“El chillar de la manteca en la olla cuando le aventaba mi abuela una buena cantidad de frijoles, arrojaba una llamarada que casi llegaba al techo, pero que después olía a gloria”






TORTILLAS DE HARINA

 

Gilberto Moreno

 

De sonrisa franca y dulce mirada; sus manos grandes y agrietadas por los años, pero suaves y cálidas; pose encorvada y de andar sereno; sus ojos muy grandes por el efecto de los anteojos con fondo de botella.

Se levantaba antes del amanecer a encender la hornilla.

A los minutos ya olía todo el portal a café de la olla o de talega como decía mi abuela.

La plebada en los tenderetes buscando reposar los últimos quince minutos de sueño arrebatándonos las cobijas, buscando la última caricia de la almohada antes de despertar por completo.

Éramos varios, entre hermanos, primos y tíos que, en las vacaciones de la escuela, ya fuera de diciembre o de verano, unos por obligación y otros por puro gusto nos íbamos al rancho de los abuelos cerca de la costa de Sinaloa, por los rumbos de Navolato a trabajar en el campo como jornaleros agrícolas.

Un sonido como de aplausos en la cocina se escuchaba con un ritmo de intervalos entre tortilla y tortilla que se mezclaba en singular melodía con el canto de los gallos y el crujir de la leña en el fogón.

El chillar de la manteca en la olla cuando le aventaba mi abuela una buena cantidad de frijoles en caldo de otra olla, arrojaba primero una llamarada que casi llegaba al techo, pero que después olía a gloria, avisaba que ya casi era hora del desayuno.

Los aromas a café, a tortillas de harina y frijol guisado te hacían despertar a fuerzas, pero más aún, el obligatorio lavado de cara y de manos con agua helada del tambo, ya que había que quitarse los “choquiles” de los ojos antes de sentarse a la mesa.

El primero en levantarse y asearse era el primero que alcanzaba lugar en la mesa, no sin antes haber levantado su parte del “tendido”, donde no faltaba el que tenía mal de orín y mojaba su espacio del petate. ya sabíamos quién iba a comer al último.

La competencia por el mejor lugar de la mesa era reñida, todos queríamos estar cerca de la hornilla, primero por el calorcito de la lumbre y segundo porque las tortillas estaban más a la mano.

Llegamos a contarnos hasta doce mocosos entre los diez y los 17 años, rodeando la mesona de tablas, como los apóstoles de Jesús en la última cena; unos en taburetes redondos de bambú con asiento de cuero de vaca y, otros, en banquitos hechos con tablas de madera. Las únicas dos sillas de comedor que quedaban en buen estado eran para los más abusados, que al final, la comodidad era lo de menos, el caso era alcanzar a desayunar.

A los extremos de la mesa, dos platos despostillados de peltre resguardaban la cuajada que habría de ser devorada incluso antes de servir el plato principal de frijol caldudo guisado con manteca de puerco; otras veces chorizo con papas, o sopitas con huevo si bien nos iba.

No faltaba el valiente que le entraba a la salsa molcajeteada bien enchilosa, que adrede hacia el abuelo con arto chile y un poco de tomate, lo que hacía que terminaran prendido del jumate abrazado de la olla del agua, igual que cuando mi abuelo le daba la cruda a causa de la borrachera.

Había quienes rechazaban los frijoles porque según ellos siempre comían lo mismo, lo que se me hacía absurdo porque no había plato más rico que las tortillas de harina y el frijol con queso, lo cual, según yo, se podía comer todos los días.

La sazón de mi nana Loreto no tenía comparación; lo que hiciera de comida le quedaba delicioso; es lo que más extraño de ella, pero más aún, sus tortillas de harina. Ella usaba una botella de vidrio delgadita para aplanar las bolas de harina y dejarlas en círculos grandes, casi perfectos. recuerdo que se inflaban parejitas después de un rato de estar en el comal que luego, con puntería de apache aventaba a un apaste que llenaba con asombrosa rapidez; a ese montón de tortillas olorosas yo le decía “el cerro de la felicidad”.

Tan ágil era mi abuela que después de darnos a todos de desayunar, todavía nos ponía de tres a cuatro burritos a cada uno, envueltos en el papel donde venía la harina y los envolvía en una servilleta que a su vez metía en una bolsa de plástico bien cerrada para conservar lo caliente. en un frasco de vidrio, ya fuera de mayonesa, de mermelada o del mismo café, nos llenaba hasta el tope con café negro sin leche endulzado con piloncillo que muchas veces nos tomábamos frío en el trabajo a la hora del descanso.

