“¡Un comando armado, no mames! ¡Qué pedo! ¡Dicen que vienen desde el salón 53!”
BURBUJAS REVENTADAS
Héctor Armando Morán Villarreal
La vida cotidiana
es una pompa de jabón, viajamos dentro de ella acostumbrándonos a observar por
sus paredes el reflejo de nuestra cara, de vez en cuando tocamos despacio su
forma inestable con las yemas de los dedos, sorprende su fragilidad y la
descomposición de los colores del arcoíris que libera a la luz del sol.
Duermes, comes,
caminas, haces el amor dentro de esta burbuja, sin decidirlo, por efecto de la
costumbre pasa al plano de lo ficticio, olvidas su presencia de lo familiar que
resulta andar dentro de ella de un lado a otro. No es exagerado decir que el
resto de la gente camina sin cuidado por las calles de la ciudad, sin detenerse
un momento a mirar su burbuja propia.
El jueves 17 de
octubre del 2019, desperté cubierto por una densa pompa jabonosa de
cotidianeidad, la canción We are the
champions inundó mi habitación, melodía que como todas las mañanas, indica
la hora de comenzar mi rutina 5:00 am. Después de pinchar la pantalla del
despertador del teléfono móvil, comencé a vestirme. La melodía cesó. Una camisa
color tinto con pequeños puntos negros que había preparado desde ayer, y un
pantalón negro algo desgastado por los efectos del lavado continuo, fueron la
selección ganadora de mi vestir para este día, nada elegante, ordinario, pero
digno.
Tomé del
refrigerador pedazos de jamón y dos frascos, uno con mayonesa y el otro con
mostaza. Después de embadurnar con ayuda de una cuchara delgada un par de
rebanadas de pan del antropomórfico “Osito Bimbo”, pensé en cuál bandera del
mundo cuenta con los colores amarillo y blanco, que en ese momento observaba en
las dos mitades de pan. Desistí de este pensamiento improvisado y coloqué en
medio de los panes/bandera anónima, unos trozos de tomate, cebolla, el jamón y
una pieza cuadrada de queso amarillo.
Mi hermano Mario
también se preparaba para salir rumbo a la universidad, merodeando en su propia
pompa, que ni él ni yo observamos a causa de la costumbre y la actitud
ensimismada de cada uno, preparó igualmente un sándwich. Ignoro si pensó en
alguna bandera, quizá el sí la conozca. No lo cuestioné al respecto, no suele
ser muy platicador a estas horas y la acidez de la mostaza le provoca náuseas.
Ambos comíamos el
desayuno sentados a la mesa, cuando su letargo se marcha, sirve dos vasos con
leche y conversamos como todas las mañanas sobre nuestra planificación del día,
las temáticas son diferentes en cada ocasión, pero ya hemos establecido líneas
de charla más o menos permanente, por ejemplo, si tendría exámenes, cómo me va
dando clases, sobre mi lectura reciente “La tregua” de Benedetti y sus logros
escribiendo canciones en el piano. Charlas amenizadas con música de su celular,
siempre a volumen quedo que no despierte a mi hermana, quien aún descansa
plácidamente. A estas conversaciones cada vez le tomo un aprecio especial.
Terminando el
sencillo desayuno revisé que mi portafolio contuviera todos los materiales
necesarios para trabajar en la escuela: plumones marca “Magistral”, borrador,
bolígrafos y una carpeta con la lista de asistencia y la planeación didáctica
de clase.
Seguro de que todo
estaba en orden, pero con la extraña sensación de que olvidaba algo importante,
cepillé mis dientes. Las muelas se llenaban de dentífrico picante, sujeté con
mi mano libre el teléfono móvil, leí algunos mensajes, uno de ellos era de un
colega normalista, José Pedro, con quien el día de ayer acordé visitar la SEPYC,
una visita con intención de informarnos sobre la disponibilidad y transparencia
en la asignación de plazas docentes. ¡Eso era lo que estaba olvidando!
