“Era un gato de gustos refinados, amante del flamenco contemporáneo”
RUFO ENTRE DOS AGUAS
Héctor Armando
Morán Villarreal
- No hay comida
para mí, pero al maldito gato le sobra.
-No lo molestes.
Déjalo, pobrecito, también tiene derecho a comer sano.
-Solo digo que
gastamos demasiado en esas bolsas de alimento, cuando bien podría comer las
sobras tuyas y mías. Es un animal. Lo que coma no importa mucho ¿No crees?
-Ya lo discutimos,
por más que lo intentes no lograrás que cambie de opinión. Está decidido. Rufo
comerá su comida especial y te callas.
Rufo, acuclillado
en sus cuatro patas peludas, engullía despacio y con la cola encrespada, un
montículo de su comida especial: trozos de pavo a la plancha servidos por sobre
un plato acerado de contornos precisos que daban forma a un rostro felino.
Alimento de alto contenido nutrimental, surtido de vitaminas y minerales,
aunque de tufo rancio, lograba mantener su pelaje sedoso y brillante. En
añadidura, una dieta como ésta, basada estrictamente en alimentos procesados
bajo los rigurosos estándares de la calidad veterinaria; resultaban amables con
su tracto digestivo. Los dueños en tanto podrían despreocuparse de las heces,
pues siempre resultarían bolitas firmes e inodoras. Al menos eso presumía el
empaque, cuyo personaje publicitario consistía en la figura de un gato
sonriente, con el dedo pulgar arriba y guiño coqueto.
Ella consentía
todos sus caprichos. Era una rutina escrupulosa que comenzaba desde muy
temprano: en punto de las 6:00 am. No antes ni después. Llegado el momento, con
la rigurosidad de las puestas de sol y el reflujo de las mareas, Rufo, maullaba
al pie de su cama. Al no ser escuchado, de un zarpazo, subía hasta donde ella y
ronroneaba por los alrededores de su cuerpo olisqueándole. Tallaba su cabeza
contra la suya. Entonces, logrando su propósito de despertarla; tras una tos
simpática, echaba a andar sus cuerdas vocales. Vibrantes y sonantes, al menor
contacto con el viento, sacudían los tímpanos, escuchándose infantiles. A la
manera que un traje hecho a la medida se amolda al cuerpo del cliente; su voz
hallase confeccionada a propósito para la talla de la caricia. Le dedicaba un
mimo a otro sin renunciar a esa vocecita de matices melosos, al tiempo que
fruncía sus labios y las mejillas se le hundían:
- ¡Mi gatito!
¿Cómo estás corazón? Ven Rufo. ¡Tiene hambre el niño! Micho, micho. ¡Tan
bonito! – Entonces, Rufo, sabiéndose amado, incrementaba el volumen de sus
ronroneos y los maullidos se volvían más lastimeros y agudos. Se dirigían hasta
la cocina donde le esperaba el desayuno y un par de caricias más, seguidas de
golpecitos por su lomo.
Casi a mitad del
día, le cepillaba su pelaje con un cepillo especial que le habían comprado en
una clínica veterinaria; misma donde hacía poco, Rufo había recibido sus
vacunas, un baño a conciencia y limpieza dental. Sobre los muslos de su ama, se
abandonada a sus cuidados. Al paso de los bastoncillos del cepillo, cerraba los
ojitos color verde olivo y estiraba las patas. Al tacto, ella percibía la
distención de sus músculos, como un efecto dominó, ficha por ficha, uno a uno,
cedían a ablandarse. Adormecido, lo cargaba con precauciones excesivas
acurrucándolo contra su pecho; se levantaba, y, para evitar despertarlo, le
susurraba una canción. Lo llevaba hasta su almohadilla de seda que le servía de
cama. Inclinada, flexionando las rodillas, lo dejaba caer con la suavidad de
una pluma al viento. Allí también se encontraban dispuestos la caja de arena y
un cesto donde guardaban sus juguetes: ratas de hule, pelotas y peluches con
cascabeles en el interior.
