“Cada día que pasa es un día menos que nos queda de vida y el cual jamás podremos recuperar”
DON
EMILIO
Alba
Daniela Rocha Leyva
Alto, alegre y bonachón,
son las 3 palabras que siempre describieron a don Emilio. Recuerdo que desde
niña, cada que iba visitar a mi abuelita, veía al señor Emilio, para esto deben
saber que mi abuelita vive en la colonia Zapata, pero no en la calle principal,
sino detrás de ella, donde están las vías del tren, es ahí donde aún puedo
contemplar aquella casa rosa con árboles tan altos como un edificio de dos
pisos y con techo de lámina que gotea con las lluvias fuertes del verano. Ésa
es la casa de mi abuelita y es parte de esa colonia que parece estar escondida
del mundo urbano, ya que no todos saben de su existencia. Al lado de la casa
rosa se encuentra otra con un enorme portón blanco, en la que vive Don Emilio,
un viejito alegre que solía pasar sus tardes fuera de las paredes de su casa
para sentir el aire fresco en sus pulmones o, al menos, eso lo que me decía
cuando le preguntaba; siempre le hacia la misma interrogante ¿no le da calor
estar toda la tarde fuera? y el siempre respondía lo anterior, aun me pregunto
cómo es que tenía tanta paciencia para responder la misma pregunta a esa
pequeña de las trencitas. Pero si algo caracterizaba a don Emilio era que prefería
estar afuera, sólo entraba a su casa para comer, ir al baño y dormir al caer la
noche. Pienso que era su manera de no sentirse encerrado en las paredes que, a
veces, nosotros mismos construimos; pensando un poco más, creo que no sólo era
para despejarse, porque no debemos dejar de lado que don Emilio tenía un muy
buen oído, tenía la habilidad de enterarse de todos los chismes que pudiese
atrapar desde su mecedora, sin importar la distancia, lo que llegaba hasta sus
oídos era guardado en su memoria. No importaba si llegaba a medias porque él
sabía muy bien como componerle para poder contarlo, cuando nos acercábamos a
sacarle plática, nunca dudó en compartirnos lo que escuchaba; pero, saben, creo
que Don Emilio tenía un gran talento, además del auditivo, un gran talento para
comunicarse, ya que contaba los sucesos de una forma muy característica que nos
hacía mucha gracia. Él sabía darle sazón a sus palabras, no importaba si la
historia que nos contaba se trataba de un perro robándole el pan a un niño que
jugaba en la calle, porque Don Emilio lo contaba con una emoción y unos gestos
tan poderosos y expresivos que hasta podíamos sentir las emociones de aquel
niño que se quedó sin su pan de piloncillo.
La imagen que tengo más
presente, es la de verlo pasar sus tardes sentado en una enorme mecedora roja
afuera del portón de su casa, siempre lo veía sin su esposa pero nunca estaba
del todo solo, ya que al lado estaba un enorme y frondoso árbol verde que tenía
como huéspedes a docenas de pajaritos, a los que Don Emilio solía tirarles
arroz y éstos, como agradecimiento, le acompañaban en las tardes con su cantico
e, incluso, pude ver algunas veces que cuando se quedaba dormido en aquella
mecedora, después de una deliciosa comida de las que le preparaba su esposa,
los pajaritos aprovechaban para bajar sigilosamente del árbol y se posaban en
sus anchos hombros hasta que se despertara. También recuerdo con nostalgia su
vieja camioneta Chevrolet, que era un modelo de los años 90; aunque era un
modelo antiguo, no tenía ni una abolladura en la carrocería y su pintura estaba
intacta, la camioneta estaba tan bien cuidada que casi parecía estar completamente
nueva, claro sólo si ignorabas el desgaste de las llantas. Él tenía un gran cariño
por ella. La verdad si era muy bonita. Era de un color verde pino brillante. Era
un verde que rara vez se olvida en la vida. Su camioneta siempre lo acompañaba
porque nunca se movía, ya que Don Emilio ya era muy mayor para conducirla y se
negaba rotundamente a venderla o a prestarla, él decía: “ya no hacen camionetas
como éstas mijita”, y tenía mucha razón. Yo trataba muchas veces de buscar
alguna parecida cuando veía pasar los carros por las calles, pero jamás vi una
igual, por eso comencé a verle un poco de aquella magia de la que Don Emilio
siembre hablaba.
