de
noche, los pajaritos ya estaban regresando a sus nidos, los grillos comenzaban
a cantar y las hojas de Huanacaxtle empezaban a cerrarse lentamente, el gran
árbol le deseó buenas noches a su amigo el lago y terminó sucumbiendo al sueño.
La
mañana siguiente transcurrió igual que todas las demás, las ardillas corrían
para conseguir alimento, las madres pájaro emprendían su vuelo en busca del
desayuno para sus crías y las tortugas escalaban piedras para calentar sus
caparazones con los nacientes rayos del sol. Sin embargo, Huanacaxtle se sentía
extraño, diferente. Algunas de sus hojas comenzaron a ponerse amarillas, otras
muchas se cayeron, ¡en plena primavera!
—¡Altépetl!
¡Altépetl! Algo muy raro me está ocurriendo —exclamó el gran árbol con
desespero.
—¿Qué
pasa? ¿qué sucede?
—¡Mis
hojas se están cayendo!
—¿Qué?
¿cómo es eso posible?
—¡No
lo sé! Esta mañana desperté así, y no es sólo eso, mi tronco tiene muchas
grietas, grietas que no estaban antes.
—Tal
vez necesitas algo de agua —Altépetl hizo una inmensa ola para poder salpicar a
su amigo. —¿Te sientes mejor ahora?
—Un
poco, pero no lo suficiente…
—Piensa
Huanacaxtle, ¿qué pasó ayer? ¿alguien te habrá hecho daño?
El
inminente árbol recapituló el día anterior, recordaba a los niños que jugaron
en sus ramas, a la niña que se le atascó su papalote, al otro niño que a
pedradas bajó su balón de futbol de una de las ramas más altas de Huanacaxtle,
a la joven que, antes de sentarse en una de sus raíces a leer un libro, lo
abrazó cálidamente, pero también se acordó de la familia que hizo un picnic
debajo de su sombra.
—Hubo
una familia que hizo un picnic ayer —dijo con cautela.
—¿Ajá?
Muchas familias han hecho picnics en tus raíces.
—Sí,
sí, pero esta vez hubo algo distinto. Recuerdo a uno de los adultos vaciar el
líquido de una botella, pero el líquido no se sintió como se siente el agua,
sino más burbujeante. ¿Altépetl, no ves la botella por ahí?
El
lago hizo crecer otra ola, cubriendo nuevamente a su amigo. Cuando el agua
regresó al lago pudieron observar el envase con el que fue regado Huanacaxtle.
—¡Es
una botella de refresco! —exclamó Altépetl.
—Pero
si el azúcar es muy dañino para nosotras las plantas, ¿por qué alguien vaciaría
refresco en mí?
De
pronto vieron por los cielos un papalote hecho de periódico que volaba
peligrosamente cerca de la copa del gran árbol.
—¡Cuidado
niña! —le advirtió Huanacaxtle, claro, sin esperar una respuesta de vuelta. Los
humanos nunca le respondían.
—Eso
trato señor árbol, sólo que el viento es más fuerte —explicó la niña con
dificultad.
—¿Puedes
escucharme? —preguntó extrañado el viejo árbol.
—Claro
que sí, y también ayer escuché las risas de su amigo lago cada que mi papalote
se atascaba entre sus ramas.
Los
dos se quedaron en silencio, anonadados por tal revelación, ¡la niña podía
escucharlos! Acto seguido, la niña descendió su papalote y les dijo:
—Mi
nombre es Naomi, ¿cómo se llaman ustedes?
—Yo
soy Huanacaxtle y él es Altépetl. —A modo de saludo, el árbol dejó caer una de
sus flores y el lago acercó a la orilla una pluma blanca de pato. Naomi tomó
los dos regalos y se los colocó en su negro cabello, ella vestía una playera
color café y un short de mezclilla azul, en sus mejillas sonrosadas tenía pecas
que por el sol se le miraban más intensas.
—¡Oh
no! ¿qué hace una botella en el lago? —la pequeña agarró una rama que estaba en
el suelo y con ella jaló la botella para poder alcanzarla. —Las botellas vacías
van en el bote de basura —luego, Naomi depositó la botella en el contenedor más
cercano.
—Pequeña
Naomi, ¿sabes por qué mis hojas se están tornando amarillas o se caen? Ayer no
estaban así.
—Mmm,
déjame ver —Naomi examinó a Huanacaxtle, le dio toda una vuelta completa al
gran árbol. —Ya veo, aquí en tu tronco tienes unos hongos me parece.
—¡¿Hongos?!
—exclamaron al unísono el árbol y el lago.
Les
parecía increíble de creer, ¿cómo era posible que Huanacaxtle tenga hongos?
Naomi además les contó que a su alrededor había mucha basura e incluso
envolturas de frituras metidas entre sus ramas.
—Necesitamos
parar con la contaminación, de lo contrario, esos hongos podrían causarte la
muerte —el ímpetu de las palabras de la pequeña hizo que el enorme árbol se
alarmara.