Antes de comenzar
la preparación de los alimentos del medio día. Cuando Rufo dormía
reparadoramente y su pelaje brillaba repelado y voluminoso. Ella introducía el
disco: Entre dos aguas; de Paco de Lucía por la ranura del reproductor. Era un gato de gustos refinados, amante
del flamenco contemporáneo. Ajustaba el volumen girando la perilla del
aparato a un nivel que ella juzgaba no le molestaría. Acomodándose los cabellos
que le caían por la frente, se detenía por un momento hasta verle respirar,
para esto, entornaba los ojos, garantizando una mejor observación del animal.
En eso la barriga de Rufo se abultaba y achicaba como un fuelle, entonces se
marchaba a la cocina.
El marido
trabajaba para una firma de abogados no muy lejana del domicilio. No tenían
hijos. Eran un matrimonio joven. Ella 26 y él 29 años. Por sus contantes
malestares estomacales, no se permitía el lujo de comer en cualquier sitio.
Salía de la oficina al medio día directo a su hogar. Comía en una hora con el
apremio de las prisas sobre su conciencia, y regresaba nuevamente al despacho.
Así transcurría la cotidianeidad en sus vidas. Al cabo de pocos meses
terminaron por acostumbrarse y les salía con la naturalidad que el actor novel
se sueña. Ella consentía al gato, realizaba las faenas del hogar, se dedicaba a
la lectura, escuchaba música, y, en escasas ocasiones; salía a encontrarse con
alguna amiga de la facultad, que, como ella, buscaba empleo. El marido no
ganaba mucho, pero sí lo suficiente para sobrevivir y cubrir los gastos
modestos de un hogar pequeño como el suyo. No tener hijos suponía un ahorro
sustancioso. Había estudiado arquitectura obteniendo el grado con menciones
honoríficas y las más altas notas de su generación. Era buena en lo que hacía.
No le faltaba inteligencia. Bastaba algo de buena suerte.
- ¡Quisiera ser el
gato! Tengo un par de amigos a los que tampoco les importaría. ¡Mira! Dormido a
sus anchas, mientras me parto el lomo trabajando- Rufo parecía entender lo que
le decía. Con aire desafiante, se desparramaba bocarriba, dejando expuesta su
barriga y las almohadillas rosáceas de sus patas.
- ¿Para qué
desperdicias electricidad usando el reproductor? ¿Crees que el gato disfruta el
flamenco? No has pensado que quizá le disguste tanto como a mí. - desconectaba, furioso, el cable del aparato.
Era fácil advertir cuando estaba enfadado, pues su frente se llenaba de
arrugas. Una imagen que recordaba a los campos recién trillados que se aprecian
por las ventanas del auto, mientras se viaja por una carretera uniforme y en
apariencia inacabable. En instantes, la guitarra dejaba de escucharse por los
altavoces; su sonido se desvanecía como el rumor lejano y extraviado, parecido
al brillo decadente que hay en luna al amanecer. Pronto, la casa parecía el
interior de una nuez: Hueca y en silencio.
-Espero que ya
esté la comida, hay mucho trabajo y no pienso quedarme demasiado tiempo-
-Ya está servida…-
Suspiró ella recargando su barbilla en una de sus palmas, y añadió: -Pobre
Rufo, te mira y no eres capaz de darle un cariñito. Aunque sea fingido ¿No te
da lástima? -
-Cállate mujer.
Suficiente tiene. Te recuerdo que de mi salario se pagan sus comidas, juegos,
arena, y hasta sus dientes. Podré tener caries, pero te aseguro que el gato no.