Así nos mandaban a toda la plebada ya clareando en la mañana a subirnos a la camioneta de redilas que después nos llevaría a los sembradíos de los campos agrícolas del extenso y fértil valle de Navolato que, en la década de los ochentas, todavía pertenecía al municipio de Culiacán.

El tomate cherry, tomate saladet, calabacitas, pepinos, sandías y hasta algodón, nos tocó recolectar en aquellos tiempos donde el trabajo agrícola infantil no era tan mal visto como ahora, recuerdo que lo hacíamos por gusto más que por obligación.

Aquel sistema de recolección agrícola no era tan deshumanizado como lo cuentan, o como lo vemos ahora; todos en el jornal nos conocíamos, muchos éramos familia, y otros muchos éramos amigos que jugábamos a ver quién llenaba más cubetas, quien sacaba más surcos, quien juntaba más kilos de algodón; también nos ayudamos a sacar la “tarea”, nos pasábamos el bule del agua, compartíamos el “lonche”, nos dábamos carrilla unos a otros. El capataz o mayordomo casi siempre era o el tío, el papa o el padrino de alguien y a veces hasta el abuelo, quienes nunca nos regañaron porque la mayoría hacíamos muy bien nuestro trabajo.

La hora del descanso era entre las once y las doce del mediodía, en nuestra cuadrilla nos apresurábamos a ser los primeros en llegar a la orilla de los canales de riego donde casi siempre había cerca un álamo frondoso que nos daba la sombra necesaria para el descanso. De inmediato empezaba la apertura de los itacates y el trueque de burritos, recuerdo que para esas horas el café ya estaba frío, pero aun así lo disfrutábamos mucho.

Las viandas más solicitadas para intercambiar siempre eran los que hacia mi nana loreto, y eran tan cotizados que el tipo de cambio estaban al dos por uno, es decir, un burrito de los de mi nana, por dos de cualquier otra familia o cuadrilla, incluso hasta por medio refresco de la Pepsi.

Aquella hora era un deleite para el cuerpo y para el alma que había ocasiones que nos alcanzaba el tiempo para echarnos un coyotito de media hora y hasta más. Después de esa pausa recargábamos energías y agarrábamos de nueva cuenta el balde, la cubeta o el costal y, para adentro del surco. Bastaba un lapso de habilidad y destreza para terminar con el día de jornada, normalmente entre las tres y las cuatro de la tarde, a veces antes, para tomar camino de regreso al pueblo. otra vez a hacernos bola en la camioneta, con la ropa entre olores y colores a hierva, tierra, fertilizantes y sudor, mucho sudor.

Rostros cubiertos con paliacates en la cabeza, con gorros, sombreros o cachuchas, las mujeres tapando el rostro totalmente con pañuelos de colores que solo los ojos asomaban por una rendija al estilo talibán, lo que hacía que no supiéramos quienes eran las muchachas, hasta que las oíamos hablar y las ubicábamos por la voz, así que no podías arrimárteles mucho en la caja de la camioneta por no saber de quien se trataba.

El regreso era corto; más corto que el proceso de acomodarnos para caber todos en el transporte, todos apretados pero contentos digo yo, porque la mayoría cantaba, se reía, se contaban chistes y chismes, a comentar el episodio donde se quedó la telenovela y hasta se ponían de acuerdo para ver quien hacía la reta del volibol o quienes, a la baraja, o saber si el sábado habría baile en la cancha.

Llegando al lugar de desembarco, uno a uno brincábamos de la plataforma del vehículo como si fuera un simulacro de evacuación de un incendio o terremoto; los más plebes, que éramos la mayoría, con un solo movimiento saltábamos por el constado de las redilas, y ya los mayorcitos y las muchachas lo hacían por la puerta trasera y con ayuda de algún amable ofrecido.

Tan pronto como nos íbamos dispersando cada quien a sus lugares, de los casi cuarenta personas que veníamos, una buena parte pasábamos a la tiendita a comprarnos una pieza de pan o unas galletas con su correspondiente refresco, para después de quitarnos, algunos, la ropa sucia del trabajo, irnos a ver la única televisión que había en el pueblo, donde apenas alcanzábamos a ver una que otra caricatura antes de que pasaran las telenovelas y hasta ahí terminaba la cineteca para nosotros, para finalmente dedicarnos a disfrutar lo que quedaba de luz de día, jugando a casi cualquier cosa.

