“No tener repertorio de rutinas de trabajo profesional generó crisis en el tránsito de alumno de educación superior a profesor de escuela primaria”.




   




Profesores principiantes: dilemas y transiciones


 

Héctor Manuel Jacobo García

 

En memoria de Doña Carolina,

Don Octavio y Doña María.

Esta narrativa prueba, además,

que cuando alguien se va

nunca lo hace del todo,

queda atado a nuestras almas

y a todo lo que hemos podido ser.

 

Lunes 6 de septiembre de 1976. Guamúchil, Sinaloa. Las once de la mañana. Esquina con Juárez y Morelos. Sobre mis hombros: 18 años de edad, un título de profesor normalista y dos maletas austeras. En una de éstas, mi ropa y demás efectos personales; en la otra, unas cuantas latas de chiles, salsa casera, sardinas y jugos: allí mismo, una linterna, una lámpara de aceite, algo de material didáctico que apenas unos meses antes, como aprendiz de maestro, había hecho en el taller de la Escuela Normal de Sinaloa; en mis manos, una cama de campaña con una escoba y un trapeador dentro, insertos entre sus pliegues.

Dentro de mí una especie de inquietud que no sé cómo llamarle: perturbación, incertidumbre o inseguridad. Cada que daba un paso sentía la desolación y el destierro más cerca y que un inmanejable híbrido emocional y cognitivo se apropiaba de mi mente, que peleaba contra mi futuro y contra todo lo que yo había trazado ser.

Alrededor, en cambio, la vida política, social y económica de la época en flujo. A lo lejos, bardas con textos en campaña como la solución somos todos, educación para todos, y un etcétera de mentiras populistas y demagogia irrenunciable como señales o mejor dicho, como mojones de un régimen decadente, inconsciente del año 2000 como límite de su tiempo.

Cerca de donde estaba, un paisaje humano con colores y olores diversos. Hombres de sombrero de palma con olor a nuevo y pies calzados con huaraches de tres piquetes. Mujeres ataviadas con rebozo y vestido largo bajo la rodilla, en contraste con las minifaldas de las normalistas. Aquéllas eran mujeres con emociones definidas en su rostro y de habla a veces encantada, a veces apesadumbrada. Éstas, las normalistas, emocionalmente complejas, inasibles, mucho más impredecibles.

Dinamismo externo, movimiento, acciones incomprendidas, reveladoras de lo complejo y alevosas ante mi ingenuidad e impericia mental incapaz de construir sentido a sus insinuaciones. Realidad heterogénea. Mezcla de bolsas de ixtle o nylon que van y vienen satisfechas de sí y orgullosas de las manos campesinas que las portan como signos reveladores de la discreta marcha de una transición inadvertida.

Varias tranvías de la sierra, estacionadas en fila frente a la tienda de abarrotes Obeso, complementan las inacabadas estampas de lo rural que posan frente a mí. Yacen sobre ellas unas cuantas pacas de pastura sobrepuestas una sobre otra, hielo envuelto entre aserrín y costales que aletargan su calentamiento, costales de papel con harina de maíz y de trigo, cajas y más cajas de cartón repletas de provisiones destinadas a la gente de pa’ arriba.

Me acerco a las tranvías. Verifico si alguna tiene el nombre de la que esperaba... al empezar a recorrer la fila de un extremo a otro, encuentro en primer lugar a La nave del espacio... No, ésta no es, -me dije. Seguí caminando y leyendo a la vez... pasa frente a mis ojos...El Apolo VIII -ésta tampoco, me dije otra vez-, “La Tongolele” –sólo moví la cabeza para decir que no. A la mitad de la fila que recorría, paré la marcha y seguí leyendo desde lejos el nombre de las tranvías que me faltaban, vi el de una y otra más -y tampoco apareció el de la que buscaba -La Alejandrina-; sí, ésa, la tranvía de Andrecito Báez, la que cubre la ruta desde Guasave, Sinaloa, al pueblo de Calabazas -San José de Las Delicias- del municipio de Sinaloa.

¿No la veía o no quería verla?, -me pregunto ahora- Era claro, no quería verla, y por lo tanto creí que no estaría en parte alguna; es más, veía con agrado que ello pudiera ocurrir. Por eso, de repente, alentado por la circunstancia y sin ánimo para ir a lo desconocido, un sentimiento contradictorio empezó a gestarse dentro de mí...sentí un enorme deseo que, ese día, la tranvía no viajara, que hubiera tenido un desperfecto mecánico o que los arroyos estuvieran crecidos de manera que se hubieran dañado los caminos. Quería encontrar razones sobradas para suspender el viaje, y ésas parecían serlo.

De momento fabulé. Creí que arrebataba un día a la semana y que lo aprovechaba para seguir entre mi gente. Sentí alivio. Ese sólo hecho me descargaba de tensiones en cadena que el viaje traía consigo. No saber a dónde iba a llegar, dónde pasaría la primera noche, dónde tomaría mis alimentos, cómo era la comunidad a la que llegaría, etcétera, eran preguntas y argumentos en contra del viaje.

El hecho de que La Alejandrina no estuviera allí, a la vista, había alentado la ilusión de no viajar. Percibí algo raro. Un flujo de ideas y torrentes de sentimientos que iban y venían en direcciones encontradas. Algo que me decía que tenía que seguir buscando la tranvía, se emparejaba con fuerza a mi deseo de no encontrarla.

La nave del espacio partió. Un lugar quedó vacante adelante. Las tranvías se recorrieron, dejando libre el último de la fila. En ese lugar tomó el turno la que me hizo volver a la realidad. ¡Llegó La Alejandrina! ¡Llegó La Alejandrina!, gritaba la gente con ánimo desbordante, ¡apúrense!, ¡agarren sus bolsas y vámolos pa’ ganar lugar!

La gente recogió sus bolsas, cartones y todo cuanto traían en mano y se fue corriendo a subirse. Yo no podía dar crédito a lo que oía y veía. Ellos, los que estaban frente a mí y que también la esperaban, con la emoción encantada al verla llegar como anuncio de la vuelta a su contexto y preludio del bienestar que les genera; yo, en cambio, con emociones inmanejables, había sido víctima de la pesadumbre; mi mente y mi corazón estaban invadidos por la amargura. Era imposible negarla. Todo mi cuerpo olía a eso; despedía pesar por cada uno de mis poros.

Si la gente en este momento se hubiera enterado del impacto que generaban dentro de mí sus gritos de júbilo, seguramente que hubieran sido más discretos al expresarlos. Por supuesto que el problema no eran ellos, sino yo. Me encontraba en un estado de malestar en el que me ofendían las risas, las bromas o cualquier otro signo que emergiera del concierto alegre de los gestos humanos de mi entorno.

Ahora comprendo que, influido por mis confusiones e inciertos, perdí la oportunidad de disfrutar uno de los hitos más importantes registrados en la historia propia: vivir a plenitud la partida para ir al encuentro de lo que sería mi vida profesional. Hice todo lo contrario. Desprecié un ambiente generoso que debí aprovecharlo para empezar a recoger los primeros saberes contextuales que me ayudarían a ser exitoso en mis tareas como educador. Quizá mis ataduras al pasado y a lo que creía ser, me hicieron dudar en ese momento y percibir el ambiente amenazante, hostil y de riesgo.

Y pensar que hace apenas un minuto acariciaba la idea de no viajar, tenía la ilusión de que la tranvía suspendiera el viaje. Sin duda, había sido víctima de mis propias fantasías y ahora, ante ellas, la realidad me demandaba una respuesta diferente. Otra vez estaba ante el dilema que suponía resuelto: viajar o no viajar.

Para disuadirme de la idea de no viajar, reinicié la retahila de cuentos que tantas veces me repitiera. Cada que dudaba, me decía: tengo que irme a donde me manden. Si no lo hago no voy a trabajar y necesito hacerlo. Mi familia necesita ayuda. Mi madre y hermanos tienen esperanza en mí. Tengo que viajar para llegar a la escuela que me asignen. Para eso estudié. No puedo ni debo defraudar. Alguna vez me dije que, si me mandaban a la comunidad más retirada de Sinaloa o a otro estado de la república, por muy lejos que estuviera allá iba a llegar; por alguna parte tenía que llegar, si no, ¿cómo es que llegaron y llegan los que allí viven? Eso lo decía cuando no sabía dónde me iba a tocar trabajar. Ahora, que ya sé a qué comunidad voy y qué tranvía me va a transportar al lugar, con más razón tengo que hacerlo.

Siempre que terminaba esta retahila, me daba una orden, diciendo ¡anda, vete y haz lo que tengas que hacer con tal de que tengas un trabajo, ayudes a tu familia y tengas de qué vivir! Ese día también terminé imperativo conmigo, y me dije:

¡Anda, vete. Allí está la tranvía. Vence tus temores y sube a ella. Es la oportunidad de tu vida, si no la única del futuro, es la que hoy el presente te ofrece para que pongas a salvo lo que vendrá. Se trata cuando menos de un espacio para trabajar en lo que estudiaste y un salario con el que empezarás a ayudar a tu familia. No olvides que ella ocupa mucho de ti!

Al terminar de hablar conmigo mismo, tomé mis dos maletas, la cama de campaña con la escoba y el trapeador que contenía entre sus pliegues. Resignado pero dubitativo aún, me acerqué a La Alejandrina y pregunté a su chofer si me dejaría en El Terrero de los Durán, Sinaloa. Me dijo que no, pero que su ruta era la que me dejaba más cerca de ese pueblo. Que me dejaría en El Crucero. Un lugar en el que, si se sigue de frente, se sube a San José de los Hornos, Santa Rita y Surutato, Badiraguato, a la izquierda se va a Calabazas, Sinaloa y por la derecha se llega al Saucito, a La Higuerita y al Pueblito, Sinaloa. Me insistió y me dijo que me decidiera y que si me iba a ir que me subiera ya, que no podían esperar más, que ya estaban por salir. Apresurado subí mi equipo a la tranvía, tomé asiento y por largo rato no vi ni hablé con nadie. Viajé hundido en mis pensamientos. La decisión se había tomado y el dilema de viajar o no viajar estaba resuelto. No había marcha atrás. Sólo bastó esta decisión para que, de por vida, quedara atrapado en la profesión...

