“Qué pasaría si una Maruchán con camarones rancios viajara a 299,792,458 metros por segundo en el vacío con la tapa abierta”



 



“EL PUNTO DE ORIGEN”

 

POR: J. ROBERTO CHÁVEZ

 

Todo en la huesera está frío y todavía se antoja machín, a pesar de que la zopenca navidad ya no merodea en la colonia y ni las cosas pendejas de Kareokes andan por ahí destruyéndolo todo como buitres majaderos sin estudios, tal cual parecieran unos engreídos villancicos gatilleros pobres diablos, inútiles monosílabos trepidantes tan enfadosos, detestables, así era como el roñoso impertinente de Zylber Sánchez-Plata se murmuraba rico gandalla hasta el hondo del hipotálamo, ensimismándose más y más en su silla de madera ficticia y coja y con sus greñas eléctricas cruzadas, mientras por una apretada ventana contemplaba a baba caída al primer cuarto creciente lunar de marzo con todo y su chompa oscura de larvas súper muertas, cuales fluidos corporales brillaban a la par sobre sus muslos fritos, desesperándose. Como si esperara ansioso locochón por un último pendiente en su agenda. Lo único que deseaba en esa fracción de relatividad era que sonara finalmente su celular antes de que se mordiera la lengua de nuevo y se le llenara de sangre molida la boca, precisamente un poco atrás de esa curvatura del campo gravitatorio sugerido. Algo riguroso esperaba de seguro este condenado querendón del chamanismo indígena, tremendo besucón de los lamas tibetanos y detestado imitador de la cábala judía. Una cita a ciegas de las que te revientan el alma a puro cintarazo gacho y te encienden el ombligo infinito. Quizá un romance carnívoro sobrepuesto en una singularidad espacio-temporal, de esos bien colocados atrozmente que congelan toda la androstenona posible al simple chasquido de dos ritmos disparejos pero eficaces. A lo mejor lo único que quería este entrometido y pedante chico listo era simplemente que se lo comiera el cosmos para evitar así el rechazo directo de ella con su piel. Sin embargo, esa mórbida teoría de los dos juntitos mojaditos aún no sabía si funcionaría, pero estaba tan cerquitas de comprobarlo que lo hacía fanfarronear a grandes rasgos, igualito que a una tonina desorientada como cuando está a punto de parir sobre un cielo bastardo.

Casi eran las ocho y diez. Los primeros cachos del dióxido de azufre empezaban a caer sin una estrategia fija encima de las aceras vecinas. Cuando de pronto, así de tres chingadazos a la brava bien enfierrados, la fatalidad empírica de la tarde noche empezaba a pedirle a Zylber montañas de pus y caramelos gigantes, lágrimas de semen poeta y lecciones eclípticas abiertas de cajeta. En otras palabras no tan extrañas, la exosfera estaba haciendo lo suyo ya y lo único que faltaba era que aquella astrofísica encantadora y cruel vocalista de Trash Metal de piernas de acero, y sabía de buena fuente que eran de acero duro porque ella misma le contó que en una tranquila velada de carretera un camión infernal se las arrancó con coraje y sin chiste mientras intentaba cruzar un largo mal camino, cumpliera el sencillo acuerdo al que habían llegado una semana anterior y no se le frunciera a penúltima instancia sobre el sillón. Que llegara a los minutos estipulados, sin cobardía, consciente o en tremendo trance. Daba lo mismo. Sólo necesitaba que llegara. Que no lo dejara solo como a un perro iracundo in crescendo, retorciéndose en decepción. La zona exacta del encuentro de sus experiencias estaba a la vuelta de la esquina, así se lo confiaban en repetidas intersecciones sus vísceras lattice, esas retinas doble izquierda tremorosas en erección.

