“El grupo de pares se convierte en el juez más cruel, más severo que cualquier maestro”



 



CICATRICES QUE NO APARECEN EN LOS CUADERNOS

 

Alejandro Manuel Hernández Cruz

 

Hay verdades que duelen cuando se miran de frente. Una de ellas es la forma en que la escuela, en lugar de ser siempre refugio, a veces se convierte en un escenario donde los sueños se quiebran. Allí, entre pupitres y pizarras, los niños y jóvenes no solo aprenden matemáticas o historia: también descubren la injusticia del mundo, el peso de las etiquetas sociales, el silencio del miedo y la fragilidad de la esperanza. Donde debería florecer la alegría del conocimiento, germinan muchas veces la desigualdad, la frustración y la herida invisible de sentirse menos.

El clima del aula es uno de los espejos más crueles. Un salón gobernado por el autoritarismo, con humillaciones públicas, gritos y castigos, no es una escuela: es un laboratorio de miedos. En esos ambientes los niños no se atreven a levantar la mano, no porque no sepan, sino porque temen equivocarse. Aprenden a obedecer en silencio, a disfrazar la rabia, a aparentar sumisión. Y cada humillación deja cicatrices invisibles que los seguirán mucho más allá de la escuela. En el extremo contrario, un aula sin guía ni dirección no es un espacio de libertad: es un abandono disfrazado, donde reina el desorden, la frustración y la hostilidad. En ambos extremos lo que muere es la confianza, y con ella la posibilidad de que el aprendizaje tenga sentido.

La interacción con los demás debería ser el tesoro más grande de la escuela, pero se transforma en un arma de doble filo. El trabajo en grupo, en teoría, multiplica perspectivas, genera ideas, forma ciudadanía. En la práctica, demasiadas veces es desigual: siempre hay quienes cargan con el peso de todos, siempre hay quienes callan porque su voz no cuenta, siempre hay quienes se quedan rezagados sin que nadie los mire. Aunque existen destellos de solidaridad, como el compañero que explica con paciencia, esos destellos son frágiles y no alcanzan para encender la luz en todos. El resultado es que demasiados estudiantes terminan convencidos de que solos son insuficientes, y acompañados, invisibles. La competencia es otro de los fantasmas que ronda las aulas. Se celebra, se impulsa, se normaliza como motor del esfuerzo. Y, en efecto, algunos se motivan. Pero al mismo tiempo otros se hunden.

La competencia escolar enseña a los jóvenes a medir su valor en números, en calificaciones, en diplomas. El que gana sonríe, pero muchas veces su sonrisa es hueca porque no aprendió con gozo, sino con miedo a perder. El que pierde, en cambio, carga con la marca invisible del fracaso, aunque en realidad lo único que le faltó fue un entorno que creyera en él. Así, la escuela enseña sin querer que la vida es un podio: unos pocos arriba, la mayoría abajo, y todos compitiendo por un lugar que nunca alcanza para todos.

La adolescencia acentúa esas heridas. El grupo de pares se convierte en el juez más cruel, más severo que cualquier maestro. Allí se dictan sentencias sobre quién pertenece y quién queda fuera. Y los jóvenes, con tal de no ser marginados, renuncian a su esencia. Ocultan lo que piensan, disfrazan lo que sienten, adoptan actitudes que no les pertenecen. El miedo al ridículo se convierte en un verdugo que persigue cada gesto, cada palabra. Así, la escuela no forma individuos críticos, sino espejos de un colectivo que decide cómo vestirse, cómo hablar, cómo vivir. La individualidad se sacrifica en el altar de la conformidad.

Las normas de los adultos y las normas de los adolescentes se enfrentan como mundos irreconciliables. Los jóvenes piden independencia, ser escuchados, piden reconocimiento. Lo que reciben muchas veces es control, órdenes, etiquetas. Entonces llega la alienación: ese rechazo silencioso hacia todo lo que represente autoridad. Y lo más trágico es que esa desconfianza ocurre justo en la etapa en la que más necesitan adultos que los guíen, que los inspiren, que los sostengan. La distancia entre generaciones se ensancha y deja un vacío que muchos terminan llenando con referentes equivocados.

La desigualdad de género deja marcas desde los primeros años. A las niñas se les premia la obediencia, la docilidad, la responsabilidad; a los niños, la iniciativa, la competencia, la osadía. Así se perpetúa la idea de que ellas deben adaptarse y ellos deben liderar. Esa visión rompe talentos. ¿Cuántas niñas brillantes no se atreven a participar en matemáticas por miedo a ser cuestionadas? ¿Cuántos niños sensibles callan sus emociones por temor a ser ridiculizados? La escuela que debería romper cadenas muchas veces las refuerza.

La clase social se vuelve una condena. Los valores de la clase media encajan con lo que la escuela espera: autocontrol, esfuerzo diferido, logros a largo plazo. Pero los niños de sectores populares viven en otra lógica: la de la urgencia, la de la necesidad inmediata. La escuela, en lugar de comprenderlo, los juzga, los canaliza a trayectorias “prácticas”, los etiqueta como menos capaces. Y lo más doloroso es la baja expectativa de muchos docentes, que sin querer siembran en esos estudiantes la idea de que nunca llegarán lejos. Esa expectativa baja es como una sentencia anticipada: los estudiantes terminan creyendo que no vale la pena esforzarse, porque su destino ya fue escrito por otros.

La raza y la etnicidad añaden otra capa de dolor. Los estudiantes racializados viven prejuicios diarios: burlas, miradas, exclusiones. Se les trata como problemas, no como personas. Sus lenguas, sus costumbres, sus identidades son vistas como obstáculos en lugar de riquezas. Y aunque existen programas de inclusión, la realidad en demasiados salones es que esos estudiantes se sienten menos, invisibles, ajenos. El daño a la autoestima y a la identidad es profundo, y muchas veces irreversible.