Esa es mi forma de mostrarle mi cariño al infeliz. ¿Más?… ¡Imposible! … Ya
sabes, personalmente, no con el ánimo de contrariarte, pero, prefiero a los
perros. -
Ella permaneció
callada, no le apetecía comenzar una discusión. Esperó a que el esposo terminara
la comida sentada al sillón, leyendo una revista dedicada al mundillo de la
arquitectura y el diseño urbano. Rufo permaneció sin inmutarse remolineándose
por su cama. Luego de un par de estiramientos y bostezos, pronto estaba hecho
ovillo otra vez, y recobró el sueño.
Se marchó sin
despedirse. El portazo anunció su partida. Ella cerró la revista luego de
colocarle un separador de páginas para continuar la lectura después. Entonces
retomó la rutina verpertina que ya sabía de memoria. Lavó los trastes e
introdujo la ropa sucia a la lavadora. Con una palita de plástico recogió las
heces de la caja de arena de Rufo y colocó nueva. Comprobó que sus excrementos
eran bastante firmes. La publicidad no le estaba tomando el pelo. Después,
introdujo un nuevo cedé en la ranura: Paco de Lucía y Camarón de la isla.
Sirvió una nueva ración de comida para Rufo, llenó su tazón para el agua y,
ayudándose de una franela humedecida en un líquido viscoso en cuya botella que
lo contenía se leía: Maestro Multiusos; fregó las superficies de
la cocina y sala hasta hacerles brillar. Agotada y con la frente perlada en
sudor, se la enjugó con su delantal y acomodó algunos marcos torcidos.
En eso, un
timbrazo del aparato de lavado anunciaba que la ropa estaba lista. La introdujo
dentro de un cesto y la tendió con delicadeza en la azotea por sobre una cuerda
dispuesta para ello. El sol quemaba, lo hizo con rapidez. Regresó al interior
del hogar sin ninguna otra labor pendiente, de modo que retomó la lectura de la
revista de arquitectura, mientras Rufo mordía su rata de plástico y Camarón
de la isla seguía cantando.
Así pastoreó el
tiempo aquella tarde hasta terminar de cabo a rabo el contenido de la revista.
Estaba cansada. Últimamente la uniformidad en el trascurrir de los días le
asfixiaba. Eran idénticos. No atinaba a distinguir uno de otro; se extendían
ante ella en una sucesión infinita como la infinidad intrínseca de los números
naturales. Perdida en esa confusión, cada vez le costaba mayor trabajo ubicarse
en el tiempo; se creía en una tarde de domingo, hasta que su mirada errática se
encontraba con la del almanaque, clavado en la pared de la cocina, sin piedad y
en letras mayúsculas, le reprendía: MARTES. Presa de estas rachas anacrónicas,
de pronto se imaginaba caminando dentro de una gigantesca rueda que no conducía
a ninguna parte. Cerraba los ojos y se
miraba a ella misma flotando en un viaje sideral sin retorno; seguía girando,
no importaba la velocidad, no esperaba llegar a ningún lugar. Trató de pensar
si se había sentido así antes. Fue en ese instante que recordó lo que una
compañera de la universidad le dijo, mientras mataban el tiempo libre de una
clase a la que el profesor no asistió. Le habló sobre Sísifo. Un personaje de
la mitología griega que tenía como castigo subir una gran roca a cuestas.
Bastante cerca de lograrlo, la roca regresaba rodando, acelerada por la fuerza
gravitatoria; hasta el punto de partida. Su castigo consistía en hacer esto por
la eternidad. Una actividad frustrante y dolorosamente absurda. Quizá Sísifo
había rencarnado en ella. Cuando pensaba en esto, le aterraba no poder
encontrar un empleo pronto. No se creía capaz de soportar por mucho tiempo la
condena de cargar a cuestas su pesada y absurda cotidianeidad de trazos
uniformes. Desistía de estos pensamientos estériles, cuando fuera estaba
completamente oscuro y las sombras de los árboles se proyectaban en el
pavimento frío de aquella noche de invierno. Por estos días de viajes erráticos
del pensamiento, se marchaba a la cama más temprano de lo habitual sin probar
alimento. Se vistió con su pijama de lino y se metió entre las cobijas. Dejó
una nota en la mesa de la cocina para su esposo, excusándose. Sabía que esa
noche no llegaría temprano, lo dejó muy claro durante la comida: había mucho trabajo
y se marchó aprisa. Sus suposiciones no erraron en absoluto.