Me sentía en un entorno de cambios. Estaba de viaje. Sabía que tenía que mudar el lugar de residencia. Ya estaba anunciado, pero no lo quería creer. Era evidente, me iba de la ciudad, la capital del estado, al medio rural. No sabía con exactitud a donde pararía, tampoco sabía que ese lugar estuviera tan desenfocado, ni tan marginado. Por el abandono en el que más tarde encontré al pueblo, era difícil creer que el gobierno central de Sinaloa tuviera conciencia de su existencia.

Después de largas horas de viaje, ya oscureciendo, la tranvía llegó al esperado Crucero. Ése era el lugar en el que me quedaría para continuar a pie el camino a mi comunidad. Aunque sólo se lo había dicho a dos de los pasajeros, para entonces todos los demás sabían que yo era profesor, que llevaba órdenes para trabajar en la escuela primaria Niños Héroes, ubicada en El Terrero de los Durán, y que era la primera vez que iba para allá. Al saber esto, durante el trayecto muchos se ofrecieron a decirme dónde tenía que bajarme de la tranvía.

Muy cerca del crucero, uno de ellos –Ticho, así le decían- se acercó y me dijo: oiga, ¿usted es “el profi del Terrero”? Sí, a mí me toca trabajar en ese lugar –le contesté- Miri, si usté no ha ido nunca pa’llá, yo voy pa’l mismo rumbo, yo le voy a decir en dondi nos vamos apiar y si quieri, ahi nos vamos acompañando. Yo por ayudarle, ya ve que el que no sabe es como el que no ve...Del gusto que me dio, casi lo atropello, lo interrumpí, contestándole: ¡Sí, cómo no! ¡No sabe usted todo lo que se lo voy a agradecer!

Ciertamente, Ticho había dicho que él iba por el mismo rumbo y que me haría compañía, pero que no llegaría hasta allá, que él se quedaría en Las Blancas -era la comunidad más próxima a mi destino-. Con lo dicho la sensación de alivio se esfumó. Había sido momentánea. Otra vez conmigo la angustia que medio se disipó cuando otro pasajero terció y agregó, bueno, miri, ya estando allí a ver cómo se le hace, quien quita y alguien quiera llevarlo al Terrero... uno más de los que oían la plática, en tono un poco preocupado, dijo: aunque la mera verdá, ya estará muy oscuro, y así pos... yo creo que será mejor que se quede a dormir allí. Ticho me devuelve la esperanza, diciendo: pero, pos... vamos a ver cuando estemos allá...

Desde que tuve este intercambio con mis compañeros de viaje me di cuenta de que estaba en un contexto generoso en el que todavía había aprecio social por el maestro, y algo que también percibí fue que la gente había agregado una etiqueta a mi identidad, me di cuenta que, para ellos, sin duda, yo era “el profi del Terrero”. Para mí, en cambio, apenas si creía que lo fuera. Al escucharlos empecé a sentirme más profesor por fuera que por dentro. Estaba entre personas que daban crédito a mi palabra, sin demandarle prueba alguna.

Bajamos de la tranvía y tomamos el camino con rumbo al Terrero, después de caminar por largo rato, llegamos a Las Blancas con el cielo entreverado, mitad nubes y mitad estrellas, acusando un firmamento impresionante, nunca antes visto desde Culiacán. Para entonces la luz crepuscular se había agotado. Faltaba muy poco para que dieran las ocho de la noche.

Aunque con intermitencia, la luz nunca nos faltó en el camino. A veces, éramos aluzados por el fulgor de la luna que de manera caprichosa se nos escondía entre las nubes; otras, por la energía titilante de los copechis que intempestivamente, por un lado y otro, cruzaban el camino sin control alguno; y, de vez en cuando, por la nueva e infalible linterna de mano que había comprado en el Supermercado del Valle, en Guamúchil y que la había sacado de una de mis maletas colgadas al hombro. Mi necesidad de racionalizar el uso de la pila hacía que la encendiera y la apagara cada que necesitábamos ver a lo lejos.

En Las Blancas la gente ya estaba acomodándose para dormir. Nadie tenía viaje al Terrero. Nadie me pudo acompañar. Tampoco quise insistir mucho. La noche avanzaba y quería llegar temprano. Estaba resuelto a todo. De cualquier manera, Ticho, quien me había dicho que hasta ese pueblo llegaría junto conmigo a pie, percibió mis temores y seguramente leyó el riesgo y me dijo que él continuaría conmigo, aunque tuviera que devolverse después. Así fue. Retomamos el camino. Seguimos conversando. Aproveché para preguntarle por la autoridad municipal del Terrero, el comisario; me dijo que no se encontraba allí y que vivía en El Potrero –un pueblo pequeño que estaba como a uno o dos kilómetros, cruzando el arroyo-, pero me dijo que por ser éste mi primer día llegara a la casa de Don Octavio Montoya porque cada que llegaba un profesor allí lo asistían, y que quizá también podrían recibirme en igual condición.

Llegamos al Terrero como a las nueve de la noche, un poco más tarde, tal vez. Confiados nos dirigimos a la casa de Don Octavio. Tocamos la puerta y tuvimos la fortuna de que él nos recibiera. Me presenté y le informé que yo era el nuevo profesor de la comunidad. Él no pudo ocultar su sorpresa, diciendo que no me esperaban, que hacía mucho que la comunidad estaba sin profesor y que por lo pronto ellos no habían solicitado a nadie. Me dijo, además, que en su casa no estaban preparados para recibir a nadie ni para asistir a ninguna otra persona que no fuera de la familia. Al decirme eso vi en su rostro cierto malestar, como no creyendo lo que él mismo me decía, pero en un instante su rostro ya estaba iluminado por una sonrisa, diciéndome que la escuela tenía un cuartito para hospedar al maestro que nunca se había utilizado, pero que este día, conmigo, había llegado la hora en la que se tenía que hacer por primera vez. Después de esto, Don Octavio me dio la llave de la habitación. La tomé, le dije buenas noches y me despedí agradeciendo sus atenciones.

Preocupado en extremo, me dirigí a la escuela. No iba solo. Me acompañaban Ticho, dos o tres padres de familia y algunos niños que de forma inexplicable se habían enterado de mi presencia en la comunidad.

Al llegar al cuarto de la escuela, encendí una lámpara de aceite que llevaba conmigo. Quité el candado de la puerta y tan pronto que la abrí escaparon a través de ella dos años de olores a guardado, los mismos que tenía sin abrirse. Entré a él. A mi izquierda una mesita con una placa de polvo que atestiguaba el tiempo que tenía sin uso y sobre las paredes unos carteles viejos, amarillos, con la huella que el vaivén de la humedad de temporada de lluvias había dejado sobre ellos.

Al entrar al cuarto del maestro agradecí a los dos o tres padres de familia que me habían acompañado y a los niños que venían con ellos a conocerme. Se retiraron a sus casas, poco convencidos de que pasara la primera noche allí. Ésa fue mi percepción, pero, finalmente, no puedo asegurar nada porque tampoco se refirieron a ello.

A Ticho le agradecí lo que había hecho por mí. Le ofrecí quedarse allí en mi escuela. Lo que él veía era lo único que le podía ofrecer. Me dijo que no, que le daba gusto que yo estuviera con bien en mi destino y que me deseaba suerte. Se despidió. Le ofrecí mi linterna nueva y no la quiso. Me contestó que había mucha luna y que no la ocupaba. Le insistí, pero reiteró el no. Le agradecí de nuevo. Satisfecho de su obra, se fue, lo vi perderse en el camino en la medida en que la oscuridad de la noche vencía al resplandor de la luna.

Ese día la fortuna estuvo de mi lado, sin duda. Tuve un aprendizaje trascendental. Había conocido el rostro de la generosidad, y sobre todo había sentido su beneficio. Vi a una persona educada frente a mí. No era precisamente un egresado de Harvard University, ni de la Université Paris-Sorbonne, mucho menos de nuestro infalible sistema educativo. No, tampoco había egresado de nuestras escuelas. Era uno de los millones de mexicanos en rezago educativo. Ni siquiera sabía leer. Qué ironía, era la vida misma en paradoja, aunque Ticho nunca había ido a la escuela, pude ver en él la huella de la verdadera educación.

Ya pasaba de la media noche cuando me fui a dormir. El viaje, la caminata de varias horas para llegar allí, la carga de mis maletas y la cama de campaña, más la limpieza de lo que en adelante sería la habitación, me habían agotado. Estaba muy cansado y pensé que por eso mismo me dormiría muy pronto. Pero no, no fue así. Tenía sobre- exitados los pensamientos y no dejaban en paz a la memoria. Tan pronto me eché a la cama vinieron al recuerdo mis habituales escenarios de convivencia con todo y actores.

Cuando me inicié como estudiante normalista también empecé con la verdadera historia de mis migraciones, de Guamúchil a Culiacán, y después, estando allí, no paré. Fui de una colonia a otra. En ese vaivén aprendí a conciliar mis sueños y a romper con ellos a causa del ulular de las ambulancias y de los trenes, el metálico y ensordecedor ruido de los aviones y el interminable tráfico de coches.

