“El día en que comenzó su viaje formal en la escuela de pedagogía, Miryan sintió que algo dentro de ella despertaba"
LA
MAESTRA DE LAS PREGUNTAS
Miryan
Sinnai López Cabrera
Había una vez una
joven llamada Miryan, llena de curiosidad y preguntas que parecían no agotarse
nunca. Vivía en un pueblo pequeño rodeado de montañas imponentes, donde los
días transcurrían con la calma propia de los lugares apartados del bullicio de
las grandes ciudades. Las calles polvorientas se llenaban del eco de risas
infantiles, mientras los adultos trabajaban bajo el sol o charlaban a la sombra
de los árboles. Desde niña, Miryan sentía que había algo más allá de lo que veía
a su alrededor, algo que no podía nombrar pero que la impulsaba a mirar más
allá del horizonte, a preguntarse sobre el sentido de las cosas y a buscar en
los rincones más pequeños del mundo respuestas que parecían esquivas.
Siempre había
tenido un amor innato por el aprendizaje, pero no por memorizar datos ni por
las lecciones repetitivas de la escuela. Lo que Miryan amaba era la idea de
descubrir. A veces, se perdía en la contemplación del cielo estrellado,
pensando en las historias que las constelaciones podían contarle. Otras veces,
se sentaba junto al río cercano a su casa y observaba cómo el agua fluía
incesante, llevándose consigo hojas, ramas y reflejos de luz. "¿A dónde va
toda esa agua?" se preguntaba. Pero lo que más intrigaba a Miryan era cómo
las personas entendían el mundo, cómo formaban sus ideas, sus sueños, sus
miedos. Y así, sin saberlo, desde pequeña había comenzado a caminar un sendero
que la llevaría hacia la pedagogía.
El día en que
comenzó su viaje formal en la escuela de pedagogía, Miryan sintió que algo
dentro de ella despertaba. El aula era sencilla, con pupitres de madera gastada
y una pizarra que había visto mejores días. Allí, conoció al profesor Frías, un
hombre cuya sola presencia parecía llenar el espacio de una calma profunda. No
llevaba consigo libros ni apuntes, sólo una tiza que usó para escribir en la
pizarra una sola palabra: “Educación”. Después de escribirla, se volvió hacia
sus estudiantes y los miró con una intensidad que los hizo sentir como si cada
uno de ellos fuera la única persona en la sala.
—¿Qué significa
esta palabra para ustedes? —preguntó, con una voz que no necesitaba alzar para
hacerse escuchar.
Las respuestas
llegaron rápidamente:
—Es aprender cosas
nuevas.
—Es estudiar para
tener un buen trabajo.
—Es prepararnos
para la vida.
Frías escuchó cada
una de las respuestas con atención, sin interrumpir ni corregir. Miryan, que
estaba sentada al fondo, observaba en silencio. Había algo en la manera en que
Frías escuchaba que la hizo sentir que sus palabras importarían, que valía la
pena arriesgarse a responder. Cuando el profesor le dirigió la mirada y le
preguntó directamente, su corazón comenzó a latir con fuerza.
—¿Y tú, Miryan?
¿Qué significa para ti?
Ella tragó saliva.
No tenía una respuesta preparada, pero sintió que las palabras salían de algún
lugar profundo dentro de ella.
—Creo que es algo
más... algo que nos ayuda a conocernos a nosotros mismos y a entender a los
demás.
Frías sonrió.
—Exacto. La
educación no es sólo para saber cosas. Es para ser.
Ese día, Miryan
salió del aula sintiendo que había dado un pequeño paso hacia algo inmenso,
algo que apenas podía vislumbrar pero que la llenaba de emoción. A medida que
pasaban los días, las clases con Frías se convirtieron en su momento favorito.
No eran clases comunes; eran como viajes a través del tiempo y las ideas. Frías
les hablaba de Sócrates, de cómo usaba las preguntas para guiar a sus
estudiantes hacia el conocimiento, en lugar de darles respuestas. Les contaba
sobre Rousseau y su creencia en que los niños debían aprender de la naturaleza,
libres de las imposiciones de la sociedad. Y les hablaba con especial pasión de
Paulo Freire, cuyas ideas transformadoras sobre la educación resonaban
profundamente en Miryan.
—Freire decía que
la educación debe ser un acto de liberación —les explicaba Frías, con un brillo
en los ojos—. No se trata solo de enseñar a leer o escribir, sino de enseñar a
leer el mundo.
Cada palabra de
Frías era como una semilla que germinaba en la mente de Miryan. Un día, en
lugar de dar clase en el aula, Frías llevó a sus estudiantes al bosque cercano.
Bajo la sombra de un árbol majestuoso, les pidió que cerraran los ojos y
reflexionaran sobre lo que realmente querían enseñar algún día. Miryan sintió
el viento acariciar su rostro y el sonido de las hojas crujir bajo sus pies. En
ese momento, recordó algo que Frías les había dicho días antes:
—La educación es
como el agua de un río. Siempre fluye, siempre cambia, pero nunca pierde su
esencia.
De repente, lo
entendió. Más allá de los libros y las lecciones, quería enseñar a soñar. No a
soñar como una forma de escapar, sino como una manera de imaginar un mundo
diferente, un mundo mejor. Quería ayudar a sus futuros alumnos a entender que
tenían el poder de transformar la realidad que los rodeaba.
Con el tiempo,
Miryan y Frías comenzaron a trabajar juntos en proyectos comunitarios. Llevaban
libros a las plazas y mercados, organizaban talleres de lectura para las madres
y sus hijos, y creaban espacios donde los jóvenes podían hablar de sus sueños,
miedos y esperanzas. Frías siempre decía:
—La verdadera
educación no ocurre en las aulas, sino en el corazón de las comunidades.
Una tarde,
mientras caminaban junto al río, Frías le compartió algo que Miryan nunca
olvidaría:
—La filosofía de
la educación es como un espejo, Miryan. Nos muestra quiénes somos y también lo
que aún no hemos llegado a ser. Nunca dejes de preguntarte: ¿qué estás
enseñando? ¿Por qué lo haces? ¿Y para qué?
Cuando Frías ya no
estuvo, su ausencia dejó un vacío profundo, pero también un legado que vivía en
cada idea, en cada recuerdo, en cada palabra que él había compartido. Miryan se
convirtió en maestra, una que no solo enseñaba conocimientos, sino que
inspiraba a sus alumnos a cuestionar, a soñar, a construir. La llamaban “la
maestra de las preguntas”, porque siempre los animaba a ir más allá, a buscar
sus propias respuestas.
Con los años,
Miryan comprendió que la educación no era un destino, sino un viaje continuo,
lleno de desafíos, pero también de momentos de descubrimiento y transformación.
Y aunque sabía que nunca podría recorrer todo el camino, eso no la desanimaba,
porque entendía que cada paso, por pequeño que fuera, podía cambiar vidas,
incluso la suya.
Comentarios
Me gusta tu interés por aprender, por poner en jaque tus conocimientos y preguntar siempre, aunque hables poco en clase; y te agradezco me incluyas en tu relato. Es un honor ser parte de La Maestra de las Preguntas.
Saludos, Muchas gracias y Felicitaciones. Mtro. José Manuel Frías Sarmiento
¡Un saludo y gracias de nuevo! 😊