Recordando al Rey del Vallenato
“Desde aquí, y con el fondo musical de Jaime Molina, vaya este homenaje al Maestro Rafael Escalona, quien ya le estará cantando el son a su amigo del alma y éste, pintará un bello retrato allá en el cielo”
RAFAEL Y JAIME
José Manuel Frías Sarmiento
El acordeón canta
en Colombia con más fuerza su dolor. La guitarra mexicana desgrana las penas
del alma en sus acordes. Y no está Jaime para pintar la pena que nos embarga.
Murió Rafa, gritan desde Valledupar y lo escuchamos en Sinaloa, donde rendimos
homenaje al Rey del Vallenato, al tenor de los versos con los que él despidió a
su amigo del alma: Jaime Molina. “Recuerdo que Jaime Molina/ cuando estaba borracho ponía esta
condición / que... si yo moría primero, él me hacía un retrato/ o si él se
moría primero le sacaba un son.
El vallenato Jaime Molina es el canto a un hermano que se fue primero; es la historia
de un cariño fraternal por el pintor que le pedía un son cuando se fuera antes
que él; porque de lo contrario Jaime pintaría el retrato más hermoso que nadie
le hubiera hecho al maestro Escalona. Un retrato tan bello como el que Enrique
Estrada haría del Gabo, años después: tan exacto, que García Márquez refiere
que quienes lo ven le dicen que se parece más en el retrato que en persona
misma. Y es, también, García Márquez quien, para reconocer el genio de Rafael
Escalona, le dijera en una ocasión, que Cien años de soledad no era “más que un vallenato de 350 páginas”. ¿Así o más
claro el respeto y alegría que los vallenatos del maestro provocan hasta al
enorme premio nobel colombiano? Cuantimás a mí que los vine a descubrir
precisamente por causa del Gabo. Hace años hicimos una tertulia en honor a
García Márquez y, para amenizar el ambiente, bajé del Ares docenas de vallenatos de Emilianito Zuleta, Diómedes y
Leandro Díaz, Iván Villazón, Beto Zavaleta; escuché al Colacho Mendoza, a Peter
Manjarrez y a Rafael Orozco. Supe de canciones que me cantaron un mundo
colombiano que desconocía y me emocioné con el ritmo del Chevrolito, en el que el contrabandista, cantado por Rafa, iba a
Maracaibo y le pedía a su negra que se fuera con él a conocer otras tierras y
vender el contrabando allá por Venezuela: “ay, ve por Dios, mi negra, ve por
Dios, recoge tus chismes y vámonos.”
Conocí, por sus canciones, de la ausencia de Miguel Canales y de su escondite
en la montaña a la cual Rafa iría por él si es que no bajaba al saber que
andaba por ahí. Me conmoví con El hambre del liceo, en el que Rafa cuenta las penurias de los vallenatos pobres
que luchan por estudiar. Y, claro, soñé con La casa en el aire, en la que Rafael quería poner a Ada Luz para que nadie la
molestara:
Cuando Ada Luz sea una señorita/ y
alguno le quiera hablar de amor/ el tipo tiene que ser aviador/ para que pueda
hacerle una visita.
Al calor de los vallenatos conocí pueblos como Santa Marta,
Valledupar y Cartagena; supe del vallecito y de montañas en los que los
cantores de Fonseca cantaban a su Maye querida, parrandeaban sus penas y bailaban su alegría al compás del
acordeón, ese acordeón sin el cual no se puede concebir a un vallenato.
Y, de pronto, resaltó
la figura de Rafael Escalona. Crecieron sus canciones y la Vieja Sara se tornó como de la familia; y El pobre Migue, se confundió con El pirata y El almirante Padilla.
Formaron, todos, un contexto en el que, sin más, me sentí a mi modo. Yo no
conocía a Rafa, aunque hubiere escuchado a Carlos Vives. No sabía del canto a Jaime Molina. Pero, luego, ya no pude olvidarlo. Hasta Sergio, en aquel
tiempo un estudiante de secundaria, se impresionó con el dolor del son y dijo:
“esa canción está chila”. Y luego pedía que la pusiera siempre que a la escuela
lo llevaba y traía. Que a un chavo de Culiacán le llegue una canción del
maestro Escalona es lo que él buscaba, al querer “ser un cronista de
su región”. Y lo consiguió, pues con sus canciones, Rafa nos narra la Colombia
real, la que vibra con el son y baila con el vallenato bullanguero como La molinera y El mejoral. O nos retrata la parada que, con La gota fría, le hace a Moralito sin que éste responda: Acordate Moralito de aquel día que estuviste
en Urumita y no quisiste hacer parranda/ Te fuiste de mañanita, sería de la
misma rabia.