Esa primera noche, todo fue diferente en aquella pequeña comunidad desparramada en catorce casitas. Estaba en un contexto que me había puesto en contacto directo con la naturaleza, pero, sobre todo, me había arrinconado en un espacio de encuentro y diálogo conmigo mismo. Volví a sentir una contradicción similar a la que había vivido antes de subir a la tranvía. No sabía con precisión a dónde había llegado, ni qué significaba estar allí, lo único que sabía era que estaba en un lugar poco familiar al que sentía amenazante. Ella, la naturaleza, acercándose en un lenguaje extraño, desconocido, y yo en cambio, en estado de alerta y percibiendo riesgo en cada uno de los signos del entorno, me resistía. Tenía la mente repartida entre Culiacán y Guamúchil. Todo yo por fuera estaba aquí, pero todo yo por dentro, intelección y sentimientos, estaba allá, donde mis seres queridos. Las ambulancias, los aviones, la marcha de los carros callaron y las luces citadinas se apagaron, apareciendo en su lugar las vacas, los gatos, los perros, los gallos, los burros, los pollos, las ranas y las lagartijas en un concierto sin precedente.

Esa noche, rebuznos, maullidos y bramidos se acoplaron con el piar de las aves, el kikirikí de los gallos y el croar de las ranas. Las acostumbradas lámparas de la ciudad dejaron de estar y en su lugar el resplandor de la luna y la luz de las luciérnagas pudieron reflejarse en los centellantes ojos nocturnos de las lagartijas que, en acecho, en mi habitación, consolidaron la atmósfera de temores en la que me encontraba.

Amaneció y dormitaba aún. Muy dentro de mí, allá donde se suele arrinconar al yo, tenía la sensación de no haber dormido. En realidad, no pude conciliar el sueño. Que recuerde, ha sido una de las noches psicológicamente más largas de mi vida en la que me sentí solo por fuera y también por dentro.

De repente llegaron a mis oídos varias vocecitas. En ese momento, no sabía si el día ya estaba claro. Les puse atención, me creí convocado por ellas, pero yo mismo me las negaba. No quería abrir los ojos. Tenía temor de encontrarme aún con una oscuridad activa que me provocara ilusiones ópticas como las que surgen en nuestros contextos mentales de mucha tristeza y nostalgia y que, en lugar de darme consuelo, aumentaran mis tensiones.

Me atreví. Levanté el brazo izquierdo. Miré la hora en aquel reloj que Mari –en ese tiempo mi novia y ahora esposa- me había traído de la ciudad de la Paz, una vez que acompañó a Soledad, una profesora de primaria que trabajaba por Soyatita en la sierra de Badiraguato, perteneciente a la Zona Escolar Número Trece. Soledad era originaria de Baja California Sur y junto con Queta y Elvira, se había convertido en amiga de la familia, gracias a la grandeza espiritual de Doña Carolina, mi entrañable e inolvidable segunda mamá.

Eran la siete de la mañana. En el patio de la escuela las voces y sonrisas infantiles insistían y, de vez en cuando, percibía las sombras de algunos de los que allí andaban, que se asomaban por la ventana de mi habitación y me apuntaban con el índice, diciendo: mira, mira, allí está... ¿no que no..? ¡Va haber escuela!, ¡V a haber escuela!, gritaban emocionados y se retiraban corriendo contentos.

Me puse de pie. Medio me peiné y abrí la puerta. En cuanto salí del cuarto, los niños me vieron, se acercaron y uno de ellos preguntó: ¿oiga, verdá que usté es el profi? Sí. Llegué anoche –le dije-. Pregunté por el nombre de cada uno de los que estaban allí, quería aprender a distinguirlos, aproveché también para que me informaran de donde traer agua para el aseo personal. Cresenciano, el más grande, me dijo que lo mejor era ir al arroyo y que allí podría bañarme. Si quieri yo le puedo decir dondi es –se ofreció-. Le tomé la palabra, y le dije espera, entonces, mientras que saco mi toalla, jabón y champú y luego nos vamos.

Entré a mi habitación, salí de nuevo con mis huaraches y short puestos y mis artículos de baño en mano. Nos pusimos rumbo al arroyo. Caminamos un momento en el sentido contrario con el que en la noche anterior había llegado. Después tomamos una vereda que me ponía en la dirección al Potrero, el pueblo más cercano al Terrero.

Subimos y bajamos una lomita, caminamos un momento más, subimos otra y al bajar vi el arroyo. Era grande, arenoso y ancho. Traía poca agua, pero toda estaba cristalina. Cuando llegamos, metí mis pies a ella. La sentí fresca, muy disfrutable.

Nos acercamos a un lugar donde el agua se recogía naturalmente en un recodo de la parte baja del arroyo, cayendo en una poza. Cresenciano me dijo que en esa curvita estaba el lugar indicado para bañarse, y que allá –apuntó a unas piedras- había laja para que yo pusiera mis cosas. Le hice caso. Mientras que dejaba las cosas donde me había dicho, el niño saltó al agua. Bueno para nadar, me empezó a indicar las partes hondas. Yo me zambullí hasta quedar completamente inmerso.

Salí pronto del agua. Iban a dar las ocho de la mañana. Quería empezar a trabajar a más tardar a las nueve. Tenía programado hacer un recorrido por todas las casitas del pueblo para visitar a las familias, presentarme y levantar un censo de población que me permitiera conocer sus necesidades educativas, lo que me ayudaría a determinar la cantidad de grupos y grados que atendería.

Cresenciano y yo volvimos a la escuela. Al llegar estaban unos padres de familia esperándome. Me dieron los buenos días y me dijeron que estaban allí porque querían invitarme a desayunar a su casa. Me puse contento. Les pedí de favor que si me podían esperar tantito, que sólo iba a cambiarme de ropa. Por prudencia y quizá para no presionarme y para darme tiempo, me sugirieron que mi acompañante me llevara a la casa de ellos y que allí me esperarían. Acepté sin más. Tuve la impresión de que todo empezaba a ponerse claro. Ese gesto me gustó. La comunidad venía a mi encuentro; empezaba a tomar cartas en el asunto.

Tamales de elote con café, un poco de requesón y leche hervida recién ordeñada, fue mi primer desayuno en la comunidad. Me lo ofreció una familia que apreciaba mi presencia en ese lugar. Me comentaron que si Tavio no había podido asistirme en su casa, como era la costumbre, que ellos mismos podían hacerse cargo de la preparación de mis alimentos para que yo no batallara. Esa idea me pareció tranquilizante, por supuesto que la acepté y el acuerdo no se hizo esperar: en lo sucesivo dormiría en la habitación de mi escuela y los alimentos pasaría a tomarlos a la casa de Don Benja, Doña Cleme y de su hijo Primi.

Eran las nueve de la mañana del martes 7. Con el acuerdo tomado estaba prácticamente instalado en la comunidad, tenía resueltas mis necesidades básicas. Volví a mi habitación. Al llegar a ella, unos 10 ó 12 niños me esperaban. Los saludé de mano a todos, diciéndoles que en un momento más pasaría a conocer y a platicar con sus papás y que fuera cada quien a su casa para que me esperaran allí. ¿Deveras, profi? –Me preguntó uno- Sí, deveras. Allí nos vamos a ver. Se fueron convencidos de que así sería.

Entré a la habitación, recogí mis útiles de trabajo, sin faltar el cuaderno Gris en el cual haría registro del censo poblacional que en ese momento estaba por iniciar. Al salir estaba Cresenciano. Le pregunté que si por qué no se había ido como los demás niños. Me dijo que él quería andar conmigo por si se ofrecía algo, para ayudarme. Me gustó la idea. Tenía necesidad de contar con alguien, y desde la mañana, al acompañarme al arroyo, había dado el primer paso en la construcción de nuestra alianza.

El censo lo iniciamos registrando primero a la familia de don Nico y doña María. No era la casa más cercana, pero por estar enfrente de la escuela, la vista me lo sugirió. Me presenté. Dije para qué era el censo y pedí su colaboración. Me encontré con una familia sensible. Educada no porque la escuela les quedara de frente, sino por las relaciones de calidad a las que doña María había acostumbrado a don Nico y sus hijos e hijas. Tan pronto como llegué me invitaron a pasar. Me pusieron una silla, me ofrecieron agua y aprecié su enorme disposición para colaborar. Tomé nota de ello y de quiénes eran, qué edad tenían, su escolaridad y si estaban todos los que eran, entre otras cosas.

En ese momento vi a la familia en pleno. Ya estaban de regreso los que antes habían viajado a la costa o al otro lado en busca de trabajo y de dinero para remitirlos o traerlos a casa. Padres y hermanos se veían contentos de saberse juntos de nuevo. Por mi parte, lamenté que ninguno de los hijos de Doña María y Don Nico, estuvieran en edad escolar. La menor por tener apenas tres años y los más grandes por ser mayores de quince. De cualquier manera, dijeron que contar con un maestro en la comunidad era una bendición de Dios porque siempre trae beneficios consigo. Terminé de registrar según lo requisitaba la encuesta. No había duda, había en ellos una imagen social positiva acerca del educador. Me fui contento por ello. Agradecí y me retiré en dirección de la casa don Octavio Montoya. Por el momento, tenía cero alumnos; de cualquier manera, albergaba la esperanza de que, al visitar las siguientes familias, este número cambiara.

Seguí con mi censo en las demás casas. Para mediodía ya había terminado. El recuento de niños en edad escolar llegó a 18, por su heterogeneidad en edad y saberes, algunos serían ubicados en el primer grado; otros, en segundo; y los demás, de tercero a quinto.

Me parecían pocos los niños, muchos los grados, y muy limitadas mis rutinas profesionales.

Ésa era la realidad. Los resultados del censo me decían que trabajaría yo solo. Estaba de hecho ante una escuela unitaria y contra un rezago educativo comunitario impresionante y ante el trazo de una segunda transición. Estaba anunciada, pero incompetentemente asumida. Entendía que ello podía ocurrir, nunca desconocí que la realidad podía asociarse y presentar esta caprichosa configuración como uno de mis objetos de responsabilidad profesional, aunque no contara con las competencias didácticas suficientes. Por lo pronto estaba claro que no tendría ningún otro profesor compartiendo las funciones en la comunidad, ni estaría en una escuela de organización completa. No sería un maestro de grupo homogéneo de grado único, como los que había visto en mis escuelas de observación ni como en las que había estado como practicante.