Me apuré a
concluir la higiene dental, escupí la espuma blanca, sin oponer resistencia se
marchó por un estrecho tubo en espiral a lo desconocido. Tomé el portafolio
previamente revisado y me dirigí a la puerta de salida del hogar. En el marco,
mi madre autorizó nuestra salida con un cariñoso abrazo y beso. Primero yo,
después mi hermano.
-¡Mucho cuidado
hijos! “Ojo de chícharo” repitió desde el interior de su pompa como cada día.
En medio de la
obscuridad matinal de las 6:00 am caminamos en dirección a la espera del
transporte público. Arrellanados bajo la luz de una farola, diferentes
trabajadores y estudiantes esperábamos el camión. Contábamos con detenimiento
las monedas indicadas que sumaran 10 pesos con cincuenta centavos, al tiempo
que se escuchaba algún improperio quejumbroso por el aumento en la tarifa del
transporte, mientras otros, indiferentes, se abstraían del momento escuchando
música desde sus auriculares o simplemente asintiendo en silencio a las
afirmaciones sobre el aumento en los precios.
A lo lejos,
emergiendo de la obscuridad, una silueta de largas tiras con luces led color azul, rodeaban el perímetro de
la parte frontal de la unidad de transporte y letras digitales en movimiento,
indicaban el nombre de la ruta que esa mañana nos reunió a un grupo de
desconocidos y otros más, diseminados en esquinas diversas: LIMA-CENTRO.
Escuchando el rugir del motor y la discografía musical de los “Tucanes
Tijuana”, los pasajeros a bordo ignorábamos que los asientos incómodos de la
unidad arderían en llamas por la tarde y sus neumáticos tragarían balas.
Todo lo que a
continuación sucedió obedece a una rutina metódica lineal formada desde hace
dos meses, esa burbuja personal que gira en automático, de la que ya he hablado:
llego a la escuela 20 minutos antes de las 7 am. Le dirijo un saludo amigable a
la joven encargada de la asistencia de los maestros y registro mi hora de
entrada, enseguida dibujo los garabatos que la ley reconoce como mi firma. He
garantizado un salario con este procedimiento sencillo. Al concluir mi jornada,
regreso a repetir los garabatos para indicar la salida, nuevamente me dirijo a
la joven que me recibe por las mañanas, ahora luciendo más radiante con rastros
de polvo de maquillaje por sus mejillas y lápiz labial rosáceo opaco.
-Que le vaya muy
bien profe- suelta su voz afable, seguida de una sonrisa, que parece ocultar
una ligera atracción hacia mí, o quizá solo sea una deducción estúpida de mi
parte. Espero que mi cordialidad indiferente la interprete que solo intento
verla como un peldaño más que echa a andar mi esquema cotidiano.
Como sea, con paso
decidido abandono la escuela y continúo con el algoritmo, girando orgulloso por
la pompa autoconstruida ¡Que desgracia, no recuerdo haber visto mi reflejo en
ella! Lo siguiente es llegar a los portales de Culiacán, a espaldas de la
catedral, allí ordeno un café americano grande para llevar, mientras espero
recargado a la barra observando los movimientos ágiles del joven operando la
máquina que dispensa el café a gotas delicadas, imagino que soy un arrogante
aristócrata porfirista del antiguo Culiacán del que ya casi nadie recuerda.
¡Pero qué falta de conciencia de clase! me aturdieron de pronto las voces
marxistas en la cabeza, deja de fantasear hombre, no serías sino un peón
hambriento llevándole el café a don Diego Redo. Una vez que mis manos condujeron
el calor de la bebida, y pagué el importe por ella, estaba de vuelta al año
2019 consiente de ser solo un maestro. Tomé en la calle Domingo Rubí la ruta de
transporte VEGAS-CENTRO, después de ver la figura de un hombrecillo amarillo
verdoso dibujado en el semáforo peatonal. Según indicaciones de una señora
cercana a la cincuentena, de dientes prominentes vociferando a grito abierto “El
Vegas, directo a la SEP, USE, Hospital de la mujer…Súbale gente” era la mejor
opción para llegar a mi destino, así que me incorporé a la fila desorganizada
donde a empujones las personas intentan entrar a la unidad. El conductor agitó
bruscamente la barra de cambios echando a andar el camión, a lo que
perseguíamos la puerta buscando no ser abandonados y ser objeto de burla de la
gente que observaba.
