“La desesperación era tan fuerte, pero algo dentro de mí aún dudaba, algo dentro de mí no quería rendirse por completo”



 



LA SOLEDAD INCOMPRENDIDA


Javier Valenzuela Rodríguez

 

Desde que tengo memoria, siempre supe que había algo que me hacía diferente. En la escuela, mientras los otros niños corrían, reían y compartían secretos, yo me quedaba atrás, perdido en mis propios pensamientos, observando el mundo desde una distancia que, aunque física, también era emocional. Había algo en mi interior que me decía que algo no encajaba, pero no podía identificarlo. Las risas de mis compañeros, las conversaciones rápidas y los chistes en los que todos participaban, parecían un idioma que yo no entendía.

Mis padres notaban mi distanciamiento, pero no sabían cómo ayudarme. "Es solo un niño callado", decían. "Solo es un poco raro". No lo decían con maldad, pero sus palabras no hacían más que aumentar mi confusión. Las veces que intentaba hacer amigos, las cosas no salían como esperaba. No sabía cómo mirar a los ojos a las personas, cómo iniciar una conversación sin sentir que me ahogaba. Mis respuestas siempre eran torpes, desorganizadas, y me sentía observador, no participante, de un mundo al que nunca parecía pertenecer.

Cuando tenía ocho años, mi madre me llevó a una consulta con un especialista. Había algo en mí que no encajaba en su visión del niño promedio. Aquel médico, un hombre de barba canosa y voz calmada, me miró con una expresión que era mezcla de duda y comprensión. Después de varias consultas, pruebas y evaluaciones, llegó el diagnóstico. "Síndrome de Asperger", dijo con una seriedad que me aterrorizó. Mi madre lo miró confundida. No conocía ese término, y yo mucho menos. El médico comenzó a explicarnos qué significaba, pero en ese momento las palabras no tenían forma. Todo lo que entendí fue que no era "normal", y eso me hizo sentir aún más perdido.

En casa, la noticia fue un golpe. Mi padre, con su voz firme y siempre segura, intentó mantenerse optimista, diciendo que todo saldría bien. "Es solo una fase", me repetía. "Solo necesitas encontrar tu ritmo". Pero las cosas no mejoraban. Cada vez que intentaba hablar de algo, mis padres me miraban como si tratara de explicar algo imposible de comprender. Me sentía atrapado, condenado a un mundo que no podía entender.

A medida que fui creciendo, la brecha se hizo más amplia. Las diferencias entre yo y los demás se hicieron más evidentes. En la escuela secundaria, cuando los demás empezaron a formar grupos de amigos, yo me quedaba fuera, mirando con una mezcla de envidia y desconfianza. Mis compañeros hablaban de cosas que no entendía, como la música de moda, las fiestas, las bromas que compartían entre ellos. Yo no podía seguirles el ritmo. Y, lo que era peor, mis intentos de acercarme solo provocaban desconcierto o, en algunos casos, burlas. Mis respuestas eran torpes, y mi incomodidad era tan palpable que podía sentir la incomodidad en el aire, como una pesada carga que todos evitaban.

Era como si cada interacción, por pequeña que fuera, fuera una prueba que no podía aprobar. Las miradas en clase, las preguntas rápidas de los profesores, los comentarios casuales en los pasillos... Todo era un laberinto que no lograba comprender. ¿Por qué la gente se reía sin razón? ¿Por qué había tantas reglas no escritas? A mí no me importaba la ropa que usaban los demás, ni los juegos populares, ni los rumores que circulaban. Para mí, todo era un ruido distante. Lo único que me importaba era mi universo: los libros, las matemáticas, la lógica. Cosas que no requerían esa interacción caótica que dominaba el mundo que me rodeaba.

Mis padres, aunque intentaban ayudarme, también se sentían perdidos. Habían leído sobre el síndrome, hablado con especialistas, pero nada parecía ser suficiente. A veces, mi madre me observaba en silencio, como si quisiera decirme algo, pero no sabía cómo. Mi padre, por su parte, parecía convencido de que yo debía "superarlo", que debía aprender a ser "normal", a ser como los demás. Pero todo lo que intentaba solo me sumergía más en mi confusión y desesperación.

El mundo me miraba como una pieza rota. En la universidad, la cosa empeoró. Aunque mis calificaciones eran excelentes, la interacción social me resultaba insoportable. Las entrevistas de trabajo fueron mi peor pesadilla. A pesar de mi conocimiento, de mi habilidad para resolver problemas, los reclutadores solo veían un joven extraño que no encajaba, que no sabía cómo interactuar, cómo “venderse”. Nunca entendí por qué, si sabía tanto, me rechazaban una y otra vez. La ansiedad me atormentaba. El miedo al fracaso se convertía en una sombra constante, y cada rechazo era como un martillazo a mi esperanza.