Estar en esta circunstancia trajo a mí un enorme desasosiego. El desempeño profesional propio acusaba una enorme inestabilidad a causa de mis debilidades técnicas. Al egresar de la Escuela Normal, más que formado, salí sugestionado para el ejercicio de la profesión. Me habían repetido tantas veces allí que al terminar los años de permanencia sería maestro. Tanta repetición, hizo que al final terminara creyéndolo. En efecto, así fue, lo reconozco; al egresar me sentía y me creía un educador, más por demanda institucional que por convicción personal.

Tras de mí, había un par de observaciones y una semana de prácticas de enseñanza en la Escuela Álvaro Obregón, otra semana de observaciones en la Escuela Primaria Ángel Flores, ambas en la ciudad de Culiacán. Una visita de un par de horas a la escuela de Carboneras y una semana de prácticas de enseñanza, en una de las escuelas primarias de Aguaruto, horas que veía insignificantes ante mis necesidades de formación. La reflexión sobre la misma era, todavía, menos. Eran, en suma, muy pocas prácticas de enseñanza que me ayudaran a generar un repertorio de competencias didácticas y rutinas profesionales con las cuales enfrentar el futuro. Había muchas razones. Dos de ellas. La primera es que formé parte de la primera generación normalista cuyo plan de estudios (1972) incluía el bachillerato. Eran muchas materias y muchas también las horas de estudio dentro del aula y pocas las horas curricularmente destinadas a la observación y a la práctica docente. La segunda razón, es que formé parte de una cohorte generacional de alumnos muy sensible para la agitación política. Teníamos mucha voluntad para invertir el tiempo necesario a las marchas, paros, mítines y tomas de la escuela, pero poca voluntad –o muy poca- para invertirla en nuestra formación técnica. Vivíamos en la ilusión ideológica. Creíamos saber mucho de Marx, Lenin y Hegel, pero ni siquiera conocíamos de oídas los nombres de Piaget, Vygotski, Bruner... Skinner...etcétera. Y de los nuestros, ¿qué sabíamos? Nada. Nada de Rafael Ramírez, ni de Gregorio Torres Quintero, ni de Moisés Sáenz, ni de nadie más, al menos que recuerde ahora.

Las jornadas de trabajo me parecían largas, interminables. Lo planificado nunca me salía o lo terminaba en menos del tiempo estimado. Formalmente era el profesor de la escuela, pero empecé a cuestionarme y a dudar de que en verdad lo fuera. No me podía asumir como tal. La indisciplina en el grupo, mi escaso repertorio de acciones y rutinas de trabajo pedagógico, provocaban mi cansancio temprano en una jornada de trabajo que me parecía eterna. Cuando esto último ocurría, ya no sabía qué hacer y terminaba por poner de manera mecánica, sin sentido alguno, muchos ejercicios de repetición.

En el aprendizaje de la profesión jamás salimos de nuestro contexto urbano. Por eso digo que estar allí, en el medio rural, tomando las riendas de una escuela primaria, se trataba de una transición anunciada, pero con una formación más de sugestión que por ejercicio de la profesión.

No tener repertorio de rutinas de trabajo profesional generó crisis en el tránsito de alumno de educación superior a profesor de escuela primaria. Esa transición de la Escuela Normal a la educación básica estaba advertida, pero no lograda; menos, aún, consolidada. Ya no tendría más la mesa servida con los alimentos intelectuales, bien o mal, pero, al fin y al cabo, servida. Los roles cambiaron. Ahora a mí me tocaba servir la mesa. Ya no jugaría el mal acostumbrado papel pasivo que había aprendido cuando estudiante; ahora, sería el protagonista. El responsable de que la escuela funcionara o de que las cosas sucedieran.

En mi recorrido por la comunidad encontré imágenes sociales del profesor muy dignas, pero también muy desgastadas, con actitudes negativas hacia él, incluso. Decían que el último de los que habían estado allí había sido muy bueno, organizaba muchas comedias y festivales, que sí enseñaba pero que, al final, no se sabe que pasó que se quedó con los ahorros. Al decir eso, preguntaban que si no iba a suceder lo mismo conmigo. Otras familias querían saber si yo no iba a estar como otros que faltaban mucho a clases y/o que nomás se la querían pasar tomando. Que pa’ que los niños recibieran malos ejemplos no necesitaban que la gente viniera de fuera, que con lo que allí había era suficiente.

Fui recogiendo cada una de sus expresiones, buenas y malas, que hacían de los maestros anteriores. Sin tenerlo claro, intuí la imagen implícita del tipo de educador que esperaban. Ellos con sus comentarios me empezaron a decir lo que querían y lo que no. El contexto empezó a situarme. No quería ser faltista como se quejaron de alguno, tampoco borracho como lo que dijeron de otro, ni sólo animador social; lo que yo quería era que se viera trabajo pedagógico en la escuela y en la comunidad en su conjunto.

Con eso que vi, escuché y sentí, creí necesario diseñar mi imagen profesional, pero no sabía cómo. Lamenté que nada de esto hubiera discutido y hablado en la escuela que me formó como maestro. Supuse que nada de ello era digno del currículo de formación docente, ni de comentar en las aulas magnas de la entrañable Normal de Sinaloa. Hoy parece serlo ya. En aquel momento eran contados los formadores de docentes que se preocupaban por la sistematización de los saberes contextuales; ahora, el currículo nacional de la formación de maestros lo prevé, pero sigue siendo insuficiente. Las prácticas profesionales con excesos técnicos lo niegan. La formación de los profesores sigue academizada desde las aulas de las Instituciones Formadoras de Docentes. Como tales, se han resistido a los cambios radicales, asegurando su reproducción y centralizadas en las tres ciudades más importantes del estado, como si en ellas estuvieran concentradas las necesidades educativas de toda la población sinaloense y como si las del resto de los centros de población fuesen a imagen y semejanza.

Haber hecho el censo poblacional fue muy útil. Lo fue no sólo porque me sirvió para darme cuenta de cuántos alumnos tendría y quiénes serían, ni cuántos libros necesitarían, sino porque me permitió dar mis primeros pasos de acceso a la comunidad y porque empecé a construir el conocimiento contextual básico que me entregaba las claves culturales que habrían de permitirme comprender su vida social y a trazar la mía junto con la de ellos durante el tiempo que estuviera allí.

Al final de esta primera actividad tenía un panorama general de la vida comunitaria, y junto con ello, los principales retos de una realidad educativa que ponía en crisis mi formación profesional. Sabía cuántos alumnos tendría. Tenía la estadística y con ello la definición de los lotes de libros de texto gratuitos que solicitaríamos a la Supervisión Escolar Número 28, a cargo del profesor Héctor Camacho. Este acontecimiento era un claro signo de una nueva transición que sin conciencia alguna asumía. Sin darme cuenta había concentrado información para argumentar una gestión que trascendía mi función de profesor. Era una escuela en la que sólo estaba yo pero que, por ese hecho, me correspondía hacer la rendición de cuentas ante los padres de familia y a la supervisión escolar como la autoridad educativa inmediata superior. Sin saber, estaba transitando del papel de profesor al de director.

Ese mismo día, al terminar de comer, me fui a la escuela. Invité a Cresenciano. Al estar en la escuela le dije que si tenía baldes en su casa para acarrear agua del arroyo. Me dijo que sí y que si quería una carreta con bestias también me la podía conseguir. Fue a su casa y en menos de media hora ya estaba de regreso en una carreta con un tambo de 200 litros vacío. Venía tirada por una mula y lista para acarrear agua. Me subí junto con él en la carreta y nos fuimos al arroyo. Trajimos el agua a la escuela y empezamos a lavar el piso del aula, el portal y de la habitación. Echamos un poco de jabón y lo fregamos con el trapeador. Empezamos este trabajo Cresenciano y yo, pero al poco rato de haberlo iniciado empezaron a llegar las muchachas y las señoras del lugar con su escoba en mano. Venían a ayudarnos. Terminamos pronto. En realidad, resultó muy agradable y más fácil y rápido de lo que imaginé. Me gustó mucho porque además de que dejamos listos para iniciar el trabajo con los niños al día siguiente, tuve la oportunidad de convivir y conocer a más gente del pueblo.

El miércoles por la mañana la escuela lucía resplandeciente en espera de los niños y niñas. A las nueve de la mañana se llenó de algarabía. Ya estaban mis 18 alumnos con sus cuadernos y lápices nuevos que un día antes sus padres les habían comprado en el pueblo de Calabazas.

La escuela de re-estreno y yo de estreno como educador profesional. Fue el primer día de clases. Asistí al escenario de la vida real a cumplir con un verdadero papel. No estaba de intérprete de nadie, sólo de mí. Era un escenario en el que yo estaba, me veía en él, pero no en el fondo. Imagen y quehacer propios ocupaban el primer plano. Ese día todo lo que funcionó en la escuela fue por mi esfuerzo y por la iniciativa que le había puesto, y sin duda, por el apoyo y confianza concedidos por los padres y madres de familia. Ya no era lo mismo que en la Escuela Normal. Ahora todo, o casi todo, dependía de mí. Aunque cumplí bien ese día, no era fácil asumir que cuanto se hiciera en lo sucesivo en la escuela sería por mis capacidades y mi responsabilidad.

El jueves de esa primera semana amanecí con algo de pesadez. Sentí como si tuviera mucho tiempo viviendo en El Terrero. No amanecí optimista como el martes, ni como el miércoles, pero me impuse a mi estado de ánimo y actué conforme la rutina que empezaba a generar. Ponerme de pie. Ir al arroyo para hacer los aseos personales.