En breve,
sobreviviendo al alud estruendoso de tráfico y los jaloneos de los muñecos de
peluche adheridos a los cristales del camión, estaba en la explanada de la
SEPYC, en eso comenzó una llovizna menuda, como aquella con la que arranca la
“Crónica de una muerte anunciada” de García Márquez, lluvia que auguraba como
en la novela un día triste y desgraciado, señalado para acabar con la vida de
inocentes como Santiago Nasar.
La lluvia se
intensificó a medida que Pedro y yo conversábamos en la sala de espera del
extinto Servicio Profesional Docente, uno de los edificios de la SEPYC, allí
nos saludamos con un fuerte abrazo, después de varios meses de no vernos. Un
papel arrugado tenía escrito “Unidad del Sistema para la Carrera de las
Maestras y Maestros” se imponía con pedazos de cinta adhesiva por sus cuatro
equinas cubriendo la que a partir de hoy se considerará la vieja placa que reza
“Servicio Profesional Docente” no tardará mucho en ser arrancada y arrojada al
basurero por un profesor, que al verla le dirá a la inerte lámina “La reforma
ya cayó, Peña. ¡Viva el peje cabrones!”
Al poco fuimos
recibidos por el coordinador estatal de un organismo en extinción y
resurgimiento con un nuevo nombre, gracias al poder de las leyes emanadas en el
congreso mexicano. Maestro moreno de altura considerable, su palma podría
cubrirme la cara totalmente, de dedos largos y obesos, ahorcaban una taza de
café también de un tamaño mayor a las tazas promedio. Con el temple del
político/funcionario habló de la transparencia y su compromiso de garantizar
una asignación de plazas con estricto apego a la ley. Sus expresiones faciales
y su oratoria convencían a ratos y después perdías confianza en ese discurso
vetusto. El acuerdo fue que a partir del lunes 21 de octubre se asignarían
probablemente 5 plazas, compromiso que nos dejó satisfechos, aunque dichos
espacios de trabajo son en zonas rurales del estado, donde todo profesor novato
teme por la inseguridad (vaya ironía).
En el camino de
regreso, Pedro y yo conversábamos con agrado, nos dirigimos a la Escuela Normal
de Sinaloa, nuestra alma máter, había llegado el momento de recibir nuestros
documentos, entre ellos el Acta de Examen Profesional, el certificado de
estudios del bachillerato y un acta de nacimiento, todo esto entregado como
requisito de inscripción, cuando ingresamos a la licenciatura en el año 2015. Papeles
y más papeles ¿Cuándo la vida del hombre se volvió tan dependiente de las hojas
selladas/foliadas y garabateadas? En fin
con este acto simbólico, auspiciado entre la señora de control escolar y el
estudiante, recibimos nuestros
documentos y una patada institucional que nos arroja a la vida laboral estampándonos en la frente un sello que nos
acompañará el resto de nuestra vida “NOMALISTA”.
Por el tiempo en
que nuestras pompas cotidianas se habían alejado, autoconstruyéndose en
autonomía, teníamos mucho tema de conversación, así que decidimos compartir una
comida. Nos dirigimos contentos al campo de batalla. En el centro histórico de
Culiacán planeábamos disfrutar de un café y algún platillo mexicano, pero
encontramos cerrado el establecimiento en donde acostumbramos comer. Debimos entender
esto como un mensaje, de que era mejor ir cada cual a su hogar. Pero estos
mensajes, por desgracia, son descifrados después de acontecida la catástrofe.
Así que la opción
elegida fue un modesto establecimiento de comida china, la devoramos en
instantes, cuando tu cuerpo soporta el hambre por mucho tiempo, cualquier
alimento ingerido, por más aborrecible y sencillo que pueda ser, se vuelve el
manjar más exquisito.
