“Un buen lector es una persona que lee por voluntad propia, lee todos los días”
UN VIAJE MARAVILLOSO
Alfredo Zañudo Mariscal
Siempre me
pregunto por qué a muchas personas no les gusta leer. Y no importa de cual
círculo social se trate, casi nadie lee por gusto o por placer, como menciona
Isabel Solé, o bien, por interés propio.
En la mayoría de
los casos, las personas leen por obligación, porque están estudiando en
cualquier nivel educativo, tienen que participar en clases, entregar tareas o
presentar exámenes.
A través de la lectura
podemos trasladarnos a muchos lugares. En mi caso, el primer contacto que tuve
con los textos literarios fue en la escuela primaria. Recuerdo que, además de
leer los libros de texto, se nos solicitaba aprender tal o cual poesía alusiva
a un personaje o bien, a una fecha histórica y teníamos que recitarla en los
homenajes, frente a maestros y alumnos, quienes ovacionaban al declamador, el
cual adquiría cierta dosis de respeto y admiración, debido a que no cualquier
alumno se atrevía hacerlo porque tenía que decir toda la poesía de memoria.
En ese período
también me tocó leer Fusiles y muñecas,
un poema de Juan de Dios Peza. Me llamó la atención que lo presentaron en la
escuela como un cuadro realista, en el que aparecen los niños Juan y Margot
quienes, con sus juegos, se ubican como personas adultas, pues él, con su
espada desea participar en la guerra, mientras ella con su muñeca asume el
papel de madre.
En la secundaria
leí el poema El brindis del bohemio
de Guillermo Aguirre y Fierro. Además, participé escenificando a quien al personaje
principal. Me gustó mucho interpretar el papel de Arturo, porque me recuerda
las difíciles circunstancias que pasé en mi etapa se estudiante, en la que el
apoyo de mi madre fue decisivo para culminar mi educación profesional.
Otro texto
literario que me atraía es Por qué me
quité del vicio, de Carlos Rivas Larrauri. Me gustaba declamarlo con un
toque de acento indígena que le gustaba al público en aquellos eventos
escolares de antaño.
Posteriormente me
tocó leer Los motivos del lobo, de
Rubén Darío. Este poema nos deja un gran mensaje en el sentido de que la
especie humana, pudiendo vivir en paz con sus semejantes, a través del respeto
a las leyes y de la práctica de valores no lo hace, debido a que privilegian
los intereses personales y de grupo.
En la Escuela
Normal de Sinaloa, me tocó leer la novela La
maldición negra de Rodolfo Benavides. Esta novela narra que los campesinos
no conocían el petróleo y cuando éste brotaba en sus parcelas pensaron que era
una maldición. ¡Y cómo olvidar Canasta de cuentos mexicanos, de Bruno
Traven, ya que la lectura de sus cuentos te invita a viajar mentalmente hacia
diversos confines del sur de nuestro país y conocer costumbres indígenas,
formas de vida y esparcimiento de sus habitantes! Apenas me acuerdo de cómo fue
robado de la iglesia y castigado el Santo San Antonio por no cumplir con
encontrar el reloj del indígena, a pesar de que éste ya le había comprado
cirios y veladoras. Asimismo, en el cuento de los dos burros, Bruno Traven deja
entrever, de manera implícita quien es el segundo burro por haber pagado varias
veces por el mismo animal que le ayudaba a realizar sus labores en la siembra
de verduras y hortalizas.
La lectura de algunos
textos, sobre todos los poemas, fue importante en mis primeros años de servicio
docente, porque fue necesario volver a leerlos y decirlos de memoria durante mi
paso por varias comunidades rurales: Santa Rita, Badiraguato, El Manchón,
Mocorito y Las Milpas de Costa Rica. Era casi obligatorio participar en los
festivales de fin de cursos. En mi caso lo hice declamando estos poemas y participando
en obras de teatro, por ejemplo la de Los
sordos.
Si bien es cierto
que eran parte del programa de clausura, para mí representaban algo más. Estos
poemas fueron los cimientos que permitieron adentrarme en el terreno de los
textos literarios, porque después leí cuentos y novelas.
