“La escuela más cercana se encontraba a 14 kilómetros de distancia, ubicada en la cabecera municipal de Angostura”




 



RELATO DE MIS AÑOS DE SECUNDARIA

 


Rogelio Humberto Elizalde Beltrán

 

No cabe duda, la vida pasa rápidamente. Cuando menos piensas, te das cuenta que los mejores años de tu vida se han ido y ahora te encuentras en una etapa donde, de manera reposada y creo que, con mayor objetividad, puedes dar cuenta de lo que ha sido tu vida hasta el día de hoy.

Hay ocasiones como ésta, en la que me encuentro haciendo un recuento de mis actos pasados, buenos y malos, que soy capaz de ver con más claridad lo que ha sido el trayecto que, como historia de vida, ha delineado el transcurrir de mi existencia. Creo que, de los muchos momentos de mi vida, uno que marcó de manera significativa lo que sería mi vida, fueron los años en que cursé mis estudios de secundaria. Hoy quiero hablarles un poco de ello.

Hace 51 años, y créanme que ya ha llovido varias veces desde entonces, mis padres decidieron que debía ir a la escuela secundaria. En ese tiempo era muy difícil acceder a la educación de ese nivel educativo, toda vez que La escuela más cercana se encontraba a 14 kilómetros de distancia, ubicada en la cabecera municipal de Angostura. Cuando empecé a asistir a la escuela, mis padres me compraron una bicicleta usada para que fuera y viniera todos los días, de lunes a viernes. En aquellos días las clases empezaban a las siete de la mañana y terminaban a la una de la tarde. Salías a comer y regresabas de tres a cinco para cursar las tecnologías. Así que, en invierno, yo regresaba prácticamente de noche a casa.

Sin duda fueron años muy difíciles, me levantaba a las cinco de la mañana y mi madre me daba diariamente un licuado con dos huevos crudos, leche y chocolate en polvo. El cual me exigía tomara, siempre por la fuerza, ya que yo me resistía por lo desagradable que me sabía. Pero mi madre era una mujer muy tenaz y de carácter, así que yo me tomaba el licuado, aunque no me gustara.

Recuerdo el tiempo del invierno, era el más duro por el clima tan frío en ese entonces. MI madre me compró un gorro, de esos que usan los encapuchados, donde sólo se te miran los ojos. En las manos me ponía un calcetín en cada una y me iba a la escuela. Recuerdo, como si fuera ayer, los perros ladraban al pasar por las casas del rancho y al salir al camino con rumbo a la escuela, tenía forzosamente que pasar por el panteón. Se me hacían eternos esos momentos, yo cerraba los ojos y aceleraba la velocidad, sentía como si de repente alguien fuera a jalarme por la espalda, la camisa. Aunque ninguna vez me caí, creo que siempre existía ese riesgo. La madrugada era todavía tan oscura, así que cerrar los ojos un momento, no representaba mayor diferencia que tenerlos abiertos.

El recorrido a la escuela era largo y tenía mucho tiempo para pensar. Una de las cosas que venían con frecuencia a mis pensamientos, era el preguntarme qué pasaría con mi vida en los años futuros, si llegaría a ser un profesionista y podría llegar a tener una vida con menos necesidades materiales, como las que en ese momento tenían mis padres.

El primer año fue muy difícil para mí, tenía doce años, no alcanzaba a sentarme en el asiento de la bicicleta pues no alcanzaba para poder darle a los pedales, así que me las ingeniaba para hacerlo. Levantarme todos los días a las cinco de la mañana no era fácil, sobre todo para un niño de mi edad. Sin embargo, lo hacía pues sabía que tenía que cumplir y era mi responsabilidad. Recuerdo que a la hora en que me levantaba había un programa en la radio que se llamaba Laboratorios Mayo, donde se daban comerciales sobre productos para la salud. La música que acompañaba la presentación de esos productos quedó grabada en mi mente para siempre.

El primer año que empecé a ir a la secundaria, había otros tres chamacos que también lo hacían, pero ellos ya iban a tercero, así que yo no formaba parte de su grupo, aunque nunca me trataron mal. Sin embargo, no eran muy consistentes en su asistencia a la escuela, creo que ninguno de ellos alcanzó a terminar la secundaria. Así que ese primer año de secundaria, en mi caso, yo iba y venía solo. Recuerdo una ocasión en que ya de regreso, yo transitaba por un camino de terracería a un lado de un dren, cuando de repente se le salió la cadena a la bicicleta. Cuando intenté ponerla de nuevo en su lugar, la estrella me presionó dos dedos que quedaron atrapados entre la cadena y la estrella, provocándome mucho dolor. En eso estaba batallando para tratar de salir de aquella situación, cuando pasó a mi lado un hombre montado a caballo que me saludó dándome las buenas tardes, a lo cual yo respondí. Pero no me atreví a decirle lo que me sucedía, sentía vergüenza. Lo bueno fue que aquel hombre habiendo caminado en caballo unos pasos, volteó y se percató de lo que pasaba. Regresó y me ayudó a salir del apuro. ¡Qué alivio tan grande sentí a tener mis dedos nuevamente libres!

