“No importaba que no tuvieran libros nuevos ni pizarras elegantes. Lo que importaba era que ahora sabían que las palabras podían ser suyas”
LA ESCUELA DE ESTEBAN
Juana Yudith Ramirez lerma
En una pequeña comunidad indígena, lejos de la traza
española de la Ciudad de México, Esteban soñaba con las letras. No porque las
conociera, sino porque las había visto en los libros que el Padre Jacinto llevaba
a la iglesia. En esos volúmenes de páginas amarillentas, cubiertas con cuero
gastado, se escondían los secretos de quienes sabían leer. Las letras no son
para nosotros, hijo, le decía su madre mientras molía el maíz para las
tortillas. Son cosas de los españoles, de los curas y de los escribanos.
Pero Esteban no se conformaba con eso. Quería saber
qué decían los libros, qué historias guardaban, qué significaban aquellas
líneas ordenadas con precisión sobre el papel.
Un día, mientras entregaba agua fresca al maestro
José, el hombre que enseñaba a los hijos de los criollos en la traza española,
vio sobre su escritorio un ejemplar de El
catecismo histórico de Fleury. Con disimulo, recorrió con los ojos las
marcas en las páginas. El maestro notó su curiosidad y, en lugar de apartarlo,
le hizo una pregunta que no se esperaba:
¿Te gustaría aprender a leer? Esteban sintió que el
corazón se le agitaba en el pecho. Nadie había hecho esa pregunta antes, asintió
con entusiasmo, aunque sabía que su familia no podría pagar una educación.
-Ven antes de que empiecen las clases le dijo el maestro, te enseñaré
en secreto.
Así comenzó su aprendizaje. Cada mañana, cuando el sol
apenas se pintaba de naranja, Esteban practicaba las letras con un pedazo de
carbón sobre tablillas de madera. Al principio, el deletreo le costaba, pero el
maestro le enseñó que era más fácil leer por sílabas: ca-sa, ma-no, li-bro.
Con el tiempo, el muchacho descubrió que aprender a
leer no sólo significaba reconocer palabras, sino también comprender lo que
decían los textos, los libros con los que practicaba no eran sólo para la
alfabetización; también enseñaban valores religiosos y normas de conducta, cada
lección traía una enseñanza como por ejemplo: obediencia, fe, respeto a la
autoridad.
Sin embargo, no todos los niños tenían acceso a esos
libros. En la traza española, los alumnos disponían de materiales y pizarras
para practicar la escritura, mientras que, en su comunidad, los pocos que
aprendían lo hacían con tablillas y polvo de carbón. Esteban notó la diferencia
y se preguntó por qué algunos tenían tantas oportunidades mientras otros apenas
podían formar sus primeras palabras. Pasaron los años, y cuando Esteban
dominó la lectura y la escritura, decidió hacer algo con su conocimiento,
reunió a los niños del pueblo bajo un gran árbol y, con su viejo ejemplar de El amigo de los niños de
Reyre, comenzó a enseñarles. Al principio sólo reconocían
las letras, luego las sílabas, hasta que finalmente pudieron leer por sí
mismos. No importaba que no tuvieran libros nuevos ni
pizarras elegantes. Lo que importaba era que ahora sabían que las palabras
podían ser suyas.
Mucho después, cuando recordaba sus primeras lecciones al amanecer, Esteban comprendió que aprender a leer no había sido sólo un acto de conocimiento, sino también de resistencia. Porque en cada palabra que escribía con sus alumnos, en cada historia que compartía, estaba construyendo un futuro donde las letras no serían sólo un privilegio de unos cuantos, sino un derecho para todos.
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