El lugar tenía
vista a la calle, en ella niños, ancianos, jóvenes, toda persona que su acta de
nacimiento (¡otra vez los papeles!) otorga el título de culiacanense y por vox populi “culichi” comía, conversaba,
planeaba, compraba o esperaba el camión girando por su pompa, ignorando la
propia y la ajena. Mientras comía no podía escuchar las conversaciones de la
gente, solo interpretaba los gestos y bocas llenas de comida dejando escapar
granos de arroz de cuando en cuando, expulsados por los impulsos de la sonrisa
que obliga a los labios a arquear su forma. También algunos noviazgos impuestos
por las circunstancias escolares se identificaban fácilmente con sus
respectivos uniformes de la facultad universitaria perteneciente, destacando
mayormente los estudiantes de enfermería por su inconfundible indumentaria
blanquecina, ante la suspensión de clases decretada, seguro aprovecharon para
disfrutar un momento de ocio. Entre los estudiantes pude ver a un niño pequeño,
llevaba puesta una corona de cartón, miraba a todos lados invitando a las personas
de alrededor a admirar el premio otorgado por su mamá, al tiempo que caminaba
dejaba al descubierto su cara con dos estrellitas adhesivas en la frente,
fungían como su guirnalda de oliva, incentivo de la maestra por sus éxitos
escolares, y bien asido a su mano derecha, una figura de Superman. Al escribir este relato me pregunto si los niños edifican
y viajan en pompas de cotidianeidad o solo sea una estupidez propia del hombre
adulto (quizá Antoine de
Saint-Exupéry conocía la respuesta).
Seguíamos
comiendo, la conversación giró en torno a alabar lo sabroso del pollo agridulce
a la naranja y algunas peticiones básicas como pasar una servilleta o algún
frasco con salsa. En los momentos de silencio seguía observando por encima de
los hombros de Pedro a las personas desposeídas, la mayor parte gente de a pie
a esta hora 1:00 pm, continuaba vendiendo honradamente su fuerza de trabajo,
algunos comerciando mochilas, atendiendo las rabietas de los clientes en los puestos
de comida rápida, destazando puercos en el Mercado Garmendia, o cobrando las
compras de una persona en el supermercado. Esfuerzos que persiguen diferentes
objetivos, un salario que permita alimentar y vestir a los miembros de su
familia, reunir dinero suficiente para cubrir los gastos de un vestido de
novia, adquirir un hogar, alimentar a las mascotas, parrandear con los amigos,
qué se yo. Pero el objetivo máximo, satisfacer necesidades de consumo para
sobrevivir no solo en lo biológico, sino también en lo social. Todo “culichi”
se sentía –incluyéndome- dueño del tiempo, capaces de planear y lograr
cualquier propósito a corto plazo de las horas siguientes.
Al sentir el
estómago bastante lleno, y no encontrando en el restaurante un lugar agradable
para conversar, decidimos caminar nuevamente rumbo a catedral, permitiendo que
el ejercicio contribuyese a agilizar los procesos de digestión, llegando a la
Plazuela Obregón Pedro me habló acerca de un encuentro de rap organizado por jóvenes,
al cual pensaba asistir más tarde, iniciaba a las 5 pm en la colonia Las
Quintas. Acepté y también invitamos a otro buen amigo y compañero de grupo en
la Escuela Normal, al que llamamos por su apellido, Farfán. El se encontraba en
Navolato, trabaja en una telesecundaria, pero aceptó sin demora nuestra
invitación a través de una llamada telefónica breve. Al mirar el reloj, notamos
que restaban bastantes horas para partir rumbo al evento, así que decidimos caminar
hacia Librerías Gonvill, allí mataríamos el tiempo. Sin saber que sus calles
aledañas se convertirían en nuestros bunkers de refugio. Un día de ignorancia y
señales ocultas.