Los días se volvían una rutina de lucha constante. Cada vez que alguien me hablaba, sentía como si una avalancha de pensamientos llegara a mi mente, haciendo que mis respuestas fueran desorganizadas, inapropiadas. En mi cabeza, los diálogos eran un caos, y las palabras parecían escaparse de mi boca antes de que pudiera entenderlas bien. Las miradas de desconcierto, los silencios incómodos, las risas nerviosas... Todo me golpeaba. A menudo me encontraba aislado, buscando refugio en mis pasatiempos solitarios, pero ni siquiera ellos podían calmar la tormenta interna que me consumía.

El colapso llegó un día cualquiera. Estaba sentado en la sala de espera de una oficina de empleo, mi corazón latiendo rápidamente, mis manos sudorosas. Sabía que me esperaba otra entrevista que probablemente no iría bien. La ansiedad me estaba estrangulando, y una sensación de desesperanza me invadió. Me levanté, salí a la calle y caminé sin rumbo. La ciudad, llena de ruido y movimiento, parecía ignorarme por completo. La gente iba y venía, y yo era solo una sombra entre ellos. Una pieza más en el rompecabezas que no encajaba.

Esa noche, encerrado en mi habitación, sentí una desgarradora soledad. La idea de seguir luchando me parecía inútil. El peso de la incomprensión, del aislamiento, me aplastaba. Había intentado ser valiente, pero las batallas no cesaban. Nadie me entendía. Nadie sabía lo que era estar atrapado en un cuerpo que no respondía de la forma correcta, en una mente que no podía comunicarse con el mundo que lo rodeaba.

Mi vida era una constante lucha. Cada día se sentía como una batalla perdida, un intento más de encajar en un mundo que nunca lograba comprender del todo. Desde que era niño, luchaba contra esa incomodidad interna, esa sensación de ser diferente, de estar desconectado de todo lo que sucedía a mi alrededor. Pero con el tiempo, esa lucha no solo se volvió más difícil, sino también más dolorosa. Era como estar atrapado en una rueda que giraba sin cesar, un ciclo que me dejaba más agotado, más agotado emocionalmente, y con menos esperanza en cada vuelta.

Las horas pasaban lentamente, con una carga invisible que me oprimía el pecho. La gente a mi alrededor, con sus interacciones naturales, su fluidez social, su facilidad para adaptarse a las circunstancias, me parecían seres de otro planeta. Yo, en cambio, era un extraño, un observador que no podía encontrar su lugar. Intentaba comunicarme, hacer amigos, encajar en las conversaciones, pero siempre algo me fallaba. Mis palabras se trababan, mi mente se nublaba, y terminaba sintiéndome más aislado de lo que ya me sentía.

Las luces de la ciudad brillaban a través de mi ventana, pero esas luces no me ofrecían consuelo, sino que solo me recordaban lo lejanas que estaban las respuestas que buscaba. Aquellas luces, que para los demás representaban vida, movimiento, posibilidad, para mí eran solo destellos de algo inalcanzable. Las veía parpadear con la misma indiferencia con la que yo observaba el mundo, como si todo girara sin mí, sin importar lo que yo pudiera hacer. El mundo allá afuera, lleno de ruido, de voces, de rostros que se cruzaban en la calle, era un lugar que sentía como ajeno, como un mar de sombras en el que nunca podría navegar. Todo fuera de mi habitación se desvanecía, se distorsionaba, y me quedaba atrapado en una cárcel de pensamientos y emociones que no podía compartir ni entender.

En las noches, el silencio de mi habitación, normalmente un refugio, se convertía en el eco de mi soledad. Estaba rodeado de cosas, pero aún así me sentía vacío. Miraba hacia el exterior, observando a las personas, con sus vidas tan llenas de interacción, de conexiones, de sonrisas, y me preguntaba si alguna vez podría ser parte de eso. Pero la respuesta siempre era la misma: no. Mi cuerpo parecía estar en este mundo, pero mi mente y mi alma no. Lo sentía cada vez que alguien me hablaba, cada vez que alguien me miraba como si fuera un enigma que no sabía cómo resolver. Sentía su incomodidad, y eso solo me sumía más en el abismo. Ya no sabía cómo salir de ese túnel, cómo dejar de ser un espectador y convertirme en un participante en la vida. Era como si las puertas del mundo se cerraran una y otra vez, y yo estuviera destinado a quedarme fuera, mirando desde el borde.