El esposo apareció
al diez para las 12:00 am. Su cabello estaba despeinado, la camisa desabotonada
y desfajada. Entre sus dedos cargaba un portafolios tan pesado como sus pasos.
En el marco de la puerta terminó de desanudar su corbata que poco le faltaba y
la arrojó en alguna parte del sillón. A pesar de estar exhausto, tenía apetito.
Sabía que de no comer nada se mantendría en vigilia. Así que se dirigió directo
a la cocina en medio de la penumbra sin encender las luces.
Al abrir la puerta
que daba a la cocina. Para su sorpresa y espantando todo apetito, Rufo, encima
de la mesa; se encontraba de pie sobre sus patas traseras. Sostenía con las
delanteras el juguete de la rata plástica mientras la mordisqueaba. Al verlo,
le dijo:
-Te estaba
esperando, siéntate… miau- Sentenció y escupió la rata ensalivada.
El hombre no sabía
cómo reaccionar, debía estar experimentando el cansancio por niveles
insospechados a los que nunca había sido capaz de llevar a su cuerpo. En eso
recordó las palabras de su madre: “Siempre hay una primera vez para todo.” El
síntoma más grave de ese cansancio crónico, debía ser la pérdida del juicio y
alucinar que su mascota le hablaba, erguido, y por sobre la mesa de la cocina.
Una escena que nadie podría creerle -pensó-
- ¡No entiendes
hombre! Te hablo a ti. Ve por el disco
de Paco: Entre dos aguas… Miau. – Después, con autoridad y humor de
dictador latinoamericano, el gato le dictó instrucciones precisas: - Conecta el
reproductor e inserta el disco en la ranura. Ten mucho cuidado, evita que tus
yemas sucias lo toquen, se puede estropear- Luego de una pausa breve,
continúo: - Sabes, aunque no lo creas,
admiro el trabajo de Paco. Me relaja… – Rufo desvió su mirada hacia al juguete
de la rata en el suelo, en sus gestos se advertía la irresistible tentación que
le provocaba volver a clavarle los colmillos, pero al final, desistió y volvió
a con el joven abogado: -Y, si no es molestia, te importaría servirme un poco
de leche. ¡Que esté bien fría! No sé por qué ustedes piensan que a los gatos
nos gusta la leche tibia. Fría, por favor.
El hombre tallaba
sus ojos en un intento inútil de que la imagen del gato parlanchín
desapareciera y el orden de la realidad se restableciera, regresando todo a su
sitio. Aquel orden antropocéntrico al que la experiencia nos acostumbra desde
muy pequeños, donde la especie humana habla y los animales se limitan a balar,
cacarear, mugir o maullar, según su género y especie. Cada que abría los ojos,
como el dinosaurio de Monterroso, era para confirmar que el animal seguía allí.
Entonces fue hasta la sala, conectó la clavija del reproductor e introdujo el
disco: Entre dos aguas. Analizaba el aparato a tientas a consecuencia de
la oscuridad de la madrugada. Luego de oprimir muchos botones equivocados.
Oprimió, al fin, el botón: PLAY. Tímidas pisadas de bajo se hicieron
escuchar, seguidas de rítmicos golpeteos percusivos de los tambores, que, al
poco, introducían la proximidad de los toques de la guitarra de Paco de Lucía.