Volver a la escuela a vestirme, ir a desayunar y estar puntual a las nueve para iniciar mi trabajo pedagógico.

Por la mañana trabajé y por la tarde convoqué a los padres a una junta para re-organizarse como sociedad de padres de familia y para que nombraran su mesa directiva. Todo salió muy bien. La gente asistió y cooperó conmigo. Cada uno prometió cumplir con las tareas que derivaran de los compromisos asumidos en la escuela.

Terminada la junta me refugié en la habitación para empezar a leer el Poema Pedagógico de Anton Makarenko. Lo llevaba conmigo porque era una lectura que había iniciado y que tenía pendiente desde mi Escuela Normal. No lo conseguí. Me vi solo de nuevo. Ya estaba oscuro, vino sobre mí una enorme necesidad de estar entre mis amigos, con la gente a la que le tenía confianza. Tuve muchos deseos de ver a mi madre, hermanos, amigos de la Normal y a mi novia.

De nuevo la soledad y la nostalgia se me vinieron en contra, azotándome para que devolviera el alma a mi cuerpo. No aguanté tanta tortura. Salí de mi escuela... caminé al principio sin dirección definida y paré hasta que encontré una bolita de jóvenes que a la luz de la luna hablaban y sonreían sin cesar. Me hicieron un ademán. Me decían que me acercara. ¡Quiúbole, Profi! ¿Cómo le ha ido con los plebis de por acá?-Me preguntaron-. Les dije que muy bien y que estaba muy contento. Tan pronto como terminé de decirles, retomaron su plática. Los escuché con atención. Hablaban de muchachas. Algunos con intención de casarse por las dos leyes; otros con ganas de robárselas y que sólo esperaban que el padre se descuidara tantito o se fuera pa’ bajo, para cometer tamaña fechoría.

Seguí escuchándolos por un rato más, pero al ver que no me podía acoplar porque no tenía tema en común y al sentir alivio del ataque de soledad que me hizo llegar allí, me despedí respetuosamente, diciéndoles que me había dado mucho gusto saludarlos y estar entre ellos, pero que me retiraba a cenar y después a dormir. ¡Ándili Profi! Ya sabi cuando quiera, aquí estamos –me despidieron-.

Me fui a casa de don Benja a cenar. Iba impresionado. Nada de lo que hablamos me había parecido interesante. La edad era lo único que teníamos en común. Casi todos éramos como de la misma camada. Me asustó lo que para ellos era muy común: que trajeran una pistola al cinto y la concepción de objeto y de pertenencia que tenían de la mujer. No sabía qué era más grave, pero ambas eran inadmisibles para mí. Eso me generó un malestar, pero no dije nada. Hice lo que por lo pronto tenía que hacer. No reprobar ni decir nada en contra. Sólo escuchar y retirarme del sitio, expresando una buena excusa.

No alcanzaba a comprenderlo, pero estaba con la vida social en crisis. Para entonces vivía la consecuencia del asomo a la puerta de una transición no pensada. Sentía necesidad de convivir con gente de mi edad, pero nunca imaginé que tendríamos tanta diferencia en nuestra forma de ser. En ese momento me desesperé mucho, pero, para darme aliento, me dije tengo que aguantar, tengo que aguantar, qué más puedo hacer. Ya estoy aquí. Al cabo que mañana, gracias a Dios, es viernes, y temprano saldré a la carretera para tomar la tranvía o irme de raite a Guamúchil. Tenía un buen pretexto. Era necesario acudir a la supervisión escolar para llevar la estadística resultante del censo, hacer la solicitud de los libros de texto, entregar el acta de elección de la mesa directiva de la sociedad de padres. El resto del tiempo lo aprovecharía para ver a mis seres queridos. Era como tomar un respiro profundo para llenar mis pulmones de aire y volver a zambullirme en una realidad social y cultural que, por falta de estrategias para navegar en ella, amenazaba con ahogarme.

Aunque no estaba preparado para responder a esta nueva realidad social, intuía que en El Terrero no debía distanciarme de la gente joven. Que tenía que buscar una manera de estar cerca de ellos. Lo estuve pensando mucho, pero nunca pude responder con coherencia a esta circunstancia crítica, no por eso dejé de tratarlos.

Al poco tiempo, algo hice sin pensar que favoreció mi identificación emocional con ellos, nos dio tema de conversación, fortaleció nuestros lazos afectivos y nos mantuvo unidos. Sin prever en los efectos socialmente favorables que traería, les había propuesto que estudiáramos por la noche la primaria abierta y que asistieran también todos los que no sabían leer. Que allí, en la escuela, si tenían voluntad, iban a aprender.

Hice la invitación y tuve una respuesta maravillosa. Todos los jóvenes, hombres y mujeres, en rezago educativo acudieron. La escuela se había convertido en un lugar de encuentro en el que era posible la conversación, la amistad y el estudio. Desde ese momento se fue para siempre la soledad. Nunca más volvió a visitarme. Las voces juveniles que leían o conversaban hasta altas horas de la noche, la desterraron de la escuela. Jamás imaginé que una propuesta de trabajo, como la que les había hecho, dejaría tanto beneficio a la convivencia comunitaria y tanta tranquilidad a mi conciencia.

Las transiciones llegaron a mí planteándome conflictos verdaderos y generando diversos estados de malestar. No se presentaron amigablemente. Me emplazaban a que dejara de ser el que era. Por la vía del hecho me imponían desaprender el profesor que traía empaquetado dentro por obra de la escuela normal. Estaba ante los imperativos de una nueva realidad que me ponía en el camino del re- aprendizaje de una profesión que, de suyo, le corresponde ser sensible a lo humano, emocionada e interesada por el desarrollo de la persona situada en su contexto.

Después de aquel viaje a lo desconocido, ya nada fue igual. Se trastocó mi vida mental y todo mi ser. Mi identidad o lo que es lo mismo, la teoría propia del yo supo que podía cambiar. Decidí tomar en mis manos el proceso de reconfiguración personal y profesional. Así lo demandaban las transiciones vividas, las que estaban anunciadas en la puerta y las que, sin saber cuántas, faltaban por venir.

 

Comentarios

Estimado Dr. Héctor Manuel Jacobo García, este Blog se llena de gusto y de orgullo con un relato tan lleno de vida y de enseñanzas educativas como el que ahora nos regalas. Porque eso es: un regalo pedagógico de gran valía. Una mirada a un pasado cercano-lejano-inmediato-remoto-invisible y tangible aún en algunas comunidades y en circunstancias parecidas en ciertos confines de la orografía sinaloense, aunque hoy los peligros se han incrementado.
El tono intimista, la honestidad de la Narrativa es un ejemplo del valor de la Historia de Vida en el quehacer y en la formación de los educadores de siempre. Y a los jóvenes que ahora se pierden en las antologías, la presencia de este novel profesor de 1976, les refrescará el sentimiento y les hará valorar lo que ahora disfrutamos en las aulas. Conocerán en la voz propia, en la escritura de un intelectual, la sutileza y el candor de la educación hecha Literatura, transformada en Pedagogía que observa y toma de la vida lo que ésta le ofrece para resolver los dilemas y afrontar las transiciones que la profesión educativa nos presentará en cada situación, y en cada decisión que habremos de tomar para ser los Profesores que los alumnos requieren y nosotros anhelamos ser.
Amigo, Héctor, estimado Jacobo, ¡muchas gracias por estar en este Colectivo de Académicos Escritores!
Saludos, un abrazo. Tu amigo, José Manuel Frías Sarmiento
Estimado Dr. Héctor Manuel Jacobo, sin lugar a duda cuando se destina a un lugar desconocido en busca de emprender un quehacer para lo que se estudió, genera cierta angustia a las expectativas y un sin fin de pensamientos que llegan en medio de un camino incierto o de una noche en soledad…me parece que todo formador docente vive esa nostalgia y hasta cierto punto preocupación o temor a lo que no se sabe, pero al mismo tiempo empujado por un pensamiento esperanzador a lo que podemos enfrentar, con el aliento de servir a la educación. De generar un aprendizaje pedagógico y social.

Conocerlo a través de esta narrativa es un gusto.