El tiempo fue transcurriendo, otros niños empezaron a ir al año siguiente también en bicicleta, así que el verme acompañado por amigos del rancho fue un gran aliciente para mí, pues nos íbamos en grupo. A orillas del camino pasaba un lateral de riego y en más de una ocasión alguno cayó al agua con todo y bicicleta, teniendo que regresar a casa para cambiarse de ropa. Esto sucedió en tres ocasiones a distintos amigos y sucedía porque como estaba oscuro aún, no se miraba con claridad el camino.

Las cosas fueron cambiando con el tiempo, los papás de algunos compraron camionetas, ya sea nuevas o usadas porque como ejidatarios, les iba bien en sus cosechas, esto fue muy bueno porque en muchas ocasiones nos llevaban a la carretera, unos cinco o seis kilómetros desde el rancho. Ahí dejábamos las bicicletas en una casa, les poníamos una cadena con candado. En aquellos años se empezó a construir la carretera pavimentada desde Angostura a La Reforma. Cuando iniciaron su construcción, los carros no tenían autorizado transitar por ella todavía, no así los que íbamos en bicicleta pues aún sin permiso, nosotros transitábamos por ella. Imagínense el cambio tan grande, de andar por terracería a ir por la carretera, eso nos hacía sentir muy felices.

Recuerdo en una ocasión, cuando por la tarde regresábamos de raite, nos bajamos en el puente que se ubica en un poblado llamado El Ranchito. En una casa, justo al bajar el puente, dejábamos las bicicletas, las cuales recogíamos para continuar el regreso a casa. En una ocasión, al bajarnos de un raite, miramos hacia abajo del puente y se andaban bañando dos niños, de nueve y siete años. De repente nos percatamos que uno de ellos se estaba ahogando; de inmediato y sin pensarlo, bajé del puente y me lancé al agua para sacar al niño. Aunque me había mojado la ropa, sentí una gran alegría de haber actuado con rapidez y poder sacar del agua al niño. Hace no más de un mes, me habló mi cuñado, el cual vive en Guamúchil y me dijo: “¿Con quién crees que acabo de hablar”? “Con Ariel, aquel niño al que le salvaste la vida. Le pregunté que si se acordaba de ti y de lo que habías hecho por él. Me contestó que sí, que siempre ha estado muy agradecido. Que vayas a Tijuana para llevarte unos días a Las Vegas, que él va a pagar todos los gastos”. Lo que pasa es que esta persona es ahora un restaurantero de mariscos en Tijuana y Mexicali y económicamente la ha ido muy bien. Me da mucho gusto ver como aquel acto permitió que no se truncara la vida de aquel niño, ahora hecho un hombre.

Pudiera pasarme mucho tiempo relatando anécdotas de aquellos tiempos, pero creo que en otra ocasión continuaré narrándoles otras historias de esos años que, como señalé al principio, fueron y siguen siendo muy significativos para mí. Me enseñaron lo valioso del esfuerzo y la responsabilidad, me ayudaron a forjar mi carácter y, sobre todo, a tener claro que las cosas se logran con empeño y dedicación. Agradezco siempre a mis padres la atención que pusieron en mí para que yo pudiera estudiar, principalmente a mi madre, quien día a día estuvo atenta a mis necesidades, así como a mi situación escolar. Cosas como éstas no se pagan sólo materialmente, pero si con manifestaciones de aprecio y amor, que considero yo siempre dispensé a mis padres, los cuales ya no viven actualmente.

Comentarios


Estimado Rogelio, los relatos de vida, son interesantes y muy enriquecedores para quien los escribe y para quienes los leemos: ambos comprendemos mejor la vida que vivimos y aprendemos a valorar las oportunidades que nos ha brindado, con el apoyo de las que personas que nos aman de verdad, como lo son o lo fueron nuestros padres.

Yo también, como tú, caminaba 10 kilómetros para estudiar la primaria, de El Aguaje a La Campana, y por eso es que apreciamos tanto la dicha de poder estudiar y de aprender en casa paso y acción que realicemos en la escuela, para mí, El Lugar Más Bonito del Mundo.

Saludos y gracias por los recuerdos. José Manuel Frías Sarmiento
Marcelo Tolosa dijo…
Excelente! Muy bien estimado Rogelio, de los poemas brinca a los relatos con gran facilidad. Sin duda, al empezar a leer su texto nos hace valorar la vida y lo bonito de recordar los tiempos que sirvieron de trampolín para lo que nos hemos convertido. Todas las historias que fue recordando me parecieron geniales, pero la que resalto demás la del niño del canal, una acción muy emotiva y mas sorprendente que todavía se acuerdan del gesto y sigue conservando la amistad, no hay duda que siempre hay buscar hacer el bien.

Ud diga rana y pegamos el brinco a Las Vegas jaja, le mando saludos.
María Porcella dijo…
Saludos desde Tamazula. Aquí huele como. Hace años olía Culiacán. La "seci", la etapa del despertar. Gracias por estos relatos que son letras vivas y eslabones de historia de nuestra historia. Fuerte abrazo.
Maestro Rogelio, ¡Felicidades!, siempre en un placer leerlo, lleno de vivencias por contar y de una forma tan amena, agradezco nos comparta estos estas bonitas anécdotas.
Su aprendiz...Zulma Santillanes

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