“Sesión tras sesión, mi profesor me ha dado la tarea de hacerme preguntas: preguntas tontas, preguntas increíbles, simplemente hacerme preguntas de todo lo que no sé"
LA IGNORANCIA TE ATRAPA
SI NO TE CUESTIONAS
Kenia Yamileth Ortiz Leal
Pensamiento Filosófico
de la Educación, la primera materia que, sin saberlo, me quebraría la cabeza
dos días a la semana. Parecía una materia de relleno o, al menos, así la
percibía yo en un inicio, pero poco a poco fui comprendiendo su gran importancia
en la educación.
Desde hace tres
meses, he tenido la tarea de ser una persona más filosófica. He tenido que
adentrarme en las grandes dudas de la vida y de todo lo que me rodea, pero
especialmente en el ámbito de la educación. Sesión tras sesión, mi profesor me
ha dado la tarea de hacerme preguntas: preguntas tontas, preguntas increíbles,
simplemente hacerme preguntas de todo lo que no sé, para después darme cuenta
de que no sé nada y que todo aquello que creía saber y tomaba como una verdad única
era sólo una de tantas opciones existentes. He aprendido que, para aprender a
filosofar, no basta con hacerlo en clase o cuando el profesor está presente. Es
aprender a vivir una vida diaria llena de cuestionamientos y reflexiones que me
ayuden a pasar de un pensamiento a otro, más abierto y con más dudas.
Entrar a clases de
filosofía con mi Maestro Frías ha sido todo un reto. Desde el día uno, llegó
planteándonos preguntas filosóficas de la educación, y me hizo darme cuenta del
poco gusto que le había puesto a la nueva etapa de mi vida. No puedo creer que
ni siquiera sabía los nombres de mis futuros maestros, ni los nombres de las
materias que me impartirían. Día con día, me hacía cuestionarme si estaba
realmente interesada en la carrera, y, aunque yo sabía que era la carrera que
siempre había querido, mi falta de interés por saber más allá de lo poco que
sabía hacía parecer que la carrera no me interesaba ni un poco.
No mentiré
diciendo que ya le agarré el gusto a la filosofía; sería mentirme a mí misma.
Sin embargo, he dado un avance enorme en este gran recorrido de la reflexión y
el cuestionamiento. Ahora trato de hacerme más preguntas sobre las cosas más
sencillas de mi rutina diaria. Por ejemplo: ¿Por qué paso más tiempo en mi
celular que con un libro en mano? ¿Por qué me siento incapaz de escribir algo
que pueda tener un impacto en los demás? ¿Qué cosas he hecho a lo largo de la
vida para llegar hasta dónde estoy? Y, como ésas, me he hecho muchas más
preguntas. Pero a medida que respondo una, me surge otra más grande y así
sucesivamente, hasta darme cuenta de que la filosofía me acompañará por el
resto de mi vida, porque siempre habrá información nueva que aprender, puntos
de vista diferentes y verdades desconocidas. Toda la vida tendré que desaprender
lo que en algún punto aprendí para poder salir de esa gran esquina de la
ignorancia.
Puedo recordar
cómo mi emoción crecía sesión tras sesión; mi gusto por escuchar a mi maestro
aumentaba, pero mis ganas de aprender algo nuevo y misterioso para mí eran más
grandes que las propias dudas que tenía. Hubo días en los que realmente me
perdía en mi mente mientras el profesor hablaba. No podía evitar hacerme mil y
una preguntas sobre él. Por ejemplo: ¿De buen humor? ¿Cuántas preguntas se ha hecho a lo largo de la vida y cuál ha sido la
más importante? ¿Filosofar lo ayuda a resolver sus problemas? Puedo seguir
poniendo ejemplos de todas las dudas que me generaba el ver a mi profesor, pero
mejor hablo de lo que aprendí al hacerme esas preguntas: pude comprender que,
así como yo, mi maestro, en algún punto de su vida, no sabía tanto, lo cual me
inspiró a seguir sus pasos o tratar de hacer un camino similar al de él. Me
ayudó a ver mi gran potencial interno, el cual escondo por mis grandes miedos y
errores del pasado. Entré a un mundo en donde los límites y fronteras no
existen, en donde preguntar es la clave para avanzar, y el aceptar que no sé
nada me hace saber lo que creo saber. Hoy puedo decir que sé más que ayer, pero
menos que mañana, y eso me llena de emoción para seguir avanzando y creciendo
personal e intelectualmente.