Al caer la tarde, casi noche, de vuelta a la correteada por los alimentos; otra rebatinga de tortillas con queso, pero ya no eran de harina sino de maíz, y solo alcanzábamos dos a cada uno, ya que decía mi nana que era malo dormir con la panza muy llena, pero eso sí, nunca nos acostábamos sin cenar. Así era la rutina de todos los días de lunes a sábado.

Llegaba el día de la raya, sábado al mediodía, después de sacar las tareas que consistían en determinadas cantidades de producto,  o de cierto número de surcos,  en cuanto daban las doce o la una de la tarde, solíamos apresurar el paso dirigiéndonos al lugar donde se colocarían los encargados de la raya. A veces era en la misma área de cosecha, donde se colocaba un toldo o maya sombra, para cubrir del sol a una mesita de madera custodiada por el mayordomo y dos o tres personas que nunca supimos como se llamaban pero que andaban bien vestidos, a los que les teníamos cierto temor de no hablar fuerte para escuchar con claridad el nombre de cada uno de nosotros sacado de un sobrecito color manila que venían bien acomodaditos en una caja como de zapatos pero que era metálica y asegurada con un candado.

Así cerrábamos la semana, no había queja por el salario; a la edad de nueve-diez años, ganar lo mismo que alguien de 20 años era un dineral, nos alcanzaba para todo y nos sobraba. A la abuela, aunque no era obligatorio, cada uno de los que trabajábamos le dábamos una parte de ese salario, y nos quedábamos con lo suficiente para las chucherías, refrescos y heladitos de toda la semana.

Mi nana ya no está con nosotros, ella murió hace algunos años con un diagnóstico de “corazón crecido”, dijeron los doctores, y cómo no; con tantos nietos dentro de su corazón, donde cabíamos todos, tenía que ser un corazón muy muy grande. Sus manos ya no hacen esa caricia en la mejilla, ya no amasan la harina, ya no se escuchan sus palmadas en la cocina, ya no hay hornilla, ya no hay tortillas de harina como las de mi abuela; Solo recuerdos de la infancia, de lugares, de colores, pero más… de amores, de aromas, de sabores.


Comentarios


Gilberto, estas historias, pequeños trozos de vida, alientan el espíritu y alegran el alma, a la par que ilustran a las nuevas y urbanizadas generaciones sobre una vida que ellos no conocen ni alcanzaron a disfrutar.
Gracias, Saludos, José Manuel Frías Sarmiento
Sr. Gilberto, la vida de campo, de rancho las tortillas de harina no pueden faltar. Y todo un arte culinario que como bien dicen saben a gloria… relata pincelazos de vida que se sigue disfrutando, quizás no tan seguido como antes.

Saludos
María Porcella dijo…
Gil, muchas gracias por este relato. Me gusta mucho cómo cuentas los sucesos que parecen ordinarios,por se cotidianos, pero que son valores que nos reflejan estilos de vida que nos han forjado, pintan paisajes que e ahora añoramos, relaciones familiares que ahora poco se ven. Sobre todo, el profundo amor a nuestras raíces y las personas que se tan ido, pero siguen en nuestro corazón como la Nana Loreto y el Tata Jovito. Saludos.
G Moreno dijo…
Gracias María, Maestro Frías, Maestra María Luisa por detenerse a leer parte de una historia no solo mía, sino de mucha gente que vivimos nuestra infancia y juventud en los 80¨s, donde, a pesar de lo difícil de la vida del campo, se disfrutaba sobre todo si había gente a tu alrededor que te llanba de cariño. Bendita infancia, Bendita vida, que con gusto les comparto. Saludos.

y Gracias infinitas.

Gilberto Moreno
Anónimo dijo…
Mi muy querido amigo, ha sido un placer leerte, tengo algunas cosas que no público y hoy me he animado, gracias por compartirlo, un abrazo.


Clementina
Lu dijo…
Orgullosa de mis raíces, y de la gran Familia que tengo..este relato me hizo recordar muchas cosas de mi infancia, bien lo comenta el relato, los desayunos en la mesa de la bisabuela, las tardes debajo del algodón, donde nos peleábamos por la amaca💕Gracias por compartir un poco de la historia familiar ✨💕

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