Saludos
Dr. Luis Enrque Alcántar Valenzuela dijo…
Una bella, provocadora e ilustrativa narrativa literato-pedagógica, de nuestro gran maestro, mentor, líder académico; como lo es el Dr. Héctor Manuel Jacobo García. El Dr. Jacobo, el maestro Jacobo para sus discípulos. Esta pieza narrativa, no recuerdo si la he leído en dos o tres formatos diferentes, pero déjenme decirles, que cada vez que la leo. La encuentro diferente, se me hace novedosa, la recorro con la persimonia que da la lectura emotiva y llegadora. Es como bien lo dice en su narrativa, recordando a Makarenko, todo "un poema pedagógico", cada verso de párrafo que monta, rima y le atribuye algunas figuras literarias para embellecerlo más y hacerlo más emotivo.. Y es que en este texto, nos topamos emocionalmente hablando, con un Dr. Jacobo, poco conocido y al abrirnos su ser docente, su ser profesional, ese su ser particular: hace que lo valoremos (de por sí ya se le valora) mucho más. Le notamos más próximo a nosotros. Me da un enorme gusto, que el Dr. Jacobo, haya aceptado que su texto se publicara en este espacio escritural. Ganamos todos. Ganan las letras pedagógicas, ganan los maestros y las maestras de Sinaloa, porque al leerle se identificarán con sus escenarios, con sus preguntas, con sus dilemas, con sus soledades: se identificarán más con la persona humana, que todos los que le conocemos, sabemos que lo es. De verdad, coincido con mi maestro y amigo el Tal JM Frías S. al calificarlo como, su texto, "como un regalo pedagógico", vaya que lo es y está dejado a sus ojos y mentes, para que con su propia hermeneútica, le busquen y le encuentren todos los sentido y significados posibles. Dr. Jacobo, maestro Jacobo, gracias por su poema pedagógico. Salud y vida.
Anónimo dijo…
Mi querido y admirado profesor, no me sorprende el contenido de su relato es justo lo que espero siempre de un hombre integro y amable. Bondadoso y humano. Su empatia desde joven y la manera de sistematizar las problemáticas comunes de aquellos tiempos pero que hicieron en su vida ? Solo incrementar el amor por la docencia y las ideas pedagógicas que como alumno suyo asumí, viví y hoy comparto. Educar con libertad y con toda la pasión que nació del modelo adquirido en la escuela normal y la upn. Maestro con vocación. Abrazote
María Porcella dijo…
Qué gustazo encontrar estos testimonios en forma de textos literarios, que muchas veces nos hacen falta para llegar a más mentes noveles como testimonio que, como escribió un poeta, lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado.
Anónimo dijo…
La manera en que plasmas los detalles de aquel viaje, con tus pensamientos y emociones en constante batalla, refleja de manera genuina lo que significa iniciar una nueva etapa en la vida. Es admirable cómo, a pesar de la nostalgia, logras encontrar en cada paso lecciones que te transforman y te preparan para lo que viene. Me dejaste reflexionando sobre el peso que tienen nuestras decisiones y cómo, aunque no siempre estamos listos, la vida nos empuja a aprender y crecer de maneras inesperadas.
Anónimo dijo…
Estimado Dr. Héctor Manuel Jacobo García, para mí es un deleite visual y un privilegio el poder disfrutar de su narrativa, narrativa que por lo veo está cargada de experiencias profundas y muy apegadas a lo pedagógico, su relato no sólo es un texto basado en experiencias si no que es un completo viaje a través del tiempo y experiencias vividas que conforman el ser docente.
El valor de sus palabras radica no solo en la riqueza literaria que nos ofrece, sino en la honestidad con la que comparte su vivencia, vivencia que para mí y me atrevo a decir que hasta para los lectores de este colectivo académico es un verdadero placer visual.
Gracias, Dr. Jacobo, por abrirnos su mundo, por mostrarnos el alma del maestro que, con cada palabra, sigue enseñando y por su puesto gracias por su forma de exprecion y escritura tan formal que le da un ambiente completamente distinto al relato.Su presencia en este Colectivo de Académicos Escritores es, sin duda, un regalo para todos aquellos que aman la educación

Un saludo grande
Atte: Quintero Lopez Carlos Eduardo y futuro educador pedagogíco
Anónimo dijo…
Buenas noches estimado Dr. Héctor Manuel Jacobo García, inicio mi comentario resaltando lo que deja y provoca en mí éste relato, cargado de nostalgia, incertidumbre, adaptación y formación docente. Es increíble, cómo al iniciar el relato usted se presenta desolado, por la idea de comenzar una vida profesional en un mundo desconocido, negado a esta nueva oportunidad que aunque la necesidad la agradecía, el interior la rechazaba por miedo, miedo a estar solo, miedo a no conocer a nadie, miedo a realmente ser un maestro, miedo a la gran responsabilidad de educar, miedo a lo desconocido, mismo que miedo que fui capaz de sentir. Me imaginé en esa misma situación en mi edad actual, y sinceramente también sentí miedo, miedo a no ser capaz, miedo a no saber o ser competente.
Pasamos de esa etapa repleta de oscuridad a una etapa de enfrentarse a la realidad y aceptarla, resignarse a tomar lo que tenía y hacer con ello lo mejor que podía, momento en el que se topa con Ticho un hombre de naturaleza amable y con más educación que una persona aparentemente estudiada, representando él un recuerdo de que hay gente buena, que estará dispuesta a darnos una mano; al llegar al Terreno, se llevó una gran sorpresa que poco a poco se convirtió en una agradable, pues se dió cuenta de lo mucho que la comunidad lo acogió y abrazó como a uno más, dándole una cálida bienvenida, llena de ganas de aprender.
Y, aunque después la tristeza volvió a visitarlo, así como vino se fue, despertando en usted motivación e inspiración, misma que lo llevó a alfabetizar al pueblo aunque no estuviese en edad escolar, acción que le devolvió la certeza de que ese, era su lugar, naciendo en usted el verdadero saber del valor de la educación, misma que ha guiado su camino hasta el día de hoy.
Cierro con la natural transición, que pasa de no querer llegar a ese rancho, y estar negado a éste, a pasar de encontrar un hogar, familia, vocación y a usted mismo en él, un viaje que lo consolidó como un docente completo y capaz de atravesar las adversidades.
Le hago llegar mis felicitaciones y admiración para usted, que con este relato del inicio de su carrera, ha despertado en mí los sentimientos planteados en la historia, desde el miedo, la incertidumbre, la soledad, la empatía, y por último la solidaridad y la admiración.
Saludos.
Atentamente: Dania Carolina Olea Félix
Anónimo dijo…
Estimado Dr. Héctor Manuel Jacobo García, primero que nada, me gustaría resaltar que me encanta como narra su historia tan real, llena de emociones y reflexiones sobre el miedo, la incertidumbre y el valor de enfrentar nuevos retos. A través de las palabras, se siente cómo un joven maestro, experimenta una mezcla de emociones, desde la ansiedad hasta la resignación, mientras se arriesga en una aventura a lo desconocido, esto me dejó una enseñanza valiosa, a veces, el miedo y la duda pueden intentar frenarnos, pero cuando decidimos seguir adelante, nos encontramos con nuevas oportunidades que pueden cambiar nuestra vida de formas inesperadas. Porque, aunque sentía miedo e inseguridad, logró encontrar apoyo en las personas que lo rodeaban, como el compañero de viaje y las familias de la comunidad. Esto me demostró que cuando estamos en una situación difícil, siempre puede haber gente dispuesta a ayudarnos, y esas conexiones son muy importantes, a pesar de no sentirse listo o capacitado, siguió adelante con su responsabilidad. A veces, no estamos completamente preparados para los retos, pero la clave es seguir adelante, aprender en el camino y crecer con cada experiencia. Esa manera en que logra transmitir una experiencia muy personal, donde los sentimientos de soledad y vulnerabilidad son parte esencial del crecimiento. Admiro la forma en que nos hace sentir lo que vivía en ese momento, sus miedos, dudas y la carga de la responsabilidad, como logra transmitir con mucha claridad esas emociones que todos hemos sentido alguna vez cuando enfrentamos lo desconocido. Lo más valioso es con el mensaje que me quedo. Aunque no se tenga todo el conocimiento o la preparación al inicio, con determinación y aprendiendo en el camino, todo se puede lograr. Es un recordatorio de que el crecimiento personal y profesional no se da de golpe, sino paso a paso, enfrentando los retos con valentía.
Att: Jazmín Guadalupe Hernández Miranda
Increíble texto, Dr. Héctor Manuel Jacobo García.
Al leerlo, me sentí muy identificada con muchas de sus palabras, especialmente en cuanto a la transición de ser estudiante a asumir la responsabilidad de guiar a un grupo de alumnos. Fue un llamado de atención que me hizo reflexionar profundamente sobre lo que nos espera como futuras educadoras y educadores. La forma en que describe ese cambio, de ser parte del grupo de estudiantes a ser quienes guiamos, me recordó que la pedagogía no solo es un proceso académico, sino también emocional y personal. Es un desafío que, aunque está lleno de incertidumbres, nos impulsa a crecer y aprender continuamente.
Lo que más me conmovió fue la manera en que describe la soledad y la presión que sienten muchos docentes al comenzar su carrera. Aunque no siempre se menciona, creo que es algo que muchos de nosotros, los que estamos en proceso de formación pedagógica, también percibimos como un desafío. La responsabilidad de guiar a los estudiantes, enfrentando las expectativas de los demás y con la experiencia aún por adquirir, genera muchas inquietudes. En muchos momentos, se siente que la carga es grande y que, como nuevos docentes, tenemos que enfrentarlo todo con un aprendizaje en constante evolución. A pesar de esto, confío en que las herramientas y la preparación pedagógica que estamos recibiendo actualmente nos ayudarán a afrontar esos desafíos con más seguridad y claridad.
También me hizo reflexionar sobre la importancia de la relación con los estudiantes y la comunidad. Resonó en mí eso de que enseñar no es solo transmitir conocimientos, sino crear conexiones, comprender las realidades de cada estudiante y estar allí para apoyarlos en todo su proceso de aprendizaje. Este aspecto de la docencia, el de ser un guía más allá del aula, me parece fundamental para formar estudiantes críticos, reflexivos y empáticos. Este texto me ha ayudado a ver más claramente lo que implica la labor pedagógica, la enorme responsabilidad que conlleva y lo transformador que puede ser el trabajo con los estudiantes. Me hace pensar que más que enseñar contenidos, debemos enseñarles a ser mejores personas, a ser conscientes de su entorno y a enfrentarlo de manera crítica y reflexiva.
Gracias Dr. por compartir su experiencia tan sincera y profunda sobre lo que significa ser profesor. Sus palabras en su texto me inspiran y motivan a seguir adelante formándome en mi camino en la pedagogía con más entusiasmo y compromiso.
Anónimo dijo…
Apreciable Dr. Héctor Manuel Jacobo García, me parece un gran texto, el cual nos hace imaginar como un joven de 18 años se enfrenta al inicio de su vida profesional en el contexto rural de nuestro estado, en el que transmite incertidumbre y ansiedad a lo desconocido, como menciona, en su maleta lleva objetos esenciales, pero también carga con el peso emocional y el temor de enfrentar un futuro incierto.
Transmite una profunda reflexión sobre el enfrentamiento con la soledad y la nostalgia, pero más aún, sobre el choque entre expectativas y la realidad social. En lugar de renunciar o distanciarse, busca una solución creativa al proponer la educación como un punto de encuentro, lo que no sólo mejora su relación con los estudiantes, sino que cambia su perspectiva sobre su propio rol como profesor. La enseñanza se convierte en un puente entre mundos y su iniciativa permite que la soledad desaparezca, remplazada por la conexión auténtica con los demás.
Me parece interesante como habla de la capacidad de cambiar y adaptarse ante las dificultades a las que se enfrenta un profesor alejado de su lugar de origen, dejando como mensaje que siempre debemos ser positivos ante cualquier circunstancia que se nos presente en la vida y sobretodo en el camino como profesionales, es aquí donde entra la vocación y el compromiso.
Atte: Maritza Guzmán Ruiz
Gran texto del Dr. Héctor Manuel Jacobo García, es extraordinario conocer sobre sus grandes experiencias, el cómo vivió sus primeros días como docente. Estoy totalmente de acuerdo en como lo menciona, si bien en la escuela nos preparan para ser docentes, no nos preparan para después cuando recibimos nuestro título, no sabemos que pasará después, cuando nos den una plaza, si es que con suerte y logramos tener una, no sabemos dónde y siempre estamos en la expectativa de a dónde podemos ir, como sería y que ocurriría ahí. Me pongo en sus zapatos y quiero decir, yo personalmente nunca he estado en un rancho o pueblito, estoy acostumbrada a la ciudad y de cierta manera de vive más "tranquilo y fácil", además sin duda alguna no sabría que hacer viajando sola, sin mi familia, que me puede separar ahí, me moriría de miedo, lo haría, porque es lo que quiero, quiero superarme y si ya tengo mi título porque no ejercerlo, como menciona, estaría muy perturbada, asustada, pero buscaría la manera de hacer las cosas y las haría.
Es encantador como no solo se es un docente, no solo es decir que somos docentes, si no que se demuestre la vocación que se tiene, las ganas de enseñar de verdad y aunque se tenga más complicado, buscar la manera de salir adelante. Cómo futura docente de la Upes es muy reconfortante conocer sus experiencias vividas y saber el gran maestro, educador y persona que es, la gran vocación que tiene de aprender. Un saludo.
Anónimo dijo…
Distinguido Dr. Héctor Manuel Jacobo
García, me es un gusto mucho leído su hermoso relato.
Al leerlo me di cuenta que paso por mucho para ser ese gran maestro que tanto soñaba ser, me queda como un consejo el que no nos rindamos por ser lo que queramos ser, que la vida nos pone pruebas para saber lo duro que es llegar a ser lo que soñamos desde niños, me conmovió mucho que usted lo hizo por su familia para sacarlos adelante ya que solo dependían de usted sin importar que sufrió hambre, calor, frío o algún otro disgusto que no pensaba usted pasar, ese miedo esa desconfianza que lo hacía más fuerte, y es verdad lo que dice que aveces nuestros pensamientos nos enferma por pensar negativo me conmovió mucho porque nose si yo algún día tendré que pasar eso o aún más fuerte para ser esa gran maestra que quiero ser. Su relato de verdad que me va a servir de experiencia. Un salud, Dulce kariesly Araujo Pulido en educación
Anónimo dijo…
Apreciado Dr. Héctor Manuel Jacobo García, quisiera iniciar agradeciendo de antemano por compartirnos las experiencias vividas al inicio de su carrera como profesor.
Después de leer su relato no pude evitar sentirme inspirada, a pesar de no haber tenido experiencias similares a las que usted vivió a sus cortos 18 años, puedo decir que personalmente me gustaría vivir alguna experiencia que me haga crecer no solo profesionalmente, sino también personal.
A leer su texto me di la oportunidad de sentir distintas emociones al imaginar cómo enfrentó el miedo y la angustia al comenzar una nueva etapa, pero al final poder establecer sus pensamientos con respecto a lo que estaba aconteciendo en su vida.
Le hago saber que personalmente me encantó su texto y nuevamente agradezco por compartirnos una experiencia llena de motivación. Gracias por recordarme que me aventura como futura docente apenas comienza.
Saludos cordiales.
Jennifer Acosta Morgan
Anónimo dijo…
Admirado Dr. Héctor Manuel Jacobo García.
Al leer su narrativa me di cuenta de todos los desafíos a los que se enfrentó, para empezar la inquietud que le trajo al saber que su familia tenía las esperanza en usted y que no quería defraudarla y lo difícil que es cuando te enfrentas en el área laboral, cuando no tienes nada, lo bueno es que hubo buenas personas que lo pudieron ayudar cuando se le dificultaba hacer o resolver ciertas cosas.
Es sorprendente saber las cosas por las que paso y por lo que muchos docentes pasan después de obtener una plaza, sin mencionar lo complicado que es tener una en estos tiempos, es mucha la dedicación y el esfuerzo que se tiene que poner para poder llegar a donde esta.
Creo fiel mente como usted que los maestros son de gran influencia para sus alumnos por lo tanto debemos de dar un buen ejemplo.
Gracias Dr. Jacobo por su relato, me deja pensando en que docente me quiero convertir y en lo mucho que debo de mejorar, un gusto y saludos de mi parte.