Fue bastante
curioso para mí el aprender sobre grandes filósofos que ayudaron a la
educación, pero más curioso fue relacionarlos con mis maestros actuales o que
en algún momento me impartieron clases. Relacionar a mi Maestro Frías con
Sócrates, imaginar que mi maestro es una proyección actual de lo que alguna vez
fue Sócrates, un hombre lleno de conocimiento, pero que aún así decía: "Yo
solo sé que no sé nada". Un filósofo que no sólo te brinda conocimiento,
sino que te da apertura a la reflexión de aquello que estás aprendiendo;
filósofo que te provocaba a través de las preguntas, de la gran mayéutica.
Mi filósofo favorito fue Comenio. Me parece un hombre muy revolucionario para su época. Tenía ideas como que la educación debía ser de todos y para todos, implementar imágenes en los textos para el aprendizaje. Él criticó el método memorístico, lo cual es algo que la NEM (Nueva Escuela Mexicana) también pide dejar de lado. Comenio vino a dejarnos como enseñanza que la educación debería ser por gusto y no por imposición, y cada uno de esos puntos lo hicieron un filósofo muy criticado en su época. Sin embargo, a día de hoy podemos ver cómo sus ideas revolucionaron, en gran parte, la educación.
Ahora quiero
hablar de la importancia que tendrá en mi práctica docente la filosofía.
Lo que he
aprendido a través de estos casi cuatro meses es que la filosofía es la base de
todas las ciencias. Para mí, toda ciencia debe tener a un grupo de filósofos
que se cuestionen y respondan preguntas importantes sobre las prácticas que se
están llevando a cabo, para así poder encontrar problemas y darles soluciones
de forma correcta y eficaz.
Pero, hablando
exclusivamente de la educación, ¿qué importancia tiene la filosofía? Contaré un
pequeño relato de algo que me sucedió en primaria, hace aproximadamente diez
años.
Yo, una niña
bastante callada, pero muy curiosa, delgada, morena, con dificultades visuales
y problemas económicos, era el blanco perfecto para todos aquellos compañeros
que querían desquitar su enojo y frustración. Pero no sólo de los compañeros,
sino también de los maestros que no tenían ni un poco de empatía con sus
alumnos.
Recuerdo que mis
primeros tres años de primaria fueron muy tranquilos; nadie me molestaba, yo
siempre participaba, me encantaba asistir a clases, era la favorita entre las
profesoras de los primeros grados, en especial de mi maestra Palmira. Palmira
fue una pieza importante en mi formación y en mis sueños a futuro, una maestra
que atendía las necesidades de cada uno de sus alumnos, llevaba bolsas de fruta
para todos y las que me las regalaba a mí, pues ella era consciente de los
problemas de dinero que había en mi hogar. Una maestra muy cálida y dedicada,
que me abrió las alas y me enseñó que yo podía lograr todo lo que me
propusiera. Ella pagó mis estudios, convivios y todo lo que se ocupara para
pagar el año en el que ella me impartió clases. Se preocupó por mi educación,
pero no sólo por eso, también por mi bienestar como infante.
Pasaron tres años
y, por fin, pasé a cuarto grado. Eso me ponía feliz, pues ya me sentía grande,
ya iba a comenzar a usar plumas y a sentarme en la mesa que quisiese en el
recreo, pues ya no era de las pequeñas. Me hice una y mil historias en mi
cabeza de lo genial que sería cuarto grado para mí, pero, sin esperarlo, todo
se me vino abajo. Entré a este nuevo salón con mi nuevo profesor llamado
Enrique, el cual se convertiría en una pesadilla para mí.
Enrique era un
maestro poco empático, nos humillaba enfrente de todos los demás, nos apagaba
los aires a la una de la tarde (cuando recién comenzaron las escuelas de tiempo
completo), sin importarle que estuviéramos a 30°. Nos hacía memorizar todo, nos
castigaba quitándonos el recreo y nunca escuchaba las peticiones de los
alumnos. Parecía ser que el maestro odiaba ser maestro y que los alumnos
odiábamos ser sus alumnos. Nadie notó que los alumnos del maestro Luis Enrique
eran cada vez más violentos, más sumisos, más callados. En mi caso, las ganas
de ir a la escuela se habían ido como barco en el mar, ya no quería levantarme
de la cama, pero lo más preocupante fue que comencé a ser una niña sumamente
nerviosa, lo cual me trajo problemas de salud. Cada vez que veía al maestro, me
comenzaba a doler el estómago, un dolor tan fuerte que me daban ganas de llorar
y salir corriendo. Ese dolor cada día era más frecuente, pero se empezaba a
acompañar con sudoración, dolor de cabeza y temblores por todo el cuerpo. Día
con día, mis días se volvían más grises.