-Miau… Baja
el volumen. Vas a despertarla. – Oyó a Rufo decir desde la cocina. Su voz no
correspondía a la de un gato. Si alguien la escuchara, sin verle, podría pensar
que pertenecía al cuerpo de una persona que recién atravesaba la treintena de
vida. Sin embargo, cómo juzgar cuál voz es la propia de un gato. Hasta ese
momento jamás había conversado con uno. Sacudió la cabeza para espantar estos
pensamientos y regresó a la cocina. Ya se había decidido a enfrentar la
situación sin importar lo irracional que fuera.
Rufo seguía de
pie. Otra vez mordisqueaba la rata de plástico, debía ser una especie de manía
parecida a la de algunos humanos con el tabaco o el alcohol. Como la primera
vez, al verlo, escupió el juguete al suelo. El hombre fue hasta la puerta del
frigorífico de donde tomó un cartón con leche y sirvió uno para el gato. Lo
puso en la mesa, al tocarla, resonó un eco sordo. Arrastró una silla y se sentó
frente al él.
-Miau… miau…- Afinaba el gato
su voz en búsqueda del tono correcto: - Empezaré diciendo que usted también me
disgusta. Ambos tenemos en común el odio mutuo ¿O acaso me equivoco?... No es
lo que quiero decirte, es una obviedad y carece de importancia ¿No lo crees? –
El gato terminaba cada frase a modo de interrogación, a las cuales, no se
detenía a escuchar respuestas. La pregunta simplemente formaba parte de su
estilo retórico: -Después de todo es normal que las personas se odien. Es sano
y natural, te guste o no así funciona el mundo. Terminas por acostumbrarte. En
fin, ya lo dije, no importa. Dejémoslo y pasemos la página… Desde hace tiempo
busco decírtelo, pero no encuentro el momento ni las palabras para hacerlo- Al
terminar de decir esto, Rufo rascó el interior de una de sus orejas con ayuda
de la afilada garra de su pata delantera, guardó silencio por un instante y
observó lo que había sacado de su oreja, después continuó: – No quiero dejar
pasar más el tiempo, así que lo diré directo, al grano, pues me disgustan los
secretos. - Entonces le clavó la mirada
al hombre, quién no le perdía de vista ni un ápice.
-Miau… miau…
miau… - carraspeó el gato y se inclinó para beber la leche. Tenía la
garganta seca. Dejó su postura erguida y se posó en sus cuatro patas. El hombre
se limitó a observarlo sin decir una sola palabra. Esperó en silencio a que el
gato terminara de lamer la leche: – Bien. Lo diré- Dijo Rufo. Blanquecinas gotas
lácteas resbalaban de sus bigotes, a las que no otorgó la menor importancia.
Volvió a erguirse y retomó el curso de la conversación, usando el tono más
serio y formal que le fue posible:
-Estoy enamorado
de su esposa. ¡Locamente enamorado!... Antes de juzgarme, le ruego, trate de
comprenderme. Es una mujer bellísima, inteligente y dulce. ¿No le parecen
suficientes razones para no caer presa de sus encantos? Y, sin intención de
molestarlo, debo decir que, no creo que usted sea el hombre correcto para ella.
¿Se ha percatado siquiera de cómo la trata? Una mujer así merece algo mejor.
Usted en definitiva no es ese hombre. Yo, en cambio, miau… miau…Perdón.
- Carraspeó el gato y disculpó su interrupción que justificó a la presencia de
una bola de pelo. Después de intensos carraspeos, deshizo ese nudo gordiano
formado con sus pelos, y siguió diciéndole:
– Yo, aunque no sea precisamente lo que pueda llamarse un hombre,
modestias aparte, soy mejor que usted… miau. -
El hombre se
sintió invadido por una furia que recorría su cuerpo. Dentro de él discurrían
brasas ardientes, al tránsito y contacto por el cuerpo, terminaron por aumentar
su temperatura. Pensaba en lo mucho que odiaba a Rufo. Cuanto hacía le
provocaba la ira. Sus quejidos al beber la leche sonaban en su cabeza
estridentes y abominables. Por entero, la sola existencia del animal le
resultaba insoportable. Sentía náuseas. No dejaba de escrutarlo: sus
dientecillos inmaculados, los bigotes perfectamente alisados, su pelaje pulcro
color amarillo atardecer, su hocico y finas narices empequeñecidas, todo ese
conjunto que formaba su cara, le hacían imposible no desear asesinarlo.