El maestro se fue
a escasos días de su cumpleaños 82. Y, en vez de escribir este relato, quisiera
que nos siguiera cantando sus canciones; así como él decía de la muerte de
Jaime: “Ahora prefiero esta condición/
que él me hiciera el retrato/ y no sacarle el son”. Pero no, ya no está
Jaime Molina para pintar su alma y el canto profundo que se nos mete en el alma
y nos hace pensar lo que nunca sentimos por regiones lejanas, por personas y
fiestas que no conocemos pero que Rafael nos hace sentirlas muy nuestras en sus
“crónicas cantadas”; como él calificaba a sus vallenatos: como esa relación
entre Jaime y él que, desde chicos, se fue dando tan fuerte que, al final, produjo
el adiós más sentido que un amigo pudiere brindar al otro: “La cosa comenzó muy niño/ Jaime Molina me enseñó a beber/ a donde
quiera estaba, él estaba conmigo/ y donde quiera estaba, yo estaba con él”.
A Rafael, después
de Jaime, le quedó otro amigo, García Márquez, al que acompañara por varios
pueblos colombianos en busca de la semilla para las historias que ambos
contarían en sus “crónicas”: escritas o cantadas. A nosotros, nos queda,
también, El Gabo. Con los vallenatos
de uno y los cuentos del otro, paliaremos un poco el silencio de su canto.
Rafael compuso cientos de canciones y 85 vallenatos que
empezó a escribir desde que tenía 15 años, allá por 1943. Destacan: El testamento, La
casa en el aire, El hambre del liceo, La gota fría, La brasilera, La creciente, entre muchas que nos hacen más leve su partida. Ni a cuál
irle, pues todas son hermosas y reflexivas. Todas condensan la filosofía de los
pueblos y la ternura de su gente. Si no podemos pintarlo como lo haría Jaime,
lo dibujaremos en nuestra memoria con la narración de sus vallenatos: Famosas fueron sus
parrandas/ que a ningún amigo dejaba dormir/ cuando estaba bebiendo/ siempre me
insultaba/ con frases de cariño que él sabía decir.
Se fue Rafael,
como antes Jaime. Nos quedan sus vallenatos para recordarlo. Escuchémoslos para
mitigar la pena, como él lo hacía, para honrar la ausencia de su amigo: “Ahora me duele que él se haya ido/ yo quedé sin Jaime y él
sin Rafael.
Y nosotros nos quedamos, también, sin Rafael. Desde aquí, y con el fondo musical de Jaime Molina, vaya este homenaje al Maestro Rafael Escalona, quien ya le estará cantando el son a su amigo del alma y éste, pintará un bello retrato allá en el cielo. Y los ángeles armarán tremenda fiesta con la juerga de tan dos grandes amigos. Y la parranda debe llegar hasta donde quiera que alguien escuche un vallenato de Rafa; porque, como dicen allá en Colombia, “la parranda es pa’amanecé”. Y al maestro hay que recordarlo así: con acordeones, tragos de Old Parr y vallenatos parranderos. ¡Salud!
Comentarios
Espero disfruten el relato y, enseguida, le pidan a Siri, Alexa, o a su teléfono inteligente, les ponga rolitas del mero mero folclor colombiano.
Saludos, su amigo José Manuel Frías Sarmiento
Se disfruta mucho el homenaje a Rafael Escalona al ir leyendo cada párrafo con las anécdotas, historias y personajes que fueron dándose.
Y con esta redaccion exquisita que acabamos de leer, no nos queda de otra que exigirle a Siri que ponga estos vallenatos pero... INMEDIATAMENTE!!!
Le mando un saludo!
"No cabe duda que también de dolor se canta, cuando llorar no se puede." Pero esta vez, la frase no cabe en su texto, aunque la traiga a colación. Diré que explaya una singularidad y encanto entre el Maestro Rafael Escalona y Jaime Molina un lenguaje artístico maravilloso como lo cuenta. Hoy, desde otra dimensión inauguran lo sublime.
Y me lleva a la búsqueda José Manuel entre el acto musical y pintura.
Gracias por seguir cultivando.
Saludos cordiales
Qué bueno que mi texto los lleve a pedirle a Siri, yo se lo pido a Alexa, los vallenatos del Maestro Escalona. Disfrútenlos con un güisquito con hielo y topo chico, como lo tomo yo, o con dos hielos, como los disfruta Sergio. Pero con o sin, escúchenlos, por favor.
María Luisa y Marcelo, gracia por leer y comentar. su amigo, José Manuel