Realmente, mis recuerdos
sobre cómo era la casa de Don Emilio por dentro son muy escasos, ya que sólo
entré un par de veces junto con mi madre y mi abuela, cuando la esposa de aquel
alegre viejito nos ofrecía los deliciosos coricos que solía preparar en las
fechas decembrinas;, aun no sé qué tenían las manos de aquella señora tan
amable que lograba preparar los manjares más deliciosos, aunque fueran unos
frijoles en agua y sal o unos coricos acompañados de un atole de pinole. Hasta
la fecha, puedo recordar su cocina la cual era muy bonita, estaba tapizada de
adornos con bordados muy coloridos de flores y frutas que ella misma tejía para
entretenerse, me gustaba mucho observar su casa, pues tenía muchas decoraciones
pequeñas en todas partes, amaba sentir que podía descubrir con la mirada todas
aquellas figuritas de cerámica y cristal que lucían tan preciadas en aquellas
repisas y vitrinas. Debo destacar que sus paredes estaban llenas de cuadros
pintados al óleo, con unos brillantes marcos dorados que parecían estar
tallados cuidadosamente. Fuera de la casa, en la cochera, la señora tenía
muchas plantas de las que adoraba hablar por horas con mi abuelita; recuerdo
que al mirar hacia arriba podía observar la enorme ventana con protecciones
blancas de metal que se encontraba en el frente de la casa, siempre estaba
invadida por unas verdes enredaderas que deprendían pequeñas florecillas de un
vibrante color magenta; al mirar hacia abajo, podía ver que en el piso tenía
muchas macetas con diversas plantas: sábila, girasoles, rosales y hasta una
mata de chiles chilpitin, para darle un picor sabroso a los platos de menudo
que preparaba para desayunar todos los domingos.
Siempre creí que Don
Emilio era muy afortunado, tenía una esposa que parecía adorarlo y mimarlo como
si se acabaran de conocer, pero él tampoco se quedaba atrás, ya que nunca
perdía la oportunidad para agradecerle a su esposa sus atenciones y, por
supuesto, también la llenaba de palabras dulces que hacían notar su afecto,
creo que fue la primera pareja que conocí que me enseñó lo que significaba el
“envejecer juntos”. Yo sabía que tenían hijos, pero jamás los vi en su casa,
nunca supe si es no los visitaban o yo nunca estaba cuando eso sucedía; a mis
ojos, ellos parecían ser una pareja de recién casados que vivían solos el uno
para el otro. La gente mayor siempre dice: “la vida es como un pestañear”, no lo
comprendía mucho, pero creo que ya lo empiezo a hacer.
Un día sucedió lo
inesperado. Fue un 28 de febrero del 2020, cuando la pandemia de COVID-19 llego
a México, todos estaban atemorizados y, obviamente, mi abuelita y sus vecinos
no fueron la excepción, la mayoría eran viejitos mayores que sabemos son
población en riesgo ante esta enfermedad, por lo cual mi abuelita se vio en la
pena de vetarnos temporalmente de su hogar, lo cual yo pienso que fue lo mejor,
ya que, en mi caso, yo trabajaba en una tienda de ropa de la plaza Fórum, que siempre
está muy concurrida, por eso es que al estar yo tan expuesta, jamás me negué a
la decisión de mi abuelita. Así transcurrieron los meses, fueron en total casi
11 meses en los que no pisé el suelo de aquella casa en la que solía pasar las
tardes junto a mis primos durante toda mi niñez. Fue muy extraño volver a ella
aquel 24 de diciembre. Recuerdo que, al bajar las escaleras que dividen el lado
urbano y el lado rural de la colonia Zapata, de inmediato mis ojos se posaron en
aquella casa con el portón blanco, esa casa que observé tantos años, de pronto
se veía distinta, por lo que no pude evitar preguntarme una y otra vez, ¿qué es
lo que tiene de diferente?; sin hacer mucho caso, caminé a la casa de mi abuela
junto con mi familia y con el cubrebocas bien puesto y las manos bien
desinfectadas la saludé con mucha alegría.
