“No podía distinguir
entre lo que había ocurrido en el pasado y mi presente. El tiempo se presentaba
ante mí como una sola masa infinita e incalculable”
PORFIRIO
DÍAZ… ¡VIVE!
Héctor
Armando Morán Villarreal
Aquella mañana terminaba
el desayuno, por sobre la mesa había un plato con migajas de pan tostado, manchas
abstractas de salsa kétchup al estilo Jackson Pollock; y
media taza de café frío. Recién comenzaba el invierno y la temperatura debía
rondar los 12 o 13 grados. Mientras miraba las gotas de rocío adheridas a la
ventana deslizarse por el cristal, pensaba en los quehaceres pendientes para
ese día. Hice una lista mental fijando prioridades. Como todo el tiempo, usaba una
escala de organización que iba de lo urgente a lo trivial; cuando advertí la
presencia de un sobre amarillo debajo de la puerta. Estaba arrugado por su
esquina inferior derecha y evidentemente polvoriento. Sin tocarlo, presentí que
estaba húmedo. Un presentimiento parecido al de un anciano que anuncia una
tarde lluviosa tras décadas de mirar el cielo. Continuando con tal escrutinio
sesgado y prejuicioso, a razón de los dictados del sentido de la vista, supuse
que además de humedecido, tendría allí al menos dos semanas.
Así que me dispuse a
levantarlo y observarlo más de cerca. Confirmé al tacto la sensación del papel empapado.
Mis sospechas eran válidas. El sobre tenía dos estampas: La primera consistía
en la imagen del Castillo de Chapultepec. Y en la otra figuraba el escudo
nacional mexicano. Este último lucía extraño, pues la cabeza del águila estaba
girada en dirección a la derecha, su envergadura alar lucía bastante extendida,
además, me pareció un animal languidecido. Comenzaba a convencerme de que debía
tratarse de una correspondencia equivocada, introducida por error en mi puerta,
cuando, al girarlo, pude leer mi nombre completo escrito en tinta dorada y
letra cursiva. Confirmaba que la correspondencia era mía y de nadie más.
Tan absorto estaba
observando el sobre que no había notado que el agua del grifo comenzaba a
derramarse por los bordes del lavatrastos. Dejé la carta sobre la mesa y
deprisa me conduje hasta el cuarto de cocina para girar la llave e interrumpir
el flujo del agua. Usé un trapeador para absorber el agua que alcanzó el piso y
usé un trozo de lo que antes fue una playera para limpiar el lavatrastos. Todo
lo hacía a prisa, me resbalé en dos ocasiones, golpeándome las rodillas.
Una vez resuelto el
problema del agua, fui hasta uno de los cajones de la cocina para sacar unas
tijeras. Tomé una silla, la giré en dirección a la ventana, me aseguré de que
las gotas de rocío continuaran su andar sobre el cristal y me senté. Una vez
más, inspeccioné el sobre, mi nombre seguí allí. Lo corté con cuidado,
procurando no lastimar su contenido. Fue sencillo hacerlo, pues, aunque las
tijeras no estaban afiladas, el papel humedecido es fácil de rasgar. Contenía
una carta. Lamento no haberla guardado bien, me fue posible leerla una sola
vez, luego desapareció sin mayor explicación. Sin embargo, una lectura me fue
suficiente para no olvidar lo que decía. Su mensaje era el siguiente:
Estimado ciudadano
mexicano.
Por medio de este
conducto, se le comunica que el excelentísimo señor presidente de la República
mexicana; el General Porfirio Díaz Mori, requiere de su presencia en su
despacho oficial en el Castillo de Chapultepec. Favor de asistir con
puntualidad.
No contenía mayores
explicaciones, ni horario, fecha, y si debía ir solo o acompañado. Un mensaje
falto de precisión, pero cuidadosamente dirigido a mi persona. Había prestado
demasiada atención a estos detalles de la cita, cuando caí en la cuenta de lo
absurda que resultaba tal solicitud. Por principio de cuentas, Porfirio Díaz
había muerto hacía poco más de 100 años. Sus restos descansan en Francia y no
han sido repatriados a México. Ahora bien, podría tratarse de una broma de
alguno de mis alumnos o de un colega maestro. De tratarse de un juego ¿Con
quién o quiénes me vería entonces?
En eso estaba, intentando
desanudar el nudo gordiano tendido en el contenido del sobre, cuando alguien
llamó a la puerta con dos golpes sordos. Estoy seguro que puse la carta sobre
la mesa, fue la última vez que la vi. Me dirigí a la puerta, las manos me
sudaban, y el corazón martillaba con fuerza mi pecho. Era Fernanda, mi vecina, quien
llevaba dos pesadas bolsas de papel en brazos, seguro regresaba de la compra.