Recuerdo que en
Guamúchil, en una tienda Conasupo vendían revistas. Eran cuentos cortos y otros
de la colección “SEP cómo hacer”. De ahí leí Los novios, de Francisco Rojas González. En este cuento, el padre
sorprende al hijo que se queda embobado cuando ve pasar a una joven rumbo al
río, entonces dice para sus adentros “ese pájaro quiere su tuna”. Después de
varios días de observar cómo se queda su hijo todo lelo cuando pasa la muchacha
por agua al río le pregunta: ¿es ella? Y él asiente. Después el señor va con
los padres de la joven para solicitar el casamiento. Pero lo que más me
sorprende es que ambos padres, en vez de decir las cualidades y virtudes de sus
hijos dicen todo lo contrario, como si trataran a toda costa de evitar esa
boda.
También de esa
tienda compré La muerte pide permiso,
de Edmundo Valadés. En ese cuento los campesinos narran a los Ingenieros las
injusticias del cacique ya que les roba el agua, les viola a las mujeres y
comete un sinfín de atropellos. Por lo tanto, les solicitan permiso para
matarlo. Los ingenieros deliberan sobre esta situación y cuando otorgan el permiso,
los campesinos les dan las gracias porque, como nadie les hacía caso, ellos ya
habían hecho justicia por su propia mano.
Después de
peregrinar algunos años por comunidades rurales, llegué a trabajar a una escuela
de organización completa en Villa Ángel Flores, mejor conocida como La Palma. Ahí
me llamó la atención que en la dirección había una colección casi completa de la
Revista Presagio, con información histórica,
económica y cultural de la mayoría de los municipios de Sinaloa. Esto me
permitió leer y aprender más sobre la historia regional de Sinaloa. Pero lo que
me dio más placer fue encontrar en ella muchos textos literarios. Por ejemplo, las
historias del Profesor Cipriano Obeso Camargo sobre las costumbres y
actividades de los mayos que habitaron en Alhuey, Angostura. Leer estas
estampas costumbristas de su tierra me trasladó a la época donde las gentes vivían
con productos propios de la fauna y la flora de la región. Recuerdo, como si lo
hubiera leído ayer y porque este tiempo es precisamente el tiempo de la cosecha
de las pitayas, que el Profesor Cipriano narra su experiencia de cuando se iba
con su abuela a buscar este preciado alimento y cómo ella lo trasformaba en otros
manjares, como dulce y conservas.
Fue es estas
revistas de Presagio donde empecé a
leer a algunos cuentistas sinaloenses. Aunque varios ya escapan a mi memoria,
recuerdo a Ramón Rubín y a Dámaso Murúa con el texto de La muerte. En este cuento
dice que ella se le presenta porque él la llamó ya que está enfermo. El
escritor niega a toda costa que él haya sido y que, tal vez fue otra persona.
Pero la muerte le dice que, como está de buenas, le va a conceder un deseo. ¿El
que sea? Sí le dice, el que sea. Muy bien, entonces ¡bajate los calzones! Y la
muerte salió despavorida y jamás volvió. Por cierto, muchos años después me
tocó leer El guilo mentiras. Es el
libro de cuentos más conocido de este escritor escuinapense; narra varias
mentiras de sus personajes, pero las describe de manera tan natural que, a veces,
los lectores ni nos damos cuenta de ellas. Recuerdo el caso del tigre que se
comió al burro y el dueño llegó al amanecer a su rancho con un tigre ensillado.
También otro donde narra que el alacrán se le subió al protagonista por el
chorro de la orina.
Años después,
cuando iba a surtir la despensa a la Ley, junto con la dueña de mis quincenas, bueno,
ahora dueña de mis mesadas porque ya ni la Upes me paga quincenalmente. Me iba
al stand de libros donde leía y, si tenía la oportunidad, compraba algunos de
ellos. Fue aquí donde conocí, a través de sus novelas, a Julio Verne, un
escritor que se adelantó a su época con Veinte
mil leguas de viaje submarino. También en la Ley conocí a Horacio Quiroga
con Cuentos de la selva.