La noche transcurría
bien, todos convivíamos con mucha alegría, pero yo no podía dejar de pensar en
esa casa, necesitaba saber qué había cambiado. Después de estarme quebrando la
cabeza, por fin llegué a la respuesta, era tan clara que hasta yo me sorprendí
de lo despistada que puedo llegar a ser, digo, era muy obvio que ya no estaba
la camioneta de Don Emilio. Luego de procesarlo un poco me sentí más extrañada,
porque sabía que muchas veces sus hijos le habían dicho que la vendiera y si
alguno se había atrevido a hacerlo, seguramente Don Emilio estaría furioso, porque,
aunque él no la podía conducir, al fin de cuentas. era de su propiedad y no de
ellos. Algo molesta, le pregunté a mi abuela que sí que había pasado con aquella
camioneta verde y me respondió: “la vendieron hace unos meses. hija”. Yo le
contesté, sorprendida, con un “¿cómo?” Y mi abuela me explicó que hace unos
meses ese viejito tan alegre dejó el mundo de los vivos. Yo no lo podía creer.
Siempre lo vi tan fuerte que jamás pensé que se iría tan pronto. Al final, la
reunión terminó y al volver a mi casa me fue a la cama con aquella amarga
noticia en la mente.
Desde entonces, cada que
iba a la casa de mi abuelita, miraba ese portón que ahora se encontraba sin esa
hermosa camioneta vieja y sin esa mecedora color rojo carmín; poco después, al
iniciar el año, mi abuela me contó que la esposa de Don Emilio ahora se
encontraba junto a él. No pude evitar pensar qué habría pasado si el COVID-19
no se hubiese llevado a Don Emilio. ¿Seguirían vivos ambos? ¿O la historia se
habría repetido, pero con algún otra enfermedad de las que llegan con las vejez?
La respuesta nunca la sabré, sólo puedo sentir aquellas palabras de mi abuela
cuando me lo dijo: “Bueno. creo que mi comadre no pudo soportar estar sin su
viejo tanto tiempo, me alegra que ya se encuentren juntos, pero ¿sabes, mija?
ya todos los que conocía de mi edad en la colonia se están yendo, ahora sólo
quedo yo y uno pocos más”. En ese momento me aguanté las lágrimas y le dije: “Ma
Tere, no diga eso, usted está muy joven”. Mi abuelita se rio y dijo: “¿A poco sí,
mija?”. Yo reí para aligerar la plática, pero por dentro una parte de mí se fracturó,
haciéndome ver una realidad que jamás podré evitar. Hace poco volví a ver a Don
Emilio y a su esposa en uno de mis escasos sueños. Y les puedo decir que se
vean igual de enamorados como en mis recuerdos.
Al final de todo, siempre
tendremos solamente algo seguro en la vida y eso es la muerte, tan dolorosa y
tan incomprendida que suele ser en la mayoría de los casos. No importa si somos
jóvenes o viejos, no importa si tratamos desesperadamente de huir de ella,
porque al final siempre nos encontrará. Creo que, a veces, deberíamos de
olvidarnos un poco de aquello que nos atormenta para empezar a vivir apreciando
los momentos de felicidad, sin importar lo grandes o pequeños que puedan ser.
Porque cada día que pasa es un día menos que nos queda de vida y el cual jamás
podremos recuperar.
Comentarios
Daniela, tu relato es tierno, emotivo y sentimental, pero nos recuerda las pequeñas grandes cosas de la vida que, por las prisas, dejamos de apreciar. La ternura y el cariño de la gente mayor, como tu abuelita y Don Emilio y su esposa, son esos tesoros humanos que la vida nos regala y que no sabemos apreciar hasta que los perdemos.
Saludos y felicitaciones por tu relato. José Manuel Frías Sarmiento