Venía a decirme que un auto Uber me esperaba abajo. Le agradecí con una
sonrisa y le ofrecí mi ayuda para cargar sus cosas, se negó, al tiempo que me
correspondió el gesto con una sonrisa que arrugó tiernamente el contorno de sus
ojos, de inmediato caminó rumbo a la puerta de su departamento desapareciendo
tras el sordo sonido de un portazo.
Yo no había solicitado el
servicio de Uber. Revisé la aplicación en mi celular, para mi sorpresa, Fernanda
tenía razón. Había una solicitud hecha desde mi celular y el conductor me
esperaba fuera del edificio. Así que tomé mi abrigo y me dirigí a la calle.
El automóvil que esperaba
fuera se trataba de un Nissan Versa modelo 2019. Nada extraño o que
diera motivo de sospecha, mientras observaba el vehículo trataba de encontrar
alguna relación entre el contenido de la carta que recibí y el auto Uber,
pero no la había. Sin embargo, estaba dispuesto a llegar hasta las últimas
consecuencias de este misterio. Abrí la puerta del coche y el conductor, un
hombre anciano de barba cana, me dijo amablemente: -Señor Héctor, suba por favor.
Al cerrar la puerta del
coche, el conductor enmudeció por completo y sin mayores explicaciones inició
el viaje. Por el espejo intenté verlo, su rostro me resultaba familiar y me
afané en reconocer su identidad. Entonces recordé que la aplicación de Uber
muestra a sus clientes los datos de contacto de sus conductores. De manera que
volví a tomar mi celular e ingresé a la aplicación. El nombre del conductor me
dejó petrificado del asombro. Su nombre era: José Yves Limantour.
De inmediato la identidad
del conductor se me reveló en la conciencia. Sin embargo, me costaba trabajo
creerlo. Ese anciano conductor era nada más y nada menos el hombre que había
fungido como secretario de hacienda y crédito público durante el gobierno de
Porfirio Díaz. Quería preguntárselo, pero perdí la capacidad del habla. Por más
que lo intentaba una fuerza obstructiva presionaba mi pecho y garganta, obligándome
a seguir el viaje en silencio.
Las ventanas eran
completamente obscuras, no permitían ver hacia fuera. El viaje me pareció una
eternidad, seguro estoy no fue tan largo, pero perdí el sentido del tiempo. La
línea cronológica temporal estaba averiada desde el momento en que recibí la
carta de un presidente fallecido y viajaba en un Uber con un funcionario
porfirista, igualmente finado. No podía distinguir entre lo que había ocurrido
en el pasado y mi presente. El tiempo se presentaba ante mí como una sola masa
infinita e incalculable.
De pronto el auto se
detuvo abruptamente, para ese momento estaba completamente confundido y
esperaba que ocurriera cualquier cosa, nada podía parecerme extraño ahora. Al
bajarme del auto, noté que este ya no era el Nissan Versa del principio,
sino un Ford T modelo 1908. Limantour se despidió de mi con un saludo
cordial y no esperó a que le pagara. Además, no llevaba dinero.
Estaba frente al castillo
de Chapultepec. El ambiente de la ciudad me parecía enrarecido. No se escuchaba
el estridente ruido del tráfico y advertí que el mausoleo a los niños héroes no
estaba edificado aún. En el piso el aire empujaba el ejemplar de un periódico.
A prisa lo perseguí. Se trataba de un artículo dedicado al proyecto de
construcción de lo que sería la sede del congreso mexicano. Un ostentoso
recinto al estilo del capitolio estadounidense. Pero, a juzgar por la
fotografía de la noticia, aún se encontraba en cimientos desnudos.
Al tocar el bolsillo de
mi pantalón noté que el celular había desaparecido. Me aterrorizó el hecho de
que lo hubiese dejado olvidado en el coche. Pero estaba seguro que lo traía
conmigo al bajarme. Más bien, comencé a sospechar que había quedado atrapado en
el tiempo. Porfirio Díaz me esperaba en su oficina dentro del castillo. ¿Había
llegado demasiado temprano o tarde? No lo sabía. La carta no especificaba hora.
De manera que me dispuse a entrar. No tenía otra alternativa, pues regresar a
mi época, a mi hogar, me resultaba imposible. Trataba de convencerme a mí mismo
de que al finalizar la charla con el presidente Díaz se abriría el paso de
regreso a mi hogar en el siglo XXI.
