“Agarré un palo que estaba a la mano y tiré con él a los pollos y gallinas. Para mi desgracia, le di en el pescuezo a un pollo grande, el cual cayó al suelo pataleando como si fuera a morirse”
EL POLLO COLTI Y LA GALLINA CIEGA
Rogelio Humberto Elizalde Beltrán
Las dos anécdotas que voy a relatar a continuación, corresponden en tiempo
a dos etapas diferentes de mi vida. La primera, cuando contaba con 12 años de
edad, y la segunda, cuando empezaba a cursar mis estudios de nivel profesional.
El motivo de incluir los dos, tiene como justificación que ambos se refieren a
un mismo género: aves.
Hablemos primero del Pollo Colti.
Cuando era niño no había cosa que me disgustara más que el tener que recoger y
tirar la basura. Sobre todo, porque cuando se barría el patio de la casa, había
muchas hojas secas que caían de los árboles y hacían abundante la basura.
Además, como se barría con escoba de vara, algunas veces quedaban entre la
basura algunos palos atravesados de las escobas, lo que hacía más difícil
recogerla y meterla en un costal. Debo ser sincero al decirles, que cuando me
mandaban a tirar la basura no lo hacía de manera inmediata, sobre todo si me
encontraba jugando con mis amigos. El problema era que cuando por fin me
disponía a hacerlo, los pollos y gallinas ya habían desparramado la basura y
eso me daba mucho más coraje.
En una ocasión, me mandaron a tirar la basura y, al modo, le contesté a mi
hermana mayor “al ratito lo hago”. Cuando fui a hacerlo, la basura estaba
desparramada y los pollos y gallinas haciendo de las suyas, buscando algo que
comer entre las hojas y frutas de mango podridas. Me dio tanto coraje, que Agarré
un palo que estaba a la mano y tiré con él a los pollos y gallinas. Para mi
desgracia, le di en el pescuezo a un pollo grande, el cual cayó al suelo
pataleando como si fuera a morirse. En ese momento me dio miedo porque de
seguro me iba a ganar una buena “pela”. De inmediato pensé en una posible
excusa, así que recordé que en casa era común que las gallinas comieran algún
animal y se envenenaran. Recuerdo a mi madre, en varias ocasiones, dándoles ajo
picado para que no murieran. Otras veces, colocaban al ave en el suelo y ponían
sobre él un tambo invertido y palmeaban, como un tambor, supuestamente, para
que la gallina reaccionara.
Al acordarme de lo anterior, se me ocurrió gritar a mi mamá: “Amá, se
envenenó un pollo, mira está pataleando”. Mi madre vino inmediatamente y como
era costumbre en esos casos, le colocó ajo picado en el pico al pollo y le dio
a beber agua. Me sentí, de momento, tranquilo porque el pollo reaccionó, se
levantó del suelo y se fue caminando, pero con el pescuezo chueco, como si
estuviera “colti”. Les confieso que todos los días este pollo hacía que me
remordiera la conciencia, pues siguió creciendo, pero con el pescuezo chueco,
lo que me hacía recordar el momento aquel en que lo golpeé con aquel palo. Al
paso de los años, le confesé mi pecado a mi madre, quien no tuvo más remedio
que reírse.
Ahora vamos con la Gallina Ciega. Para ponerlos en contexto, les comento
que cuando egresamos de la preparatoria, mis amigos y yo agarramos rumbos
diferentes, algunos buscando apoyo en familiares que vivían cerca de donde
pudiéramos estudiar, otros, con sacrificio de sus padres, se mudaron a lugares
distintos. Algunos, estudiaron en Culiacán, otros en Guadalajara, la Ciudad de
México y Mexicali.
Cuando llegaban las vacaciones de verano, todos regresábamos al rancho y
convivíamos todos los días, los cuales aprovechábamos para estar juntos y
divertirnos. El primer día en que estábamos todos, nos juntábamos, ya fuera en
la casa de alguno o, bien, en la explanada del rancho, en el puente, debajo de
algunos árboles, por mencionar algunos lugares. En una ocasión, decidimos comprar
cerveza y vino y reunirnos a “conbeber” en casa de uno de los amigos. También
venían otros amigos de ejidos cercanos, con quienes teníamos amistad. Ya
pasadas las horas, serían como las dos de la mañana, hubo alguien que propuso
que como ya hacía hambre, cada quien debía ir a su casa y robarse una gallina y
cocinarlas en la casa en que estábamos reunidos. Así lo hicimos; en mi caso
recuerdo que invité a un amigo que venía de un rancho cercano para que me
acompañara a mi casa y robáramos la gallina. Cuando llegamos a casa, todo
estaba oscuro, algunas gallinas estaban encerradas en el gallinero, pero otras,
en cuanto se metía el sol, se acomodaban en las ramas de una bugambilia. Como
estas últimas estaban más a la mano, sin saber cuál agarraríamos pues no las
mirábamos, tomé una al azar y nos devolvimos al convivio.
Entre todos desplumamos las gallinas, después de meterlas en agua caliente,
otros las abrían para sacarles los “dentros”, en fin, todos participamos en esa
“hazaña de juventud”. No les cuento a detalle cómo quedó aquel guiso, pero lo
cierto es que no fue de lo más apetitoso.
Aquella broma de juventu seguramente quedó en la memoria de todos los que
participamos en ella. Lo que me quedó grabado por siempre fue que, al día
siguiente, cuando me levanté, mi madre estaba dándole comida a las gallinas y
me dijo: “Oye, la gallina enferma, la que está ciega, no la miro”. Me aguanté
la carcajada pensando lo que dirían mis amigos cuando les contara sobre la
gallina que yo había llevado a la reunión. Ni modo, eso me pasó por “maloso”,
nunca volví a robar una gallina, lo prometo.
Comentarios
Estimado Rogelio, estas anécdotas de rancho, coloquiales y auténticas, dan sabor a una Literatura que casi nadie, menos los académicos, se atreven a publicar, por eso te felicito, por darte el lujo de recordar lo que muchos hemos vivido o escuchado en nuestra niñez.
Saludos, José Manuel Frías Sarmiento
Muchas gracias por compartir.
Su aprendiz...Zulma Santillanes