Atte. Alumna en licenciatura en educación Diana Cristina Mercado Amaral.
Anónimo dijo…
Mi estimado Dr. Héctor Manuel Jacobo García, es un honor y un privilegio poder leer este lindo y emotivo relato, que sin duda ha dejado una huella imborrable en mi corazón y mente.
Este relato es una fuente de inspiración y motivación para mi carrera, ya que está lleno de lecciones valiosas, perspectivas históricas y enseñanzas. La honestidad, la integridad y la pasión que se destacan en la historia son un ejemplo a seguir para todos, especialmente para nosotros los jóvenes que hoy en día nos vemos influenciados por diversas corrientes y desafíos. La llegada de este nuevo profesor en 1976 es un recordatorio oportuno de la importancia de preservar nuestra herencia cultural y histórica, y de honrar a aquellos que han trabajado incansablemente para construir un futuro mejor.
Este gran relato es un llamado a seguir estudiando, leyendo y aprendiendo de nuestras raíces.

Agradezco profundamente la oportunidad de leer este relato.
Atte. La alumna en Licenciatura En Educación Laritza Cecilia Tarin Garcia.
Anónimo dijo…
Estimado Dr. Héctor Manuel Jacobo García, es un gusto para mí leer líneas llenas de sabiduría y pasión, este escrito es un reflejo auténtico de la transición que se enfrenta un docente al terminar sus estudios, por algo que a nosotros probablemente nos depara el futuro. La mezcla de emociones, miedos y expectativas es algo con lo que muchos de nosotros nos identificamos.

Me resonó especialmente la forma en que se abordan los miedos y lo desconocido, ya que es un tema que muchos de nosotros enfrentaremos al salir de nuestra zona de confort, pues es la entrada en el mundo laboral de nuestro futuro.

La honestidad y vulnerabilidad con la que se comparten estas experiencias es admirable y necesaria. Es un recordatorio de que no estamos solos en nuestras inquietudes y que, juntos, podemos encontrar la fortaleza para superarlos.

Como docente en formación, me siento inspirada por la valentía y determinación que se destila en cada línea. Este texto es un llamado a reflexionar sobre nuestra propia práctica docente y a encontrar formas de enfrentar los desafíos que se presentan en el aula y más allá.

Gracias por compartir su historia y experiencias. El orgullo con que las personas a su alrededor comparten la gran persona que es no me deja duda, que es un gran persona admirable, para mí este texto es un regalo para todos nosotros estudiantes que estamos embarcados en este viaje de formación y crecimiento como educadores.

Atte.
Alumna de licenciatura en educación
Xiomara Guadalupe Benítez Gastelum
Impresionante lectura nos comparte estimado Dr. Héctor Manuel Jacobo García.
En ocasiones, por desgracia la teoría se encuentra distante a la realidad muchas veces separadas por un espacio, tiempo y necesidades diferentes. Gracias a figuras pedagógicas, como lo es usted, J.M. Frias, mi buen maestro y Dr. L. E. Alcantar, los jóvenes y no tan jóvenes en formación pedagógica y profesional estamos advertidos de la hermosa realidad, que nos podría esperar. Le agradezco por este “regalo pedagógico” y para mí de formación invaluable.

Cada una de las decisiones que tomó y batallas internas que afrontó son las que constituyen la calidad de profesional y persona que es hoy en día, porque como usted digo la educación va más allá de lo que serían los contenidos. Muchas felicidades por su hoy Dr. Héctor.
Saludos, Juan Luis Dionisio Carrillo. Nos estamos leyendo…
Anónimo dijo…
Estimado Dr. Héctor Manuel Jacobo García me resonó profundamente, especialmente respecto a la transición de ser estudiante a convertirme en educadora. Me hizo reflexionar sobre los retos que enfrentaremos como futuros docentes, destacando que la educación no es solo un proceso académico, sino también emocional y personal. La descripción de la soledad y presión que sienten muchos maestros al inicio de su carrera me pareció muy acertada, es un desafío que muchos en formación también lo viven. La responsabilidad de guiar a los estudiantes, junto con las expectativas externas y la falta de experiencia, genera inquietudes y una sensación de carga. Sin embargo, confío en que la formación pedagógica que recibimos nos equipará para enfrentar estos retos con más confianza.