El sol se mostraba
radiante, las amenazas de precipitación se habían retirado del plano
climatológico de la ciudad, aún así las clases fueron suspendidas para los
alumnos del turno vespertino, de lo que nos mofamos, al creer que lluvia solo
existía en los sueños del Dr. Alfonso Mejía y el gobernado Quirino Ordaz.
Decisión que más tarde entendimos fue la acertada.
En el trayecto a
la librería el tema de las plazas magisteriales regresó a la conversación, en
ocasiones entusiastas de que podríamos recibir un nombramiento docente y
también desmotivados, al crear hipótesis negativas, escenarios en donde no
podamos recibir nada y debamos esperar el concurso de oposición del año
entrante.
Llegamos a la
librería, un amable señor de bigote espeso nos abrió la puerta, de inmediato
fuimos recibidos por el atento personal, en su mayoría jóvenes bellas de
uniforme azul, acicaladas de la cabeza a los pies.
-¿Buscan un libro
en especial?- dijo una de ellas.
-No, gracias solo
queremos ver los títulos- indicamos al personal. Sin revelar nuestras
intenciones reales de matar el tiempo. Aunque en verdad, si pensaba comprar un
libro interesante.
Farfán llegaría en
breve, así que nos estregamos a recorrer los pasillos y rincones, cada sección debidamente
indicada con letreros en letras mayúsculas: LITERATURA JUVENIL, LITERATURA
INFANTIL, BEST SELLER, POEMAS, entre otros que he olvidado.
Me resulta
inspirador recorrer una librería, además de la cafetería es un lugar en donde
siento tranquilidad emocional. Pedro miraba un libro que había leído y me lo
recomendaba, yo miraba otro y hacía lo mismo, cada uno reseñando sus lecturas
intentado persuadirnos mutuamente a comprar nuestras recomendaciones. Es normal
que se sienta afecto por los autores que se leen, puesto que regalan a los
lectores sus pensamientos más selectos. George Orwell y Haruki Murakami los
defiendo siempre ante mis amigos.
Las recomendaciones
seguían dándose cuando los empleados se reunieron repentinamente a la entrada de
la librería, entres murmullos se desconocía la causa de encontrase apiñados así.
Algunos tomaban videos y fotografías y otros más opinaban sobre lo que estaba
aconteciendo, sin distinguir quien hablaba solo escuchaba un tumulto de voces:
-¡Un comando
armado, no mames! ¡Qué pedo! ¡Dicen que vienen desde el salón 53! ¡Amá no se
les ocurra salir a la calle, anda un comando armado por la Obregón! ¡A la verga
anda caminando como si nada!
Pensamos que se
trataba de un accidente de tráfico, o camionetas de militares recorriendo las
calles como parte de un recorrido ordinario. Sea como fuese, decidimos
abandonar la librería.
-¡No se vayan
muchachos, está bien peligroso!- Recomendó una joven empleada.
-Eviten la
Obregón, váyanse por entre las calles de más abajo- Dijo otra empleada de
movimientos angustiados, tocándose el cabello a cada instante.
Salimos caminando
entre la tranquilidad y la incertidumbre, pues no entendíamos hasta el momento
lo que sucedía. Llegando a la esquina de la calle, varias detonaciones de
procedencia desconocida, ensordecedoras nos alcanzaron TUMTUMTUMTUM…
El cerebro en
milésimas de segundo respondió segregando el miedo en el cuerpo y acelerando el
ritmo cardiaco, abandonamos el paso indeciso y comenzamos a correr. Otras
personas más hicieron lo mismo. Las pompas cotidianas estallaron en mil
pedazos, los ritmos y planes personales fueron cancelados en ese instante, la
gran pompa jabonosa que envuelve a Culiacán estalló con mayor estruendo.
La avenida Álvaro
Obregón donde los automóviles transitan en un solo sentido, se convirtió, sin
ningún tipo de autorización o permiso del cabildo, en doble sentido vial, los conductores oprimiendo el claxon pretendía
evitar la toma inevitable de la ciudad, por las armas del crimen organizado. En
la desesperación de no encontrar refugio donde salvaguardar la vida, una señora,
dueña de un humilde negocio de belleza nos invitó a pasar a su lugar de
trabajo. No importó el fuerte aroma a químicos de los tintes para el cabello y
las cabezas de plástico decapitadas con cabellos trenzados apiladas por las
repisas de las paredes, en un suelo alfombrado por hilos color café, nos
arrojamos.
