“Porque el amor verdadero, el que de verdad toca el alma, aunque el tiempo pase, aunque la vida cambie, aunque el mundo siga girando… jamás se olvida”
LO QUE TOCA EL ALMA, JAMÁS SE OLVIDA
Esmeralda Zazueta Campos
Es imposible poner en palabras todo lo que uno siente cuando sabe que la despedida se acerca y no hay tiempo suficiente para decir todo lo que el corazón guarda. Esa noche en el hospital, cuando nos dijeron que ya no podían hacer nada por él, que solo quedaba despedirnos, sentí que el mundo se me desmoronaba. Era un dolor tan profundo, no había forma de asimilarlo, el llanto era tan fuerte, tan inmenso, que casi me ahogaba. El llanto, los abrazos, las miradas perdidas entre todos, como si todos tratáramos de encontrar una manera de decir adiós sin hacerlo, como si al no aceptarlo, pudiéramos detenerlo, como si al no soltarlo, pudiera seguir con nosotros.
Con el alma hecha pedazos, a mi lado, mi mamá, mis hermanos, todos temblando de dolor. Nos acercamos uno a uno a tratar de despedirnos, pero era demasiado difícil. Cuando yo logré acercarme a él, ya sin fuerzas para mantenerme firme y con la vista nublada. Mientras acariciaba su cabello blanco, entre todo ese llanto que apenas me dejaba ver, contemplaba su rostro tratando de que en mi mente se quedaran grabadas cada arruga, cada lunar, cada detalle. Tenía miedo de olvidarlos. Ahí, a su lado, con la voz quebrada, le susurré al oído: Te amo mucho, papi. Jamás te olvidaré, descansa y ya no sufras más. Siempre te voy a amar. Con un enorme nudo en la garganta, fue todo lo que pude decir, pero en mi corazón había tantas cosas que no salían, tantas palabras atrapadas que no alcanzaron a escapar. Tomé su mano, la sentí tan fría, y en ese momento sentí que mi corazón se detenía junto al suyo. Ese sentimiento, esa sensación, es indescriptible.
Sentí que no fue
suficiente. Que todo lo que podía decir no alcanzaba para transmitir lo que mi
alma sentía. Aún con su mano fría en la mía, en mi egoísmo por no sentir ese
dolor tan grande, le dije que no me dejara, no quería dejarlo ir. Quería que
despertara, abrazarlo, quería que él me abrazara como solo él sabía, como
cuando era niña y me hacía sentir que nada malo podía pasarme si él estaba ahí.
Pero esta vez, no podía protegerme de lo que estaba pasando.
Esa era la última vez que podía estar junto a él, la última vez que podía despedirme, y sentí que no fue suficiente, me sentía tan incompleta.
Esa noche, la oscuridad no solo se adueñó del espacio, sino también de mis pensamientos. El llanto y las lágrimas que no dejaban de caer se mezclaban con un pensamiento constante: ¿Fue suficiente? ¿Hice todo lo que pude? Y la respuesta era siempre la misma: no. Porque creo que el amor nunca es suficiente cuando lo sentimos tan grande, cuando deseamos no haber dejado nada sin decir. Aunque tratábamos de ser fuertes, la tristeza se nos desbordaba. Mi corazón estaba roto, y no sabía cómo iba a poder salir adelante. Me quedé con tantas palabras en mi alma, con tantas más veces que quise decirle “te amo”, pero no lo hice.
Hoy, al mirar atrás, aunque dicen que el tiempo es sabio, aún me duele como aquel día. El dolor de esa despedida nunca se fue y creo que nunca se irá. Quisiera haberlo abrazado más fuerte, nunca soltarlo, haberle dicho lo que no dije, haberle mostrado más de lo que sentía. Ese abrazo suyo, tan reconfortante, tan seguro, me falta. A veces, me pregunto si alguna vez aprenderé a vivir con la ausencia de esa sensación. Porque el amor duele, duele cuando ya no puedes tocar a la persona que amas. Duele cuando sabes que nunca más escucharás su voz en esta vida. Duele cuando recuerdas todas las veces que pensaste que habría más tiempo y, de repente, ya no hay más.
Pero ese amor sigue vivo, aunque su cuerpo ya no esté. Se queda, se queda en mis recuerdos, en el alma. Se queda en las risas que nos dejó, en las enseñanzas que nos dio, en las veces que nos cuidó sin que nos diéramos cuenta. Se queda en las canciones que nos recuerdan a él, en los olores, en las palabras, en las historias, en cada cosa que hacía que su presencia fuera un hogar.
Hace algunos ayeres tomé una decisión que tal vez para algunas personas pueda parecer insignificante o tonta, pero para mí es un recordatorio de que, así como lo llevo en mi corazón, también decidí llevarlo en mi espalda, tatuado con las palabras que me sostienen, como el mismo espinazo cuando siento que me caigo: lo que toca el alma jamás se olvida. Porque, aunque su cuerpo ya no esté, su amor sigue aquí, en cada latido, en cada pensamiento, en cada lágrima que a veces se escapa sin aviso.
Hoy en día, he aprendido que la vida no permite retroceder el tiempo, y lo que queda es lo aprendido. Actualmente, soy más demostrativa con el amor, porque entendí lo frágil que es. Y aunque desee haberle dicho más veces “te amo”, ahora me esfuerzo por hacerlo con aquellos que aún puedo abrazar, por no dejar escapar cada oportunidad para mostrarles cuánto los quiero. Ahora, cuando estoy con mi mamá, no dejo pasar un día sin decirle que la amo, sin abrazarla como si fuera la última vez, porque entendí que no hay tiempo garantizado. Lo que no decimos, lo que no expresamos, se queda ahí, guardado, y el dolor de no haberlo hecho puede ser mucho más grande que el amor mismo.
Últimamente, me encuentro reflexionando más sobre todos esos amores que se quedan, sobre el amor que no se olvida, ese que toca el alma y jamás se borra. Porque el amor que siento por mi papá, el amor que él me dio, permanece en mí, incluso después de su partida y siempre será así. Porque el amor, aunque duela, nos recuerda que tuvimos la fortuna de haberlo sentido.
Porque el amor verdadero, el que de verdad toca el alma, aunque el tiempo pase, aunque la vida cambie, aunque el mundo siga girando… jamás se olvida.
Comentarios
Ojalá estas palabras toquen sus almas como a mí me tocaron al escribirlas.
Saludos y esperamos más de tus relatos, Mtro. José Manuel Frías Sarmiento