Ya casado, invertí
parte de mi raquítico sueldo en comprar libros a empresas que hacían el
descuento en el talón de cheque. Así leí Puente
en la selva y La rebelión de los
colgados de Mariano Azuela, Marielena
de Benito Pérez Galdós, Bola de sebo y
otros cuentos de Guy de Maupassant, Azul
de Rubén Dario, El viejo y el mar de
Ernesto Hemingway, El Zarco y Clemencia. de Ignacio Manuel Altamirano,
La parcela de José López Portillo y
Rojas, Los de abajo de Mariano
Azuela, Los jefes y Los cachorros de Mario Vargas Llosa, El fantasma de Canterville de Oscar
Wilde, La cabaña del tío Tom de Harriet Beecher Stowe, Canta Claro y Doña Bárbara de Rómulo Gallegos; y otros más que escapan a mi
memoria.
También, en
algunas ocasiones me tocó visitar. al Archi, junto al Parque Revolución, aunque
creo que ya le cambiaron el nombre a este lugar. Aquí compraba algunos libros
usados y adquirí un libro que para un servidor es oro molido, es llama Lecturas clásicas para niños. Fue
publicado en 1971 por la Secretaría de Educación Pública, pero retoma la
edición hecha por José Vanconcelos, en 1924. Este libro contiene varios textos
que son clásicos de la literatura en diversos países. Por ejemplo. El poema del Mio Cid, Relatos del Conde
Lucanor, El Quijote de la Mancha, El patito feo, Pulgarcito, El príncipe feliz
y Las mulas de su excelencia, entre
otros.
También he leído,
aunque menos, novelas de Paulo Coelo, como El
Zaid y El diario de un peregrino”;
a Gabriel García Márquez con “El coronel
no tiene quien le escriba. A José Saramago con Las intermitencias de la muerte; y el último que compré en la Feria
Internacional del libro, la FIL, en Guadalajara En media hora la muerte de Francisco Martín Moreno. Y no es que
quiera presumirles que un servidor asiste a estos eventos, pero fue el último
de los beneficios que obtuve de la UPES, en lo respecta a viajes relacionados
con temas de cultura.
Por lo narrado,
ustedes amables lectores, deducirán si tengo o no gusto por la lectura. Ya que
un servidor no se considera un buen lector o que tenga muy arraigado el hábito
de leer. Y es que Felipe Garrido, en su libro El buen lector se hace, no nace, describe que “un buen lector es una persona que lee por
voluntad propia, lee todos los días: no solamente forzado por razones de
estudio o de trabajo; trae bajo el brazo o el bolsillo, la bolsa o el
portafolio el libro que en su ilusa esperanza tendrá tiempo de ponerse a leer
en algún rato muerto. Y yo, como decía un Profesor jubilado allá en la
Palma, “yo no llego a tanto”.
Por eso considero que
la lectura nos remite a realizar un Viaje
Maravilloso, porque con ella se da rienda suelta a la imaginación. Es
trasladarse a otros lugares y aprender a través del contenido de los textos. Es
identificarse, a veces, con sufrimientos, alegrías o con las peripecias de los
personajes. Sirva pues, esta narrativa, a manera de evolución histórica, para comentar
y dar a conocer lo mucho o poco que un servidor ha leído.
Comentarios
Contar estas historias nos acerca como lectores y nos aproxima al contacto humano que tanto pregonan hasta en el nuevo Modelo Educativo Escuela Nueva, pero que a muy pocos de verdad, incluidas algunas Autoridades, les importa llevarlo a la realidad de los desiertos literarios que son los escenarios educativos. Lo triste de la situación es que hay profesores y alumnos que saben, conocen, les gusta y pueden revertir esa desdicha escolar, pero no se les otorga ni siquiera unas diez horas semanales para que “den rienda suelta a la imaginación” y traspasen las paredes de los programas que no hacen eco de estas voces, como la suya, bastante autorizadas para contar historias que a todos nos harían un buen de bien, dirían los del centro del país.
Saludos y muchas gracias, por esta refrescante lluvia literaria.
Tu amigo, José Manuel Frías Sarmiento
Por cierto omití algunas novelas. Recuerdo ahorita que también leí "Tomóchic de Heriberto Frías y "Se llevaron el cañón para Bachimba"de Rafael Inclán, novelas que narran pasajes de la revolución mexicana.
También les pido una disculpa por haber cometido un error, las novelas de puente en la selva y la rebelión de los colgados son obras de Bruno Traven, no de Mariano Azuela.
Saludos afectuosos para quien, con la publicación de estos textos hace posible que más personas se interesen por escribir. También para la persona que siempre está atento para comentar estas publicaciones y que con sus comentarios nos invita a seguir produciendo textos.