Las detonaciones
continuaban, a nuestro alrededor las personas escuchaban e intentaban deducir
desde el suelo el tipo de arma: ¡Ese es un cuerno! ¡Parece ametralladora! Un
matrimonio joven había llegado a este primer refugio después de haber sido
obligados por un criminal armado a bajar del transporte público, que balearon e
incendiaron.
El rostro de la
joven madre de familia tenía el color del papel, sin poder contener las
lágrimas abrazaba a su bebe y su esposo aferrados al suelo, a cada disparo
correspondía la deformación de su cara e
intensificaba su llanto. Voces que no podía asignarle cuerpo, llamaban a sus
empleos para avisar que no podrían llegar, cancelaban compromisos y otras
avisaban a familiares que se refugiaran a donde quiera que estuviesen.
No había noticias
del desarrollo o causalidades de los hechos salvo la estridencia de las balas y
videos captados por la ciudadanía en redes sociales, motivo suficiente para
estar en el suelo de una persona desconocida de gran corazón. En breve los
disparos cesaron, creando la ilusión de que podríamos huir al centro de la
ciudad y tomar un autobús a casa, el evento de rap, sin decirlo lo habíamos
mandado a la chingada y, a Farfán, le indicamos que huyera a su hogar cuanto
antes.
Un grupo de los
que estábamos refugiados en el negocio de belleza cobramos valor para huir.
Pedro corrió y yo a pocos pasos de él, habíamos avanzado solo dos cuadras
cuando los disparos regresaron. Imprimimos mayor velocidad en medio del pavor
de las detonaciones. Junto a quienes nos acompañaban desde el salón de belleza,
renunciamos a la idea de llegar al centro de la ciudad y en cambio, mientras
comprendíamos la gravedad de la situación, entramos en un segundo refugio, la
cocina de una cafetería, para ser más preciso el piso de la cocina.
Intentado utilizar
la broma para evitar caer en el pánico, observé un frasco con mantequilla de
maní que tenía justo en frente, visible para los niños o para quien está
curioseando en el piso, abrazaba mi portafolio al pecho y le comenté a Pedro:
-En la guerra la
moral se relaja, me lo robo o qué-
A lo que rió y
comentó que de habernos quedado en la librería más de un libro nos podríamos
haber robado. En este lugar fue donde permanecimos un tiempo más prolongado,
temíamos andar por las calles y que las detonaciones comenzaran de nuevo. Solo
se encontraban, además de nosotros, tres varones (empleados de la cafetería),
una señora madura y una joven. En caso de que los enfrentamientos permanecieran
por semanas o meses, solo habría forma de reproducirse y perpetuar la especie
con dos féminas, esa fue la siguiente broma. La joven por su puesto sería para
mí.
Seguíamos en este
refugio cuando Pedro recordó que un amigo de la infancia, estudiante de
fisioterapia, alquila un departamento a una pocas cuadras del Hospital Civil,
si corríamos rápido podríamos pasar la noche allí, ya que para las 5:00 pm los
servicios de transporte público habían sido suspendidos y los automóviles por
medio de aplicaciones como UBER
también.
Completamente
abandonados, encerrados con jóvenes desconocidos que en cualquier momento se
marcharían dejándonos sin refugio, la idea del departamento del amigo de Pedro
era nuestra única alternativa. Lo riesgoso sería tener que enfrentar las calles
desoladas hasta llegar allí.
