“Desde ese día, todos los días me miro al espejo y me pregunto: ¿por qué soy así?”
MI REFLEJO
Andrea Berrelleza Altamirano
Ya no recuerdo exactamente en qué momento inició, sólo un día pasé
frente a un espejo de los tantos que hay por la casa y me vi; observé en el
reflejo algo muy distinto a lo que estaba acostumbrado a ver en Marcela; es
cierto que los dos teníamos dos ojos, una nariz y una boca con dientes y un par
de oídos a los costados, pero la diferencia entre ella y yo era abismal. Desde
ese día, todos los días me miro al espejo y me pregunto: ¿por qué soy así?
Tampoco recuerdo bien el día en el que llegué a los brazos de Marcela, sólo el momento en el que vi su cara y, por aquel entonces, no sabía explicarme, pero hoy puedo entender que su gesto y su mirada me daban una bienvenida acogedora a su vida; me llenó de seguridad y desde entonces supe que nada me faltaría. Y así ha sido, nada me ha faltado: tengo una cama calentita, tengo comida en mi plato, me comparte su amor, me siento amado, me siento importante... hasta hace algún tiempo.
Marcela tiene un librero en la sala, está lleno de libros, no queda ningún espacio vacío y tiene más libros guardados en los cajones de sus burós a los lados de su cama y otros más en los cajones del escritorio donde trabaja por las noches hasta tarde y unos pocos más en unos cajones de las alacenas de su cocina. Le fascina leer. Y desde siempre, lee en voz alta para mí.
Era mi parte favorita del día: por la noche, después de haber cenado y ella haberse dado su baño nocturno, iba en busca del libro que estuviese leyendo en ese momento y lo abría justo donde se había quedado la noche anterior, se recostaba en su cama o en el sofá de la sala y me invitaba a recostarme por un lado de ella, dándole unas palmadas al espacio que, hasta antes de que yo llegara a acurrucarme, estaba vacío. Entonces, empezaba a leer en voz alta y eso era para mí una felicidad indescriptible, simplemente era perderme en su voz hasta quedarme dormido.
También me leía lo que ella escribía. Eran frecuentes las noches en las que trasnochaba escribiendo ensayos y los leía para mí, me preguntaba qué podía cambiarle, pero nunca pude darle una sugerencia y ella terminaba escribiendo sola.
Marcela siempre platicaba conmigo sobre distintas cosas: lo habitual era que hablara sobre su día en su trabajo, o hablaba de su madre, de Gerardo, de Cintia o de Alba. A todos los conocía, todos visitan a Marcela con frecuencia y, como ella, todos hablan conmigo, aunque yo no pudiera responderles como quizá ellos esperarían. También disfrutaba mucho la compañía de ellos. A veces, Marcela me decía que saldría de viaje y eso significaba que Alba o su madre irían a llenar mi plato de comida y compartirían tiempo conmigo... Eran días horribles. Muchas veces creí que mi amada Marcela no regresaría, pero siempre aparecía un día repentinamente, entonces, la luz y la felicidad a mi vida regresaban.
Muchas veces se reúnen personas aquí; a algunos los conozco y a otros no. Cenan, bailan, beben, juegan y luego platican sobre muchas cosas, así que me quedo cerca, recostado, escuchando todos aquellos diversos temas de los que hablan, algunos poco importantes para mí y otros que pronto ganan mi interés.
Pero hoy ya no le temo a eso, hoy ha aparecido un miedo mayor. Me siento en una encrucijada, es algo que todavía no puedo terminar de asimilar, aunque lo entiendo, de cierta manera: si somos iguales, ¿por qué somos tan distintos Marcela y yo? No puedo evitar cuestionarme diariamente por qué soy esto.
De pronto, un día entendí que vivimos una vida y que la vida tiene un fin, que estamos en un planeta y que en él sobrevivimos porque respiramos oxígeno, que hay más seres como yo y como Marcela cerca y lejos nuestro y que todos pasan por situaciones similares a las nuestras. No estamos solos, no somos los únicos y todo es extraño porque somos tan iguales y tan diferentes... es que no me alcanza para explicarme ni siquiera a mí mismo.
Entonces, ese maldito día me vi al espejo y empecé a cuestionarme. ¿Qué estoy haciendo aquí y por qué? Eso me aterra, no tener respuesta, no poder preguntar y no poder explicarme. Marcela es importante, pero no me saca de dudas, ella sigue haciendo lo que siempre hace y yo me vuelvo loco pensando y pensando.
¿En qué momento empecé a pensar? No me gusta pensar, pero no puedo dejar de hacerlo. Pensar absorbe mi día completo, pienso en las mañanas cuando Marcela se va, pienso cuando ella está de regreso, pienso mientras como del plato que ella llena y pienso mientras me lee... pero, por más que pienso, no llego a nada. Entonces, me abruma la incertidumbre de la nada. ¿Qué es la nada y dónde está? Y regreso a la misma pregunta, siempre: ¿por qué soy así?
Marcela está preocupada por mí, le ha dicho a su madre que no soy el mismo, que me veo mucho al espejo y que no entiende por qué, pero que sospecha que yo estoy pensando... ojalá pudiera aclarárselo. Dice que me ve triste, como deprimido. Está en lo cierto, me siento deprimido, pero no quisiera tomar antidepresivos. Mientras, me lee más, platica conmigo, salimos de paseo, pero lejos de distraerme, eso sólo me incita a seguir pensando.
Quisiera acordarme cómo llegué a este punto, pero ya mi memoria está plagada de pensamientos, que me es imposible; sólo puedo asegurar que tengo deseos de escribir y de hablar, pero mi anatomía no me lo permite. Me perturba pensar que sólo me queda seguir pensando y seguir preguntándome: ¿es un infortunio o una bendición esto que soy? Observo mi reflejo en ese espejo y me siento consciente de mi propia existencia y me pregunto: ¿por qué soy un perro?
Comentarios
Saludos Andrea, me gustó mucho tu relato. Tu amigo Gilberto Moreno.