La gente hablaba, reía, se abrazaba, y yo no entendía por qué me resultaba tan difícil hacer lo mismo. ¿Qué me faltaba? ¿Por qué me era imposible seguir el curso natural de las interacciones sociales? El simple acto de decir "hola" me resultaba un desafío, y cuando lograba hablar, las palabras parecían salir de mi boca con torpeza, como si mi mente y mi cuerpo no pudieran ponerse de acuerdo en lo que tenía que hacer. La ansiedad que sentía al interactuar con los demás era tan fuerte que, en algunos momentos, sentía que me estaba ahogando. Las respiraciones se volvían entrecortadas, mi corazón palpitaba en mi pecho como si quisiera escapar, y mi mente se bloqueaba, incapaz de seguir el ritmo de lo que sucedía a mi alrededor. No sabía cómo comportarme, cómo reaccionar, y eso me aislaba más y más.

La tristeza me envolvía como una manta pesada. Sentía una desesperación profunda, como si estuviera atrapado en un cuerpo que no entendía, en una mente que no podía comprender el mundo que la rodeaba. Mis padres, aunque intentaban ayudarme, no podían hacer mucho más que ofrecerme consuelo, pero ¿cómo consolar a alguien que no sabe por qué se siente así? Ellos lo intentaban, lo hacían con amor, pero no podía evitar sentir que había una distancia, una brecha que no podían cruzar. No era culpa de ellos, pero era doloroso ver sus intentos por aliviar mi sufrimiento sin saber cómo hacerlo.

A medida que pasaba el tiempo, empecé a sentir que mis fuerzas se desvanecían. Las esperanzas que alguna vez tuve se iban desmoronando, como castillos de arena bajo la presión de las olas. Ya no creía que pudiera cambiar, que pudiera encontrar la manera de adaptarme al mundo. El esfuerzo era agotador, y lo que antes parecía posible, ahora me parecía un sueño lejano e irrealizable. Los días se convertían en una rutina de esfuerzo tras esfuerzo, sin resultados. Trataba de mejorar, de cambiar, de ser diferente, pero cada intento fallaba. La frustración se apoderaba de mí, y la ansiedad de saber que siempre estaría "fuera" de la corriente principal de la vida me llenaba de una tristeza insondable.

Las luces de la ciudad, esas luces que alguna vez pensaron que podrían guiarme, ahora parecían burlarse de mí, como si fueran un recordatorio constante de lo distante que estaba de la vida que otros llevaban con tanta facilidad. Había visto cómo mis amigos y compañeros lograban todo lo que yo deseaba: conexiones profundas, amistades, éxito profesional, una vida aparentemente plena. Yo, en cambio, seguía aquí, aislado, atrapado en una realidad que no lograba comprender. La idea de que nunca podría ser parte de ese mundo me aplastaba. La soledad se convirtió en mi única compañera fiel, una sombra constante que no me dejaba respirar.

Y fue en ese último suspiro de desesperación, cuando la tristeza ya no podía ser contenida, cuando el peso de los años de lucha se volvió insoportable, que tomé una decisión. Decidí que tal vez la mejor salida era desaparecer. No de una manera literal, sino emocionalmente. Mi cuerpo seguiría en el mundo, pero mi alma ya no lo haría. Ya no podía soportar más la carga de intentar encajar en un lugar donde nunca fui comprendido. No podía seguir siendo un extraño en mi propia vida. Pensé que si me desvanecía, si dejaba de luchar por un lugar en este mundo que nunca logró entenderme, tal vez, por fin, encontraría paz. O al menos, pensaba en ese momento, dejaría de sentir el dolor que me quemaba por dentro.

Pensé que desaparecer, que salir del escenario de esta vida, sería el último respiro de alivio que podría darme. Sería una rendición, sí, pero también una liberación. Porque si ya no estaba allí, si ya no trataba de ser alguien que no podía ser, tal vez el tormento cesaría. Al menos, eso pensaba, hasta que el peso de mi propia decisión me hizo detenerme por un momento. La desesperación era tan fuerte, pero algo dentro de mí aún dudaba, algo dentro de mí no quería rendirse por completo.

 

Comentarios

PECESITA-NUÑEZ dijo…
Javier Valenzuela cada que leía cada uno de tus párrafos, me sentía identificada porque tal vez yo no tenga una condición o una dificultad como tú lo mencionas pero me pasa sentirme muchas veces así como tú, la soledad es una hermosa amiga la cual no te juzga solo te escucha y con el tiempo aprender a verla como parte de tu vida para equilibrar esas emociones que no puedes dejar verlas a los demás, vivimos en una sociedad donde les falta muchísima empatia para los demás, algo tan fundamental como respetar y valorar a las personas sin importar como seas, nadie es perfecto y no venimos a este mundo a agradar a todos, es un orgullo para mí no ser igual o no hacer lo mismo que los demás hacen, si no soy comprendida o aceptada ya no está en mi.

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