El gato seguía
hablando sin parar, pero él no le escuchaba, la voz de sus pensamientos
resonaba más fuerte. Solo atinaba a mirarle abrir el hociquito de arriba abajo.
Parecía una escena sacada de una película de la época del cine mudo de Chaplin.
Imagen sin sonido, solo movimiento. La escena: Rufo y sus confesiones
platónicas. El hombre no pudo más, que el gato pretendiera aleccionarlo sobre
el matrimonio, e insinuar que quería quedarse con su esposa sobrepasaba por
mucho los límites de su tolerancia. Rufo buscaba adueñarse por entero de su
vida. No estaba dispuesto a permitirlo.
Se levantó
empujando la silla, ésta terminó por derrumbarse en el suelo. Con ambas manos y
de un movimiento ágil, rodeó el cuello del gato. Al fondo, la rapidez de la
prodigiosa mano de Paco de Lucía invadía el ambiente. A la velocidad de su
guitarra flamenca, el hombre oprimía el cuello del felino hasta que le fuera
imposible respirar una bocanada más de oxígeno. La canción Río ancho
alcanzaba sus puntos más álgidos, los golpes del flamenco retumbaban por sobre
el pecho del hombre; quien nunca renunció a sus fuerzas, todas las que le
fueron posibles, apretando sus dientes, las mantenía reunidas por sobre sus
manos presionando el cuello de Rufo. Paco integraba su alma con la de su
guitarra, figuraban un solo cuerpo y espíritu: hombreguitarra. En ese
momento, el abogado se percató de tal fusión artística edénica, y pensó que,
después de todo, el flamenco no era tan malo. Se le ocurrió atribuirle su odio
al hecho de que a Rufo le gustaba. Una vez muerto, podría iniciar su
reconciliación para con la música andaluza, cuyos ritmos despertaban las
añoranzas por el terruño de Paco; arriba de los escenarios, alejado de su
tierra, siempre rememoraba aquellas vivencias acaecidas en presencia de dos
aguas y la férrea pobreza, recuerdos por los que conoció la nostalgia. Esa
madrugada, musicalizaban el asesinato cobarde de una mascota enamorada. Incapaz
de oponer resistencia, un hilo de sangre escapó de su hocico y Rufo se entregó
a las fauces de la muerte. Fue entonces cuando lo soltó.
El hombre dejó el
cadáver del gato en la mesa. Fue a uno de los cajones de la cocina y buscó una
bolsa de entre un paquete que tenían dispuesto para acumular la basura. La
abrió y dio un par de sacudidas. Tomó al gato y lo introdujo. Anudó el extremo
de la bolsa una y otra vez, asegurándose de que en caso de encontrarla fuera
imposible abrirla. Escaleras arriba, en la azotea, se dirigió hasta un estrecho
cuarto que tienen por bóveda. Habitación de escasas dimensiones por donde
guardaban artículos inservibles: llantas, refacciones del auto averiadas, una
estufa vetusta y una bicicleta de montaña sin las ruedas.
Entró al cuarto y
dejó la bolsa con el cuerpo del felino sin vida por un rincón apartado; encima
le colocó una llanta y la bicicleta sin ruedas. Evitando despertar a su esposa
y levantar sus sospechas, pues rara vez se entraba a este cuarto, y menos a
mitad de la noche. Apuró sus pasos y regresó al interior de la casa pensando
que el corazón se le saldría del pecho. Se percató de la presencia de un sudor
frío que recorría su cuerpo, al roce con las rachas del viento, le asaltaban espasmos
repentinos. Las piernas le temblaban.