Dentro de esta herida, la raza negra carga con una historia aún más cruel: siglos de esclavitud, silencios impuestos y estigmas que persisten hasta hoy. En demasiados espacios escolares, los niños y jóvenes negros son vistos con desconfianza, como si su inteligencia fuera una excepción y no una certeza. Cuando destacan, se enfrentan al asombro hipócrita; cuando alzan la voz, son señalados como rebeldes; cuando callan, se les toma por indiferentes. Sus rostros casi nunca aparecen en los libros de texto, sus historias rara vez son contadas, y sus logros suelen ser minimizados. Así, la escuela repite la marginación que debería desmantelar, recordándoles con cada gesto que, incluso dentro del aula, la piel oscura sigue siendo tratada como un límite.

Pero nada es tan desgarrador como la realidad de los niños culturalmente marginados. Ellos llegan con hambre de pan, pero también con hambre de esperanza, de dignidad, de reconocimiento. Y lo que encuentran es indiferencia. Se les juzga por indisciplina cuando en realidad luchan contra carencias que los adultos ni imaginan. Se les exige esfuerzo cuando nunca han tenido ni un instante de seguridad. Se les castiga cuando lo único que necesitan es ser escuchados. Cada niño marginado que abandona la escuela es una vida rota, un sueño que muere antes de nacer, un talento que jamás se descubrirá. Y lo más cruel es que no fracasan por falta de inteligencia, sino porque nadie les mostró que eran capaces, porque nadie creyó en ellos.

Todo esto conduce a una verdad aterradora: el profesor tiene en sus manos un poder enorme. Con una palabra puede construir o destruir. Con un gesto puede inspirar o apagar. Una humillación pública puede convertirse en una herida que nunca cicatriza. Una expectativa baja puede convertirse en un límite para toda la vida. Una indiferencia puede confirmar que el alumno no vale nada. Lo trágico es que muchas veces los docentes no son conscientes de esa responsabilidad. Y mientras tanto, vidas enteras se pierden en el silencio. Detrás de cada estadística de abandono hay una historia personal.

Detrás de cada fracaso escolar hay un niño que alguna vez soñó con ser algo distinto. Detrás de cada rostro que se apaga hay un sistema que nunca supo verlo. Y lo más doloroso es reconocer que cada uno de esos destinos pudo haber sido distinto si alguien hubiera tenido la valentía de creer. La escuela debería liberar, pero muchas veces aprisiona. Debería inspirar, pero aplasta. Debería ser el gran motor de igualdad, pero perpetúa desigualdades. Y la pregunta que queda resonando es un eco desgarrador: ¿cuántas vidas más deberán romperse dentro de un aula antes de que se comprenda que educar no es domesticar, sino liberar?

 

Comentarios

María Porcella dijo…
Alejandro, este es un escrito bastante bien hecho. Felicidades. Leo con cierto escepticismo los matices de las problemáticas escolares que enuncias, aunque sé que está lleno de verdades. Sin embargo, no siento a los jóvenes actuales, ni siquiera a los niños, tan inocentes o ingenuos como solíamos ser décadas atrás. Dónde el maestro y los altos sí tenían toda la autoridad sobre nosotros. En este sistema judicial y penal los que estamos cada vez más desfavorecidos somos los maestros.
Alejandro, tu texto esta muy bien estructurado. En éste describes bastantes situaciones relacionadas con los factores sociales y de grupo que inciden el aprendizaje de niños y jóvenes. Observo con agrado que en tu escrito relacionaste la gran mayoría de subtemas de la lectura analizada en la clase. Saludos afectuosos.
Marité Ibarra dijo…
Alejandro, aun recuerdo el escrito de tu abuelo Querubín y ahora te leo en otro contexto muy bien por cierto.
Lo que mencionas en tu reflexión son tristes realidades en muchas escuelas y el daño que se causa es irremediable. De hecho muchos jóvenes se cambian de escuelas por estas causas.
Que bueno verte de nuevo por este Blog, te mando un gran saludo!!
Alejandro, tu texto refleja la realidad que se vive en muchas aulas, con tristeza muchas voces son silenciadas por el acoso, la violencia, etc., que no siempre es por parte del maestro, la mayoría de las veces, es por sus mismos compañeros, estamos suspendidos en una finísima línea entre el ser y el deber ser, legislaciones no tan claras en esos casos escolares, las autoridades escolares saturando a los docentes con todas las obligaciones, aunque muchas no les competen. Evidentemente los alumnos son los más perjudicados en cuanto a educación y formación a causa de tantas cuestiones vividas en las aulas.
Excelente texto
GILBERTO MORENO dijo…
Muy buen texto Alejandro, los temas que describes en tu escrito están bien relacionados, aunque no concuerdo fielmente con algunos puntos que tratas, sobre todo en las actitudes de humillación pública como factor de destrucción del interés y motivación del alumno, la intención del docente rara vez va en ese sentido, y aunque se dan ciertos casos de discriminación, tema que siempre ha permeado las escuelas, el alumnado mismo, los niños y jóvenes de ahora tienen actualmente un enfoque distinto sobre le derecho y a obligación de estudiar. Te felicito por tu texto. muy bien escrito. Saludos, tu amigo Gilberto Moreno.
Anónimo dijo…
Muchas gracias maestro Alfredo, efectivamente recupere y relacione de manera correcta, clara y precisa, los subtemas visto en clase, con una visión más cercana al aula
Claro que sí, fue un texto muy lindo y bonito que le escribi a mi abuelito sobre todo lo que era en personas, poco a poco volveremos a reincorporarnos al blogs.

Saludos!!

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