Conforme me adentraba al
interior del Castillo de Chapultepec, sin rumbo, la soledad se ocupó de
entristecerme, los pensamientos de arrepentimiento sucedían uno tras de otro:
No debí subirme a ese Uber; debí destruir la carta, es más, no debí
haberla leído. Fue entonces que la voz de un hombre me sacó de mis
pensamientos. -Joven, es aquí, el general lo espera- Este personaje lo reconocí
de inmediato. Mis alumnos rieron mucho de su apodo cuando hablamos de él en
clase de historia. El “manco” González. Amigo cercano de Díaz.
Por un momento me sentí
aliviado. Gonzáles abrió la puerta y con su única mano, me indicó que pasara.
Se trataba de una larga sala de espera con muchas sillas de madera. Las paredes
eran completamente blancas, sin ningún adorno sobresaliente, ni fotografías, ni
pinturas al óleo. Solo un enorme y pesado reloj de cuco, cuyas manecillas
inertes no marcaban tiempo alguno. Permanecí de pie un buen rato, barriendo con
la mirada aquella larga galería de espera, esperando encontrar un espacio vacío
donde sentarme.
De pronto, mi mirada se
encontró con la de uno de mis maestros de la universidad. El profesor Luis
Alcántar, supuse, también esperaba su turno para hablar con el presidente Díaz.
Frente a él, de brazos cruzados y mirando impaciente el reloj martillado en la
pared, estaba otro de mis profesores universitarios: Albino Martínez. Lo
interesante es que ninguno de los dos advirtió mi presencia. Se comportaban como
si no existiese. Y tampoco parecían reconocer su existencia mutua, pues no
conversaban entre ellos. Permanecían en sus lugares ensimismados.
Más al fondo de aquella
sala, me pareció distinguir la presencia del presidente López Obrador, sentado
muy de cerca con los expresidentes: Peña Nieto y Miguel de la Madrid. Justo
enfrente de Peña Nieto estaba un excompañero de la universidad, que, como yo,
es maestro de historia en una escuela secundaria. La puerta de la oficina
presidencial se abrió, un hombre dijo mi nombre hoscamente. Nadie levantó la
cabeza, ni tampoco me observó. Al parecer solo yo podía escuchar el llamado.
Me dirigí de inmediato a
la oficina. El general Porfirio Díaz estaba sentado detrás de su escritorio, su
rostro lucía cansado, sin embargo, su temple imponía firmeza y autoridad. Sus
arrugas no le conferían debilidad, sino la suspicacia de un viejo sabio. No
sabía cómo saludarlo. Me debatía entre estrechar su mano o dirigirle un saludo
militar. Afortunadamente hizo las cosas más fáciles. Extendió su mano para
saludarme y luego señaló una silla frente al escritorio para que me sentara.
-Héctor, maestro de
historia de México- Comenzó la conversación el presidente Díaz. - Me interesa
mucho conversar con los maestros, son los aliados más importantes en esta
empresa reivindicadora. Por años los gobiernos de la revolución han venido
manchando mi nombre y legado. Y ustedes los maestros, repiten estas blasfemias
contra mí en las aulas. Envenenan la mente de los niños. Aborrezco los libros
de primaria cuando hablan sobre las tiendas de raya y los enganchadores, los
malentendidos en Cananea y Río blanco. ¡Exageran las cosas! - hizo una pausa
larga, peinó su bigote con ambas manos y después continúo diciendo. -Al grano.
Pues debo atender a muchas personas hoy. La razón de convocarlos es para
persuadirlos a mejorar su discurso sobre mi gobierno. Exalten las inversiones,
la construcción ferroviaria y de comunicaciones con el telégrafo, el tendido
eléctrico y los viajes en barco. Usted mejor que yo sabe que son más las
bondades de este gobierno frente a lo poco que puede reprochársele. La idea es que los mexicanos del futuro añoren
este pasado. ¿Cuento con usted maestro Héctor? –
No sabía qué responder,
no confiaba en lo absoluto en la amabilidad del presidente. Algo me decía que su
actitud era una farsa. Y, por otro lado, negarme a ayudarlo pondría en peligro
mi libertad y las posibilidades de regresar a mi hogar. De negarme, es posible
que la policía rural me detenga en el acto y me conduzcan a las tierras
yucatecas a servir como esclavo en las haciendas de henequén, un acto
completamente condenatorio donde mi destino será morir en las garras del
pasado. Así que me limité a asentir y agradecer la oportunidad de conocerle. A
decir verdad, estaba contento de haber vivido esta experiencia. Mis clases
sobre el porfiriato mejorarían sin duda. Hasta me sentía capaz de imitar la voz
del presidente Díaz. Y cómo no, si lo había conocido en persona.