El disco de Paco
seguía sonando. La canción Chanela estaba a nada de finalizar. Retiró el
cable con la clavija del conector de la pared y se dirigió al baño. Se desnudó
y bañó con abundante jabón y al menos lavó tres veces el cabello. Rascaba con
la intensidad necesaria para sacar de sus pensamientos la conversación con el
gato y su reciente acto homicida. Luego de secarse con la toalla, se vistió con
su pijama de lino y se tumbó al lado de su esposa. Ella dormía en paz. Sus
respiraciones acompasadas y apacibles así lo hacían creer. Aliviado, concluyó
que no se había enterado de nada. Al cabo de poco tiempo, sintió la suavidad de
las cobijas y se durmió.
Al día siguiente,
en punto de la 6:00 am. No antes ni después. Con la rigurosidad de las puestas
de sol y el reflujo de las mareas, Rufo, maullaba al pie de la cama. El marido
ya no estaba. Salía rumbo al trabajo desde muy temprano y no volvía hasta el
mediodía. De un zarpazo subió hasta donde ella y ronroneaba alrededor de su
cuerpo. Despierta, luego de las lisonjas al gato, se disponían a hacer girar la
rueda rutinaria en la que desde su interior caminaban sin llegar a ningún
lugar. En la cocina, ambos sabían, como el actor que ha leído bien la escena:
ella serviría su alimento especial y el gato esperaba las palmadas al lomo.
Ese día
transcurría sin cambio aparente. Salvo que al medio día, cuando la comida
estaba servida y Rufo dormía en su cama, con el pelaje repelado y escuchando a
Paco de Lucía. El esposo no apareció. Al igual que el gato, se distinguía por
su puntualidad. Así que su ausencia logró preocuparla. Luego de que el retraso
se prolongara pasadas de las 3:00 pm. Decidió llamar al despacho. Dijeron que
su esposo no se había presentado. Situación aún más grave. Pues desde que lo
conocía, sabía que detestaba fallar al trabajo. Intentó recordar alguna ocasión
en que había faltado. No le fue posible.
Los meses
transcurrieron y el esposo no apareció. Inútiles fueron los esfuerzos de la
policía por encontrarlo. El caso aún permanecía abierto, sin ninguna prueba o
indicio esperanzador de dar con su paradero. Ella terminó por abandonar sus
viajes siderales sin retorno y se empleó en un importante proyecto de
construcción de viviendas para trabajadores. Le remuneraba una suma importante.
Incluso ganaba más que su esposo. Rufo también modificó sus costumbres. Desde
muy temprano se escapaba de casa y frecuentaba el despacho de abogados del
esposo desaparecido, regresaba al medio día al hogar, comía de su tazón, bebía
agua y volvía a marcharse al despacho. Regresaba al anochecer, y dormía junto a
ella. Ocupó el lado de la cama donde, antes de su desaparición, el joven
abogado pernoctaba.
Ella permanecía
todo el tiempo en el trabajo de la construcción y no se percató de los cambios
en la conducta del animal. Salvo en una ocasión, cuando notó una falta inusual
en su apetito, y lo llevó a consulta con el veterinario. Se trataba de una
infección estomacal. Bastó un par inyecciones con antibiótico para que en pocos
días recobrara la salud.
En las noches más
obscuras, cuando despertaba aterrada, luego de sus frecuentes pesadillas en las
que el esposo aparecía. Su piel fosforescente a consecuencia de la sudoración
excesiva y la luz lunar que le teñía por completo; le obligaban a cambiarse el
pijama en mitad de la noche. Rufo, para consolarla, se tallaba en ella y
guarecido entre sus brazos famélicos, le ronroneaba hasta que se dormían. Había
perdido algo de peso. Entre otras cosas, las exigencias de su trabajo y la
inexplicable desaparición del esposo figuraban entre las principales razones
que explicaban su escaso apetito y sus prolongadas miradas extraviadas sentada
en su oficina. Como es natural, todo esto acabó por repercutir en la reducción
de su talla.