Y después de tanto regañarse y autodeformarse el rostro, Sánchez-Plata había puesto por fin un pie afuera de su taller neo experimental de luces neón para introducirse al mero farandulero contacto visual con ese mujerón de 1.94 metros en los entronques de un nostálgico cinema todo terreno y disfrutar sin convulsiones de un sistemático metraje al estar sentados como caracoles programados en la oscuridad inmensa de la Sala 78, aquella que siempre está más allá de los baños, donde la frecuencia del sonido se pierde entre patrañas y las palomitas pasadas flotan asquerosas unas sobre otras. Estaba todo listo, cada afiche acomodado. Al parecer. Pero un suceso sin remedio se interpuso entre la banqueta y sus pasos, del tipo de esos que se dan una vez cada 47 mil años, y tuvo que dar la vuelta en caliente y devolverse y entregarse de nueva cuenta al ajetreo epistemológico objetivo; es que le habían reportado desde las instalaciones de pruebas fase IV-JG012 que uno de sus objetos de estudio, el “Pánico 48”, ese trucha minino alemán de ojos cretácicos azafrán aprendiz primario activo del léxico universal módulo 2, había sufrido una voluptuosa crisis respiratoria prolongada. Y ni hablar, Zylber, la única solución es que te le prendas al pequeño felino y le des respiración de boca a hocico sin parar por al menos unas 20 horas, esa fue la instrucción dada por el Supervisor del Área 05, qué ir al cinito con tu apasionada ni que la chingada. Primero lo primero, le decían todos, atender a la ciencia.

21 horas pasaron entonces. Zylber salvó al michi. De un jalón se limpió los labios mortadela amoratados. Y mientras se volvía a quitar la bata para regresar al camino y estamparse otra vez con su destino, sin querer sus iris se pusieron blancos terremoto, y volvió a repensar, exigente, presuntuoso, saltando repetidamente fuera de sí, así como cuando se hacía verde aguacate en los pañales, en cómo le podría hacer para concentrar su cúmulo de energía estrafalaria en un solo apartado de su cerebro y llegar a encariñarse a distancia con ella si es que realmente no apareciese en la función planeada, cómo diantres poder conectarse con la protagonista metalera de sus utopías, con su próximo encontrón, en eso y en qué pasaría si una Maruchán con camarones rancios viajara a 299,792,458 metros por segundo en el vacío con la tapa abierta. Suena como una pinche locura de los antiguos espíritus del mal, lo sé, imposible que se diera, se reía despacito y con suave maldad el susodicho al momento en que su temperatura se equilibraba y su vista se tornaba miel y los reflejos testarudos le regresaban. Ponte serio, matador, endereza la tráquea y deja las cosas importantes para otro día, se decía cínico mientras retomaba a la vez el trote hacia el cine, sangrando las encías por la emoción, reteniendo con júbilo su intestino grueso ante la inevitable pasión dividida que estaba por llegar. Según él y sus estrategias cartográficas del universo comprobable.

Aun así, después de un chingo de cuadras de traqueteo visceral y de transeúntes sin sentido, después de un excéntrico extendido rato callejero, lo temible pasó.

‘El Malayona Zylber’, así era como se leía en su plaquita de escritorio tan cercana a los frascos de formol, reacomodó su trasero espinado en el asiento pando descarapelado. De la manera más tranquila posible, pues ya no había nada que perder; luego de unos momentos de manosearse con su propio aliento, despuntó los hombros, se tronó a capela los dedos de las manos, engrosó esas lágrimas jabalí derrapadas en sus mejillas y se las tragó, sin culpar a nadie. A lo que sigue, maldita sea, que aquí no ha pasado absolutamente nada. Que yo sepa, nadie se ha muerto por una falsa intuición de agrupamiento corporal. Y no seré el primero, jamás.

Y es que no había nadie en la Sala más que su jodida y áspera aura abandonada. Sus asquerosos chakras solitarios se la aplicaron otra vez. Y fue ahí, mientras que el cinematógrafo giraba a lo frenético cabrío sin detenerse, escupiendo dimensiones, liberando bilocaciones, fragmentando cada maldita partícula bichicori intransferible interpuesta en el lugar, que así agüitado testarudo se levantó en friega sin avisar y corrió de frente hacia la pantalla blanca, con los párpados caídos con los puños bien cerrados, aflojando la pelvis astral, adentrándose furioso en el pulcro fondo, desintegrándose fijamente en el punto de origen.

Silencio. Ruido macizo. Silencio total otra vez.

De pronto, como una final instrucción, el estúpido motor del proyector frenó en seco al fin. La cosa volvió a la normalidad. Unos instantes después, sólo se escuchaba el aleteo de un acero duro rempujando la puerta: ¿Zylber, estás aquí? Perdóname, querido, es que me he perdido en el tiempo.

 

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