Ingenuamente creí
que mi maestro sería el único que me haría la vida imposible ese año, pero no
fue así. Como por arte de magia, me convertí en la burla de los demás, de mis
compañeras lindas, de mis compañeros con dinero, de los blancos, de los buenos
en deportes, de aquellos que tenían un peso acorde a su edad y estatura y de
los que no necesitaban un par de cristales para poder ver y aprender. Pasé de
ser una niña segura de mis conocimientos y habilidades, a una niña que no
opinaba por miedo a las risas y burlas, que se escondía detrás de sus sábanas,
y su único lugar seguro era en uno de los rincones de su casa.
Mis calificaciones
ese año bajaron bastante, mis faltas eran muchas y mi silencio era tenebroso.
No sabía qué me había pasado, pero sabía que no era la misma. Nadie lo notó,
nadie notó el cambio que hubo en mi grupo, pero tampoco notaron el cambio que
hubo en mí. A nadie le importó ayudarnos. Nadie estuvo para nosotros, ni
siquiera los demás maestros.
Mis padres siempre
estaban ocupados, tenían que trabajar y llevar comida a casa. Aun así, notaron
que yo me comportaba de una forma extraña. Mi mamá, una mujer que hacía lo que
fuera por sus hijos, se sentó a platicar conmigo y me pidió que le contara
todo. Cuando terminé de contarle, noté su mirada llena de enojo y lágrimas
recorrer su rostro. Ella sabía el gran peso que yo cargaba y no se quedó con
los brazos cruzados.
Al día siguiente
de nuestra charla, fue conmigo a la primaria y se dirigió a la dirección. Habló
con el director y las personas que se encontraban presentes, pero nadie la
escuchó y le dijeron que esos eran “inventos de los niños”. Mi madre, sin poder
creer lo que estaba escuchando, se dirigió directamente con Luis Enrique, pero
le fue mucho peor. Él no la volteó ni a ver y sólo se comenzó a reír. Era
increíble cómo nadie se tomó el tiempo de escucharla y, peor aún, no creer lo
que una alumna contaba.
Este problema
creció después de que mi maestro de Educación Física me empujó por el hecho de
que yo no quería jugar fútbol. Mi mamá tuvo que amenazar al maestro y a la
dirección de que los demandaría o iría directamente a la Secretaría de
Educación Pública y Cultura.
La primaria 21 de
Marzo nunca hizo nada por sus alumnos. Yo no fui la única afectada; éramos más,
éramos un chingo, pero para ellos sólo éramos unos niños sin poder alguno.
Todos estos
sucesos me llevan a la conclusión de: ¿Qué hubiera pasado si mi primaria
hubiera tenido filósofos interesados en solucionar problemas? Filósofos que
hubieran notado las faltas inusuales de los alumnos, que se hubieran percatado
de los niños que amarraban a los árboles o golpeaban en las esquinas de la
escuela, filósofos que se hubieran sentado a preguntarnos: “¿Qué te sucede?”.
Pero, sobre todo, que nos hubieran creído.
Mi experiencia en
primaria pudo haber sido buena y bonita, como lo fueron los primeros tres años,
pero no existía nadie interesado en la educación que se estaba llevando a cabo,
ni en si las prácticas eran las correctas. No había nadie cuestionándole a los
maestros lo que hacían o no hacían; no había NADIE interesado en que la escuela
fuera un lugar seguro para todos y todas.
En mi futuro como
docente, la filosofía me ayudará a pensar más allá de lo que mis ojos ven y de
lo que ya sé. Me ayudará a darme cuenta de las señales de alerta de mis alumnos
y de mis colegas. La filosofía me ayudará a ser una maestra que se cuestione
todo y que reflexione sobre sus propias prácticas.
Haré que nadie más
vuelva a vivir el sufrimiento que yo viví, que ningún niño se esconda debajo de
las cobijas por miedo de ir a la escuela, y que nadie más dude de sus grandes
capacidades para ser una gran persona en un futuro.
Filosofar nos
invita a un mundo que no conocíamos y a conocernos aún más a nosotros mismos.
Un maestro tiene la tarea de conocerse por completo, para así reconocer las
habilidades y las áreas donde puede mejorar y ser un maestro de calidad, que le
brinde las herramientas necesarias a sus alumnos para poder adquirir
conocimientos y ponerlos en práctica en su vida fuera de la escuela.
La filosofía está
presente sin que nosotros nos demos cuenta, nos acompaña desde que hacemos uso
de la conciencia y se queda con nosotros en todo el recorrido de nuestra vida.
Está con nosotros en nuestros días más tranquilos, pero también en los más
oscuros.
Hagamos de la
educación una práctica filosófica que nos ayude a seguir mejorando, para que
los jóvenes de hoy sean los pilares de una futura sociedad: una sociedad con
nuevos ideales, nuevas metas, nuevos conocimientos y con una diferente forma de
ver y de vivir la vida.
Volviendo al inicio de este texto: la llave para las ataduras de la ignorancia es el cuestionamiento.
Comentarios