- ¡Muchas gracias! Es
usted un maestro honorable- Puede retirarse.
Fuera de su oficina,
Manuel el “manco” Gonzáles me esperaba. Sin decir palabra, sus gestos me
indicaron que debía seguirlo. Llegamos hasta el bosque, debía ser medio día, lo
supuse por la intensidad del sol. Me distraje por unos instantes, cuando el “manco”
González ya no caminaba junto a mí y en su lugar apareció el Ford T.
Limantour estaba sentado frente al volante y me invitó a subir. No presenté
resistencia alguna. Estaba seguro que significaba mi regreso a casa en mi
época. Una vez dentro del coche, me recosté en el asiento y cerré los ojos.
Estaba cansado e invadido por una fatiga inaguantable, los viajes en el tiempo
causan soñolencia. No habíamos avanzado siquiera unos metros cuando me dormí
profundamente. Cuando desperté, estaba sentado en la parte trasera del Nissan
Versa 2019.
Le di las gracias a
Limantour y respiré aliviado al ver la fachada del edificio donde vivo. El
celular estaba nuevamente en el bolsillo de mi pantalón. Esperé a que el auto
que conducía Limantour se alejara en medio del tráfico, sentí la tentación de
seguirlo, de saber a dónde se dirigía o cómo era capaz de regresar al pasado.
Pero sentí miedo de las consecuencias de seguir a un hombre histórico,
desconozco las lógicas de los viajes en el tiempo. Me aterró la idea de quedarme
atrapado para siempre en el porfiriato.
Así que desistí de estos
pensamientos y entré en el edificio. Debajo de la puerta estaba otro sobre.
Esta vez estaba dispuesto a deshacerme de él de inmediato, podría tratarse de
una invitación de Hitler o Stalin. Los maestros de historia somos perseguidos
por los hombres del pasado. Al menos eso me sugirió la breve conversación que
sostuve con Porfirio Díaz. Por fortuna, el sobre contenía los estados de cuenta
de mi tarjeta del banco.
Decidí darme un baño con
agua fría para intentar ordenar mi existencia en la cronología vigente. Ajustar
mi cuerpo a la era que me corresponde. Todo fue real, pero parecía un sueño.
Miraba mi mano recordando el calor del presidente Díaz al estrechar su mano.
Me vestí con mi pijama de
lino y llamé a un amigo que alquila un departamento cercano al monumento a la
Revolución. Monumento que por la mañana había visto en una hoja del periódico aún
en cimientos. Me tranquilizó escucharle decir que el monumento está
completamente terminado y no es un capitolio legislativo, sino un mausoleo dedicado
a los mártires de la revolución. Le di las gracias a mi amigo en quien percibí
extrañeza ante el motivo de mi llamada.
Entonces me decidí a
llamar al profesor Luis Alcántar. Quería confirmar que ambos habíamos estado en
el pasado en la oficina presidencial de Porfirio Díaz. La llamada fue dirigida
de inmediato al buzón de voz. Dejé transcurrir diez minutos, para intentar
llamarle de nuevo. Maté ese tiempo sirviéndome una copa de wiski. Al cumplirse
los diez minutos, la llamada fue nuevamente enviada al buzón. Podía haber dos
explicaciones: el profesor tenía su celular apagado o descompuesto, o bien, aún
no regresaba al siglo XXI.
Imaginé su celular perdido, errático en un tiempo y espacio inexplicable e inaccesible a mi comprensión. Supongo que existirá una dimensión alterna a donde van a parar todos los objetos anacrónicos que no correspondan a la época a donde se viaja. Pensar en aquel lugar desconocido me antojó servirme una segunda copa de wiski, aún más rebosante que la primera. Noté que comenzaba a invadirme el sueño. Así que me fui a la cama. No sin antes, tomar el libro de historia de México que distribuye la SEP gratuitamente para los alumnos de secundaria. ¡Cuán grande fue mi sorpresa al notar que aparecía en una de las fotografías de la época porfirista!
Comentarios
Estimado Héctor, es un gusto volver a leerte. Has vuelto como los grandes, con un majestuoso relato que nos muestra el poder creativo y la maravilla cultural de la Literatura. Ojalá y Todos los lectores de este Blog lo lean, lo comenten, lo compartan y se inspiren y se atrevan a escribir esas Historias que, por vergüenza, timidez, recato o temor, no se animan a contar.
Saludos y felicitaciones por este magnífico relato. Tu amigo, José Manuel Frías Sarmiento
Ingeniero Tolosa. Igualmente valiosa su lectura y comentario. Mil gracias.