¨Los pobres, en realidad, no sabían las friegas que nos arrimábamos en esos “días de vacaciones”.
LA CATORCE
Renato Quintero Arredondo
En la escuela de Culiacán tenía muchos compañeros, a los cuales los tenía impresionados con los relatos de mis aventuras en Campo Romero. Tanto les platicaba de lo divertido que era vivir en el rancho que todos se morían por ir a pasar unas vacaciones con nosotros. Los pobres, en realidad, no sabían las friegas que nos arrimábamos en esos “días de vacaciones”. A lo mejor, de haberlo sabido, no se habrían atrevido a ir. Y en ésas de que vamos y no vamos, les contaré que, en ciertas vacaciones de verano, dos de los más tercos amiguitos insistieron y se nos pegaron en ir con nosotros.
Pero, antes, le dije a mi papá que dos amigos querían ir conmigo a pasar unos días en Campo Romero; y mi papá, siempre amable, me dijo: “Pues llévalos, pero con permiso de sus papás”.
Y así fue como el Rizo y el Ramón se aprontaron a pasar unas vacaciones en mi rancho. Los dos eran de los más grandes y peleoneros del salón. Quizás por eso no les dije que no.
El Ramón se quedó dos días nada más porque se enfermó de tiricia y muy pronto mi papá lo llevó de regreso a Culiacán.
Al medio día y en agosto, en el campo hace mucho calor, así que llegaron por nosotros: Jaime, mis primos, como seis amigos y yo; y entre estos seis iba uno al que le decíamos El Culito de la Toña, y nos invitaron a darnos un chapuzón en La Catorce, una compuerta de la que sale el agua para dos canalitos para regar las parcelas del rancho.
Pues llegamos a La Catorce, toda la pandilla y alguno de la bola gritó culo de perro el que se encuere al último, y pues todos en chinga a quitarnos la ropa lo más rápido posible para no ser culo de perro y, entre los matorrales, aparece mi amigo Rizo, muy mono con un traje de baño azulito, y al verlo todos soltamos la risa.
Y luego luego, sin ponernos de acuerdo, corrimos sobre él y le quitamos su lindo traje de baño, y el pobre con mucha vergüenza se cubría sus partes nobles, con una mano por delante y otra por detrás.
Pero más al rato, ya pasándole la vergüenza, al Rizo todo le valió churro y andaba como loquito echándose maromas desde el puente; brincando y saltando se hundía y salía feliz de la vida. Y ya que nos cansamos de chapotear en la compuerta, nos fuimos para la casa y en el camino me agradeció esos momentos de alegría.
Me dijo, también, que se moría de envidia por la alberca tan grande que teníamos. Y que le daba mucho gusto bañarse bichi pues él nunca se había bañado así. Pobre ingenuo, pensé yo, lo que se ha perdido por vivir en la ciudad.
Pues llegamos a la casa y luego luego a comer. En esa ocasión, fueron frijolitos en caldo y cuajada recién hecha, lo mismo que las tortillas de maíz, mención aparte quiero decirles que esos frijoles ya jamás los he vuelto a probar, mi madre los hacía tan ricos que siempre repetíamos plato tras plato. ¡Cómo la extraño, era un ser de luz, siempre atenta y callada, siempre limpia, bañadita y olorosa a talco Maja! Era servicial a más no poder con su familia y vecinos; pero cuando toca toca y a ella hace seis años que le tocó irse con Dios, y desde allá nos está cuidando. ¡Te mando muchos besos y abrazos, dónde estés Mamacita Linda!
Entre hermanos y primos éramos como 10 y en lugar de dormir en los cuartos nos subíamos al techo, que de milagros nunca se cayó porque era de dos aguas. Mientras nos llegaba el sueño platicábamos de todo: cuentos de espantos, chistes, adivinanzas, bueno de todo… cosas del pasado y presente, en fin.
Ya estábamos listos para dormirnos, los catres con sus respectivos pabellones y una cuacha de vaca cerca, con brasas calientes para espantar con el humo a los moscos que eran muchísimos. Plática nos sobraba para pasar la noche, hasta que como a las dos de la mañana, escuchamos la voz fuerte de mi padre ordenando que ya nos durmiéramos. Entonces sí, todos calladitos y a dormir como los tres cochinitos, pero sin pijamas y en hileras arriba del techo.
Y ahí, bajo la luz de la luna, en el techo de mi casa, escuchando el croar de las ranas, el canto de los grillos, nos dormíamos al aire libre, rodeados por los árboles y contando las estrellas del cielo que, por cierto, eran un montón.
Después de esto nos quedábamos dormidos y, a las tres de la mañana, se escuchaba el grito clásico de mi padre "Órale, pa’rriba, ahí va la pialera”. Y no esperábamos un segundo grito porque entonces era la pialera la que nos despertaba de verdad. Así que, con todo y lagañas, ya estábamos todos en el corral: unos amamantando, otros ordeñando, aquellos nomás ordenando y otros nomás echándole el becerro a la vaca. Y el Onofre apurando a mi mamá porque tenía que recoger leche de los otros corrales. ¡Ay, qué corajes pasaba con el Onofre mi mamá que, por eso cuando chocó y se mató, la pobrecita dio gracias al cielo, porque por fin pudo descansar un poco de él! Pero esa es otra historia que después les contaré.
Comentarios
Le felicito, amigo Renato, por su excelente prosa coloquial.
José Manuel Frías darle a espacio a otros escritores para publicar sus texto libres. excelente!
Saludos.
Gracias por tu comentario y por estar al pendiente. Saludos