—Tal
vez podría mojar a todo aquel que tire basura, o podría mandar a los patos a
picotearlos, o les diría a las tortugas que les peguen con sus caparazones, o…
—No
creo que esa sea una buena idea —interrumpió Naomi a Altépetl, y observó que en
el lago se formaron unas ondas con una figura que se asemejaba a una mueca de
disgusto. —Pero lo que sí puedo hacer es concientizar a mis amigos de la
escuela para que cuando vengan al parque sean responsables de depositar la
basura en su lugar, incluso educar a sus familiares.
—Me
parece una gran idea Naomi —celebró Huanacaxtle.
—Pero
como hoy es domingo y tú no vas a la escuela sino hasta mañana, mandaré a mis
patos a que picoteen a los que tiren basura.
El
árbol y la pequeña niña se rieron ante la determinación del lago.
A
la mañana siguiente, Huanacaxtle se sentía aún más débil y triste, sus hojas se
marchitaban a una velocidad que jamás había experimentado, además, sentía cómo
la corteza de su tronco se agrietaba cada vez más. Solo le quedaba confiar en
Naomi.
Por
la tarde aparecieron ante el gran árbol un grupo de niños junto con la pequeña
Naomi, Huanacaxtle sintió un ápice de esperanza.
—¿De
verdad escuchas hablar a ese árbol? —inquirió un niño de cabellos rizados de color
avellana.
—Ya
les dije que sí, y puedo demostrarlo —Naomi se paró frente a su amigo árbol y
con toda seguridad en su voz dijo: —Querido Huanacaxtle, para demostrarle a mis
amigos que no miento, ¿podrías dejar caer cinco de tus frutos, uno para cada
uno de ellos?
Huanacaxtle
no lo dudó, necesitaba su ayuda, así que rápidamente dejó caer cinco pitchs.
Los niños quedaron boquiabiertos con la exactitud de la respuesta.
—Ven,
se los dije —expresó Naomi con una sonrisa en los labios.
La
pequeña pelinegra, con toda la credulidad de su lado, les explicó a sus amigos
con lujo de detalle lo que ocurría con el viejo árbol. Asimismo, les enseñó la
parte enferma del tronco.
—Mi
papá es botánico, él nos puede ayudar —dijo una niña menudita con gafas y el
cabello pelirrojo.
—Sí,
eso va a ser de mucha ayuda Sam, dile que venga mañana por favor. Pero en tanto
eso pasa, se me ocurrió que podríamos hacer carteles en contra de la
contaminación y avisando que la vida de nuestro majestuoso árbol Huanacaxtle está
peligrando —acto seguido, Naomi les entregó cartulinas y plumones a sus amigos
para ponerse manos a la obra.
Mientras
elaboraban los carteles, los transeúntes del parque se les quedaban viendo,
unos con curiosidad y otros con extrañeza y sin ningún interés, así como muchos
otros se acercaban a preguntar por qué estaban haciendo esos carteles, que con
mucho entusiasmo los niños respondían sus preguntas.
Después
de una hora de trabajo, empezaron a colocar los carteles cerca de Huanacaxtle y
en otros puntos del parque, luego, Naomi y sus amigos comenzaron a barrer las
hojas secas y a regar al gran árbol. Contemplaron también que sí había personas
que leían atentamente los carteles, incluso se acercaban a darle un abrazo a
Huanacaxtle, acción que apreciaba de sobremanera.
Temprano
por la mañana del día siguiente, Altépetl tuvo que despertar rápidamente a su
amigo árbol salpicándolo con agua, pues un grupo de adultos y niños caminaban
directo a ellos, en los brazos cargaban con herramientas de jardinería.
—¿Éste
es el árbol, hija? —cuestionó un hombre delgado con el cabello rojo y gafas.
—Sí
papá, dime por favor que puedes salvarlo.
—Déjame
examinarlo
El
señor pelirrojo, junto con otros adultos, inspeccionaron a Huanacaxtle.
Posteriormente podaron sus hojas, removieron la parte infectada y aplicaron fungicidas
por el suelo.
—Por
ahora es todo lo que podemos hacer, pero tenemos que seguir viniendo a cuidarlo
y protegerlo de la contaminación —explicó el papá de Sam.
—Muchas
gracias señor Miguel, hoy mi clase consistirá en proteger este majestuoso árbol
que tantos recuerdos me trae —dijo la maestra de Naomi. —Muy bien niños,
hagamos más carteles para el cuidado del medio ambiente.
Pasado
un mes, la contaminación en el parque se fue reduciendo —aunque seguían apareciendo
víctimas de mordidas de pato—, Huanacaxtle había recuperado su vigor, se
encontraba más verde que nunca, y, por consiguiente, más gente se acercaba a
abrazarlo. Por fin había vuelto a ser él mismo. Había vuelto a ser un árbol que
daba abrazos.

Comentarios
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Te felicito