Fue un sábado por
la mañana cuando el marido apareció. Ella no trabajó y se encontraba tendiendo
la colada por la azotea de su casa. El viento arrastraba el olor pútrido y
repugnante de la descomposición de la materia inerte, sin vida. Venía desde el
interior del cuarto que tenían por bóveda. Terminó de colocar el último
sujetador por sobre una camisa desplegada en la cuerda, estremecida a ratos,
por acción de las corrientes del viento de aquel día. Fue hasta allá y abrió la
puerta. El rechinido del pomo le provocó un escalofrío que enervó los bellos de
su espalda.
El olor de la
muerte se intensificó. Una náusea se apoderó de su cuerpo y vomitó. Sintió en
su boca un sabor ácido, recordó que no había tomado el desayuno, pues había
devuelto líquidos gástricos. Regresó hasta donde se encontraba la colada y
descolgó una de sus camisetas recién salida del aparato de lavado. Se la ató a
la nariz y boca. Su olor a suavizante de telas le permitirían soportar ese
aroma desagradable que aún desconocía. Lidiando con las arcadas, entró al
cuarto, hasta llegar al fondo; donde identificó, guiada por los vapores
nauseabundos, el origen de tan insoportable olor.
Una bolsa color
negro, descompuesta y resquebrajada contenía en el interior el cadáver de su
esposo. Lo identificó por su pijama de lino que siempre usaba para dormir.
Permaneció petrificada, mientras las lágrimas le brotaban. Sin saber cuánto
tiempo permaneció así, observó el cuerpo sin vida de su esposo sin reparar en
los olores fétidos de la descomposición. Lo recorrió por entero con fijeza,
respetando un orden: sus huesos sin piel, su cabellera más larga de lo que
recordaba y los enormes orificios donde antes debían estar sus ojos. Por
momentos, en su escrutinio, se convencía de que el cadáver pertenecía a otra
persona. Al final, estaba segura que era él.
Reaccionó aturdida y entró al interior de la casa con los nervios de
punta. Su tristeza aquel día fue por partida doble:
Rufo murió. Yacía
inexpresivo y tieso sobre su cama, mientras, al fondo, la guitarra flamenca
seguía sonando…
Comentarios
Estimado Héctor Armando, bonita manera de recordar la partida del gran artista Paco de Lucía, con un relato fantástico que nos lleva y nos trae de la ficción a la realidad, con una genialidad que diluye la delgada línea que la Literatura traza entre lo imaginario y lo que de verdad acontece en nuestras vidas.
Héctor Armando, lo reitero: eres un gran narrador y este Blog se enorgullece de publicar tus creaciones literarias.
Felicitaciones, José Manuel Frías Sarmiento
Mes es placentero leerte Héctor, te adjuro buenas temáticas narrativas, que me llevan a otra dimensión narrativa. Con tu permiso, copio y pego para compartir.
Saludos
María Luisa
Ingeniero Tolosa, su retroalimentación en verdad me aporta muchísimo. Siempre que termino un cuento me asaltan un sinfín de dudas sobre la calidad, atmósfera, los personajes; aunque sigo aprendiendo y dando trompicones narrativos, sus observaciones me ayudan a valorar mis pequeños avances al escribir. Saludos.
Maestra María Luisa. Me alegra que el texto haya podido transportarla al lugar de los hechos. Y por supuesto, al contrario, me pone muy contento que difunda el cuento a otros lectores. Adelante. También le agradezco infinitamente su tiempo, lectura puntual y comentario, que alecciona y motiva a seguir escribiendo. Igualmente reciba saludos cordiales...