"Entonces fue cuando saqué mi carácter ranchero de verdad y comencé a tener pleitos casi todos los días, rompiendo narices y cerrándoles ojos a puro fregadazo limpio"
DEL RANCHO A LA CIUDAD
Renato Quintero Arredondo

Mi vida en Campo Romero está llena de anécdotas divertidas que tienen que ver con los juegos, el trabajo y las correteadas con la plebada por los montes y por los canales del rancho; era una vida infantil matizada con las historias misteriosas de los grandes, contadas a los chiquillos en las noches para asustarlos; una infancia llena de olores y de sabores de las comidas de Semana Santa, entre las que no faltaban las tortitas de camarón y la insuperable capirotada.
Y también hay otras historias relacionadas con los que teníamos ganas de estudiar, pero no teníamos oportunidad para hacerlo, porque en el rancho sólo había hasta segundo año de primaria. Así es que los que podíamos seguir en la escuela teníamos que emigrar hasta Culiacán.
Aunque no estábamos muy lejos de la ciudad, nos teníamos que venir temprano para entrar a la escuela a tiempo y regresar por la tarde, antes de oscurecer, a nuestras casas en el campo. Así duramos, yendo y viniendo, casi un año hasta que mi papá consiguió que una comadre nos diera alojamiento por una módica mensualidad que, por cierto, creo que nunca le pagó.
Onofre, el señor que le compraba la leche a mi papá, para luego ir a venderla casa por casa en los ranchos vecinos, fue quien lo convenció de llevarnos a estudiar a Culiacán a mí y a mis otros tres hermanos: Aarón, Pedrito y Jaime. Le sugirió que nos metiera al Colegio Sinaloa. Y ahí nos pasó una anécdota muy divertida que interrumpió, antes de empezar, nuestra vida escolar en un Colegio de monjas.
Y es que, cuando fuimos a inscribirnos, como me fui sin desayunar, me compré y me comí un elote muy enchiloso antes de entrar a la Dirección para entregar los papeles y apuntarnos en tercer grado de primaria. Apenas alcancé a dar la última y apresurada mordida cuando abrieron la puerta y nos dijeron que pasáramos. Yo iba bien enchilado y la mera verdad que no aguanté lo picoso, y entonces jalé aire y pegué un chiflido muy fuerte, como para calmar el ardor en la boca. La Madre Directora se enojó, me miró muy feo y me dijo: “¡Aquí se viene a estudiar, no a chiflar! Y luego nos echó un sermón más largo que cien kilos de chorizo. Y ya, cuando volvimos al rancho y se lo contamos a mi papá él nomás se rio y nunca jamás volvimos al Colegio Sinaloa. Y a ese bendito y enchiloso elote le debo el no haber sufrido por muchos años los sermones diarios de varias monjitas habilitadas como educadoras. ¡Qué suerte, no!
Mi mamá tenía aborrecido al Onofre porque llegaba a la tres o cuatro de la mañana a recoger la leche. Llegaba con una escandalera, gritándole ¡Feles, Feles!, en vez de llamarla Felicitas que era su verdadero nombre. Eso no le molestaba tanto a mi mamá, lo que si le apuraba era que todavía no alcanzaba a bautizar la leche que le vendía mi papá; hasta eso que no era mucha el agua que le ponía, si acaso y cuando mucho, le agregaba un balde a un tambo de 40 litros.
Y ya con la premura de la llegada del Onofre, mi pobre madre, a cómo podía, se las ingeniaba y, a veces, muchas veces, casi siempre, yo o cualquiera de mis hermanos arrancábamos y le traíamos un balde de agua del canal que estaba acerca de la casa, ahí mero donde me apedrió la méndiga de la Justina.
Lo malo de esto es que, por las prisas, ni limpiábamos el agua y se iban en el balde muchos renacuajos que brincaban en la leche. Y cuando el Onofre le preguntaba a mi mamá: Oye, Feles, ¿qué es eso que brinca en la leche? Y mi Santa Madre, con mucho aplomo, le contestaba: ¡Ah, es que lavé los botes con agua del canal y se han de haber colado algunos animalitos! ¡Eso es lo que pasa a veces, pero no te preocupes, ahorita te los cuelo! Eso era lo que yo siempre admiraba de mi madre, su destreza y rapidez para salir de los problemas.
Bueno, pues, volviendo a mis estudios de primaria, al final de cuentas, terminé primero y segundo año en la escuela de mi rancho; y ya para tercero, nos llevaron a Culiacán y nos inscribieron en la escuela Sócrates, que estaba cerca de la antigua Central Camionera, casi en el centro de la ciudad.
Y ahí empezaron mis primeros sufrimientos, pues amigo lector, tú también has de haber sufrido el coraje y el dolor de sentirse uno subajado cuando, de repente y sin tener alguna razón, otros que se sienten superiores a nosotros te empiezan a ofender. Y si no los has sentido, te cuento que la verdad se siente bien gacho pasar, así nomás, de ser Cabeza de León a Cola de Ratón. Y así pasó que, nomás llegando, el primer día, de clases en Culiacán, los méndigos plebes de la escuela Sócrates, empezaron a discriminarnos y a burlarse de nosotros, nomás porque veníamos de Campo Romero y por eso nos decían rancheros. Eso sí que eran puras fregaderas que yo no pensaba tolerar.
Entonces fue cuando saqué mi carácter ranchero de verdad y comencé a tener pleitos casi todos los días, rompiendo narices y cerrándoles ojos a puro fregadazo limpio. Y a diario, también, yo recibía castigo por parte de la profesora que me tenía por peleonero, pero no miraba la injusticia del insulto y de la discriminación a quienes, con mucho esfuerzo, veníamos de un rancho a estudiar a la ciudad. Y aparte del regaño, la profesora nos acusaba y en la casa nos volvían a regañar, sin averiguar, primero, las causas de las trompadas que a varios y con mucho gusto les repartía.
Lo bueno fue que, aún con regaños y acusaciones, yo seguí defendiendo nuestros derechos ante los plebes abusones de la ciudad, quienes al poco tiempo y a puros chingadazos en la cara y una buenas patadas en las espinillas, comprendieron pronto su error y dejaron de fregarnos la vida. Y entonces nos hicimos amigos y todo fue color de rosa. Y así todos juntos pudimos estudiar a gusto y con felicidad. Como debe de ser la sana convivencia entre compañeros de escuela, aunque unos sean del rancho y otros de la ciudad. Y así fue como los plebes de Campo Romero les enseñaron a ser buenos amigos a los estudiantes de Culiacán.
Comentarios
Gezabel Araujo Meza.
Saludos
Muy buen relato papá :)
ME GUSTÓ LEERLO.
UN SALUDO DESDE LOS MOCHIS