Además, el texto expresa la importancia de construir relaciones con los estudiantes y la comunidad, recordándome que enseñar va más allá de impartir conocimientos, se trata de crear conexiones y apoyar el aprendizaje individual. Esta visión me parece esencial para formar estudiantes críticos y empáticos. En resumen, el texto me ayudó a comprender mejor la responsabilidad y el impacto transformador de ser docente. Más que solo enseñar contenido, debemos fomentar en los estudiantes la conciencia crítica sobre su entorno. Agradezco al Dr. Héctor Manuel por compartir su experiencia tan honesta, ya que sus palabras me inspiran a continuar mi camino en la educación con entusiasmo y compromiso.
Atte. Gloria Margarita Vega Sánchez de la licenciatura en Educación.
Emily Nevarez dijo…
Increíble texto, Dr. Héctor Manuel Jacobo García, su forma de escribir y redactar, me gusto mucho y por lo tanto le aplaudo, eso es un don que pocos saben usar a como usted sabe hacerlo, conforme iba leyendo me pude ir metiendo poco a poco en la trama, imaginandome todos los escenarios y personas que menciona en su texto, fue un gran reto tanto personal como profesional al que usted se presento, si bien es cierto que como estudiantes "Vivivimos en la ilusión ideológica", solo nos preparamos en algunos aspectos dentro de nuestras realidades, nos enfocamos mas en la teoria que la practica, lo que muchas veces provoca la ausencia de distintos conocimientos a la hora de irnos a la vida laboral, es decir, el momento en que nos convertimos en educadores al frente de un aula. Es admirable como fue conciente y obtuvo control de todas esas emociones que le surgian durante su estadia, tambien como trabajo para buscar soluciones antes las necesidas que la comunidad presentaba, le agredezco por compartir su experiencia con nosotros.
Anónimo dijo…
Estimado Dr. Héctor Manuel Jacobo García, inicio este comentario agradeciendo por este texto que ha decidido compartir con el mundo, considero que es una anécdota que ha conseguido despertar algo en mi por el buen mensaje que nos deja. Sin duda alguna el miedo, la incertidumbre y la inseguridad son sentimientos que aparecen cuando nos adentramos a algo que nos parece totalmente desconocido, pues nos acostumbramos a lo seguro y a lo que sabemos con certeza que nos funciona sin atrevernos a romper esa burbuja en la que nos mantenemos encerrados. No cabe duda que en la vida siempre habrá piedritas en el camino que desafiarán todas nuestras decisiones y que nos harán un poquito más difícil el viaje, o habrá olas tan grandes que nos dará miedo remarlas, a veces uno mismo es quien se pone las limitaciones y en lugar de avanzar retrocedemos o nos quedamos en un mismo punto sin lograr un cambio, sin embargo, con lo que usted comenta en su texto, me hace reforzar la idea de que tenemos que aprender a derribar esos muros y confiar, a salirnos de nuestra zona de confort y dejar de resistirnos al cambio que, en muchas ocasiones, es el camino que nos lleva directo al éxito. Me parece que refleja de manera interesante el inicio y la transición de lo que fue iniciar en el campo laboral, y considero que es de admirar el valor y así mismo la iniciativa que tuvo para sembrar semillas que ayudaran a las personas de aquella comunidad a crecer sus raíces y explotar su potencial. Atte: Andrea Pauleth Bejarano Núñez, futura licenciada en educación que aspira dejar su granito de arena en el mundo
Anónimo dijo…
Estimado Dr. Hector Manuel Jacobo Garcia, ha sido un verdadero deleite y una practica enriquecedora, leer las memorias de sus pininos en la docencia, puesto que para aspirantes a educadores como nosotros, toda experiencia compartida representa una herramienta valiosa y de gran utilidad para enfrentar los diversos escenarios a los cuales el futuro en esta noble carrera nos puede contraponer. La forma en que aborda su historia, mediante descripciones tan minuciosas, presentándonos hábilmente tanto los detalles fisicos como los pensamientos y sentimientos que apremiaban a su persona en esos momentos, nos permiten como lectores trasladarnos al lugar y tiempo en la que los hechos se desarrollaban y envolvernos en su atmósfera, estimulando a la imaginación que evoca de forma vívida colores, olores y sabores, emociones y sensaciones haciendo fluir la empatia del lector hacia el protagonista de esta ilustradora historia.
Cuando comenzamos a formarnos como docentes, es probable que desconozcamos las dificultades qué podemos llegar a afrontar al transitar por este camino, relatos como el suyo nos iluminan sobre las realidades que desafían a los maestros al ejercer su profesión en un contexto que proporciona un país como el nuestro. Muchas veces no contemplamos que ser educador es una tarea ardua, que requiere de mucha paciencia, dedicación y sobre todo vocación diariamente, no nos imaginamos que podemos toparnos desde una persona con mente cerrada hasta una comunidad de restringido y sinuoso acceso, carente de la infraestructura y recursos necesarios para llevar a cabo nuestra labor, situaciones que requieren de nuestro ingenio y pericia para resolver y lograr el objetivo de enseñar. Vivencias compartidas como la suya son oro y luz para nuestra neofitez, son inspiración para tomar de referente en estas situaciones de dificultad.
Agradeciendo su valor y el tiempo dedicado a compartirnos sus memorias, me despido y le envío cordiales saludos. Alumna, Regina Osuna.
Anónimo dijo…
Estimado Dr. Héctor, quiero felicitarlo y decirle muy gran narración y escenario, pero la forma en la que escribió este fragmento de como una persona se atreve a enfrentar un cambio de entorno es una experiencia profundamente compleja y conmovedora. me di cuenta al leerlo que se encontraba atrapado en una búsqueda de pertenencia y un desencanto que lo dejaba sintiéndose aislado, ya que enfrentaba una lucha interna que, así como usted resuena con todos nosotros, ya sea en momentos de transición.
ahora en la forma de tomar su decisión de proponer clases nocturnas me imagino que no solo era un intento de acercarse a los jóvenes, sino también un acto de valentía en la búsqueda de conexión. y me doy cuenta de que en un mundo donde los valores comunes parecen desvanecerse, usted logro tejer lazo, encontrar un sentido y construir una comunidad en la nueva realidad, y su proceso que tomo de reconfiguración personal y profesional nos demuestra que es poderoso, ya que nos usted nos demuestra como la crisis pueden ser catalizadas con un gran crecimiento y adaptación.
Ahora solo para terminar quiero decirle que siento una gran empatía por su escrito por como logra tomar la situación a lo desconocido y a la confusión. ya que como todos alguna vez hemos experimentado momentos de duda y resistencia al cambio, pero claro todo está en como tomemos la mezcla de esperanza y temor a una experiencia nueva, el deseo de aferrarnos a lo familiar, incluso cuando debemos avanzar, es algo que muchos compartimos como lo hiso usted.
saludos y una gran felicitación de mi parte, att. Javier Valenzuela Rodríguez
Irais Yamileth paredes González dijo…
Estimado Dr. Héctor Manuel Jacobo García, es un honor poder leer su conmovedor relato, que ha dejado una huella profunda en mí. Este relato me inspira y motiva en mi carrera, ya que está repleto de valiosas lecciones y perspectivas históricas. La honestidad, integridad y pasión que se destacan son un ejemplo a seguir, especialmente para nosotros los jóvenes, que enfrentamos diversas influencias y desafíos. La llegada de este nuevo profesor en 1976 subraya la importancia de preservar nuestra herencia cultural e histórica y de honrar a quienes han trabajado grandemente por un futuro mejor. Su relato nos invita a seguir estudiando y aprendiendo.
Mariana dijo…
Que hermoso texto, debo decir que me conmovió hasta las lágrimas y disfrute infinitamente cada palabra, me sentí fascinada de leerlo, como si un amigo me contara sus vivencias. Gracias por compartirlo.
Anónimo dijo…
Estimado Dr. Héctor Manuel Jacobo García, es un placer y un gusto enorme el haber leído su relato, me pareció muy interesante, me gusto como relato los diferentes periodos históricos de la educación en México, lo que demuestra un gran dominio en el tema, es un relato que refleja una problemática común en la formación de docentes, destaca la importancia de la preparación practica en la formación docentes, la falta de experiencias y rutinas de trabajo profesional pueden generar una brecha entre la teoría y la practica, lo que puede llevar a una crisis, es ahí donde mi imaginación viaja a los miedos que enfrento y tenerlos que superar, como enfrentar el inicio de su carrera profesional, demuestra un gran interés y compromiso con su futuro, me conmueve su relato, como un joven de 18 años paso por todo eso a su edad, fue algo que le dio un golpe de realidad, y creo que mejoro para bien en todos los aspectos de su vida, y eso se demuestra en la calidad de persona y profesor que es usted, solo me queda agradecerle por este grandioso relato porque la docencia es un proceso crucial para garantizar la calidad de la educación y la practica, la colaboración es un elemento esencial para prepararnos a nosotros como futuros docentes y enfrentar los desafíos del aula.
Atte: Alumna de la Licenciatura En Educación
Arely Sarai Velazquez Jimenez
Rita dijo…
Buenas tardes, me gustó mucho esta lectura ya que presenta una narrativa profunda y conmovedora sobre la transición de un joven profesor hacia su nueva vida en una comunidad rural. Destaca la lucha interna entre el miedo a lo desconocido y el deseo de cumplir con su propósito. La forma en que se entrelazan las emociones con las interacciones significativas que tiene con la gente que lo rodea, destaca la importancia de la comunidad y la generosidad humana. Este texto nos recuerda que a pesar de los desafíos, cada nueva experiencia es una oportunidad de crecimiento y aprendizaje, y que el verdadero valor de la educación va más allá de las aulas. Es un testimonio inspirador de cómo enfrentarse a lo desconocido puede llevar a descubrimientos significativos y conexiones valiosas, ayudar a los demás haciendo lo que te apasiona y amas es un privilegio, cambiar miles de vidas con el paso del tiempo, tener experiencias distintas y por supuesto llevarse lecciones con uno mismo como aprendizaje diario.
naomy rodriguez zavala dijo…
A medida que se enfrenta a un entorno desconocido y desafiante, se siente atrapado entre su rol como educador y su propia inseguridad. Esta tensión entre la expectativa externa y la realidad interna invita a reflexionar sobre cómo nuestras identidades son moldeadas por las interacciones sociales y las circunstancias que nos rodean.

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