“¿Cómo se deja ir a alguien que era tu todo? ¿Cómo se sigue adelante cuando el corazón se niega a olvidar?”


 



UN DÍA MÁS

 

Javier Valenzuela Rodríguez

 

No sé en qué momento exacto empezó a doler tanto. Tal vez fue aquella mañana en que desperté, giré hacia tu lado de la cama y encontré sólo un espacio vacío. O, tal vez, fue cuando me di cuenta de que la ausencia no era un estado pasajero, sino una condena eterna, un eco constante de lo que alguna vez fuiste y ya no eres. Pasaron semanas, meses, estaciones completas. Las flores florecieron, se marchitaron, y luego volvieron a crecer. La vida siguió su curso como si nada hubiese pasado, pero para mí, todo se detuvo. El tiempo ya no tenía sentido.

Esa noche, como tantas otras, me acosté con la esperanza de que el sueño me brindara algo de tregua. Cerré los ojos, pero no encontré paz, sólo el desmadre ensordecedor de mis propios pensamientos. Era como un coro cruel, recordándome que todo lo que alguna vez tuve se había desvanecido. Y entonces ocurrió.

Primero fue un susurro, apenas un murmullo en la profundidad de mi mente. Creí haber imaginado tu voz, como tantas veces antes, pero esta vez era diferente. El susurro se convirtió en un eco, y luego, como si el universo estuviera jugando conmigo, ahí estabas tú.

No era una imagen borrosa ni un recuerdo confuso. Eras tú, completa, tangible, tan real que mi corazón se detuvo. Llevabas aquel vestido verde que tanto amabas, ese que me decías que te hacía sentir invencible, como si pudieras conquistar el mundo. Tu cabello caía en suaves ondas sobre tus hombros, y tu sonrisa… esa sonrisa que solía iluminar mis días más oscuros, ahora me desgarraba.

“¿Cómo estás aquí?”, murmuré con una mezcla de incredulidad y temor. Mi voz apenas era un hilo, como si temiera que, al hablar más fuerte, todo se desmoronara.
“Siempre he estado aquí”, dijiste, con una calma tan serena que dolía.

Tu voz era un alivio y una daga al mismo tiempo. Era como escuchar una canción que hace mucho no escuchaba, una melodía que reconocía, aunque cada nota me partiera en pedazos. Dudé si acercarme, si tocarte, pero antes de que pudiera decidir, tú tomaste mi mano. Sentí el calor de tu piel, y por un instante, todo cobró sentido.

“Y sé que no es correcto pedirte otro beso, pero yo te lo ruego… quédate conmigo, aunque sea sólo esta noche. Dame este momento y después te prometo… prometo soltarte, aunque me parta el alma hacerlo.”

No respondiste de inmediato. Sólo me miraste con esos ojos tuyos, esos que siempre parecían ver más allá de lo que yo era capaz de mostrarte. Luego entrelazaste tus dedos con los míos y sonreíste, como si el tiempo nunca hubiera pasado.

“Vamos a caminar”, dijiste con esa chispa traviesa que siempre me desarmaba.

Y de pronto, no estábamos en mi habitación. Estábamos en la calle, pero no era la misma ciudad. Todo parecía más brillante, más nítido, como si el mundo entero hubiera sido pintado con los colores de nuestros recuerdos. Caminamos por el parque donde solíamos sentarnos a hablar de sueños y futuros que nunca llegarían. Pasamos frente a tu casa donde pasábamos horas, construyendo figuras con las estrellas en el cielo y riéndonos de nuestras propias inseguridades.

“¿Te acuerdas de esto?”, señalaste un mural desgastado por el tiempo.
“¿Cómo podría olvidarlo?”, respondí con la voz rota. “Fue aquí donde me dijiste que querías recorrer el mundo… conmigo.”

Reíste, pero tu risa tenía un tono melancólico que me atravesó. Era como si escondiera un secreto, uno que yo aún no podía comprender.

“¿Por qué estamos aquí?”, pregunté al fin. La angustia se desbordaba de mi pecho, como si mi cuerpo supiera algo que mi mente aún no aceptaba.
“Porque lo necesitabas”, respondiste sin mirarme.

El mundo comenzó a desvanecerse a nuestro alrededor, como una pintura diluyéndose bajo la lluvia. De repente, estábamos de nuevo en mi habitación. Te sentaste en mi cama, en el lugar que solía ser tuyo. Te recostaste con esa naturalidad que me hacía sentir que todo estaba bien, como si el universo no estuviera colapsando dentro de mí.

“Quédate. Sólo por esta noche”, susurré, con una desesperación que no podía ocultar. “Quédate y fingiremos que todo está bien, que esta vez será diferente.”

Tus ojos se llenaron de lágrimas, pero aún sonreías. Esa sonrisa tuya que dolía tanto como sanaba.
“No puedo quedarme”, dijiste al fin. Tu voz era suave, pero cada palabra era un golpe directo a mi alma.

“¿Por qué no? Haré todo lo que haga falta. Cambiaré. Seré mejor. Sólo dime cómo, y lo haré.”

Te inclinaste hacia mí, tomando mi rostro entre tus manos. Era un gesto tan íntimo, tan lleno de amor, que por un momento creí que todo podía ser verdad, que esto era real. Pero entonces vi la tristeza en tus ojos, una tristeza que nunca había visto antes.

“No puedo quedarme porque nunca estuve aquí”, susurraste.

El mundo se desmoronó. Mi mente se negó a aceptar tus palabras. Intenté aferrarme a ti, pero mi mano atravesó tu figura como si fueras humo.

“No. No. Esto no puede ser. ¡Tú estás aquí! Puedo sentirte, puedo verte”, grité, mientras tú te desvanecías poco a poco.

“Despierta”, dijiste, con tu voz apenas un eco.

Y entonces lo entendí.

Abrí los ojos de golpe. La habitación estaba oscura, silenciosa, opresivamente vacía. El aire era pesado, y mi pecho ardía con un dolor que no podía contener. Me llevé las manos al rostro y solté un grito mudo, ahogado en lágrimas que no dejaban de caer.

Habías vuelto, pero sólo en mis sueños. Y ahora te habías ido de nuevo.

Tus últimas palabras seguían resonando en mi mente:
“Qué tal si no me despides... pero al mismo tiempo aprendes a dejarme ir.”

Me quedé ahí, mirando el techo, tratando de encontrar sentido en algo que nunca lo tendría. ¿Cómo se deja ir a alguien que era tu todo? ¿Cómo se sigue adelante cuando el corazón se niega a olvidar?

Quizá algún día lo entenderé. Pero no hoy. Hoy sólo soy un hombre que todavía te ama, y que, en el fondo, sólo quiere un día más contigo.


Comentarios

Entradas más populares de este blog