El valor nos
inundó de nuevo, salimos de la cafetería con paso tranquilo, temerosos de que
al correr frenéticamente, podría interpretarse desde los helicópteros que
comenzaban su vigilancia desde los cielos
como una conducta sospechosa, pero al notar que estábamos aún lejos de
llegar ¡nos valió madres!, corrimos lo más que las fuerzas y las pesadas suelas
de mis zapatos permitían. Parecía que lo lográbamos, cuando densas columnas de
humo aparecieron por los cielos y los disparos se volvieron a escuchar,
cualquier persona, hoja desprendiéndose de un árbol o camioneta que
encontrábamos a nuestro paso pensábamos que estaba implicada en los hechos
violentos y que una bala nos alcanzaría.
Desesperados y
arrepentidos de haber abandonado el refugio anterior, con los puños cerrados
ametrallamos a golpes la puerta de una papelería para que nos brindaran
refugio, fue en vano, las balas seguían y nosotros al descubierto implorando. Resignados
continuamos corriendo hasta llegar a una farmacia, allí, una viejecilla de
venas verdes saltadas por los brazos, temblaba al sujetar un juego de llaves
errando en dos ocasiones con la llave equivocada, al tercer intento abrió la
puerta, regalándonos un gran alivio.
En este lugar la
respiración tanto mía como la de Pedro estaba totalmente entrecortada, a lo que
nos ofrecieron agua, no estoy seguro, pero sentí que notaban la palidez de
nuestros labios, sus miradas estaban cargadas de extrañeza y compasión. Dos
jovencitas empleadas de la farmacia sentadas en el piso con las piernas
cruzadas nos pusieron al tanto de la información circulada en redes sociales.
Decían que el Hospital Civil se había convertido en cuartel y centro de acopio
de armas de los criminales y que reclutaban civiles a la fuerza ofreciéndoles
40,000 pesos diarios si se unían a su lucha contra el gobierno. Las redes
sociales tienen grandes bondades comunicativas al tiempo que tiene el poder de
difundir mitos/mentiras que hacían que nuestro temor creciera, por eso no me
agradan tanto.
¡Estábamos a lado
del maldito hospital! Recuperado el aliento, Pedro calculaba desde un mapa de
su celular, que solo restaba una cuadra larga para llegar a con su amigo. El
valor esta vez no regresaba tan rápido como las otras dos ocasiones, tocar las
calles resultaba más riesgoso, riesgo en parte fundamentado en los mitos de las
redes sociales.
Pero ante los
intentos del personal de la farmacia por marcharse, debíamos actuar. Al salir a
la calle estábamos por correr sin parar hasta llegar a con Keiros, ese es el
nombre del amigo de Pedro, pero antes de correr, notamos que las nubes de humo
se hacía más grandes y en dirección al departamento a donde nos dirigíamos, a
lo que los vecinos de enfrente, dueños de un establecimiento de renta de
computadoras (los llamados ciber), nos atemorizaron a continuar nuestra marcha.
Así que pasamos a
refugiarnos en su negocio, que se convertía en nuestro búnker número cuatro.
Entre computadoras, caramelos y un cuarto de baño nos sentamos en círculo (como
en un seminario universitario) junto a un médico del Hospital Civil y su hijo,
psicólogo del mismo hospital, este último seguía una transmisión en vivo desde
su teléfono móvil donde pudimos observar las primeras imágenes de camiones
incendiados y las armas portadas por militares y criminales.
El doctor comenzó
una disertación acerca del hijo del “chapo” y la incapacidad el gobierno,
además de asegurar que la suspensión de clases fue planeada por que el gobierno
ya que sabía que el operativo fallaría, pero los muy maquiavélicos culparon al
clima para salvaguardar a los niños escolares. Cada persona formaba su propia
interpretación de los hechos.
Por largo rato las
balas ya no se escuchaban, en eso recibí una llamada de mi madre, en todo
momento permanecí incomunicado ya que el celular no tenía crédito/saldo. Me
informó con voz preocupada que mi padre había logrado escapar del Mercado
Garmendia (lugar donde trabaja) después de haber estado encerrado en los
puestos. Le dije donde estaba y que me encontraba seguro, insistente me decía
que mi padre quería ir por mí, porque corría la noticia que a las 7:00 pm los
enfrentamientos se recrudecerían y yo me encontraba en el corazón del campo de
batalla.
No quería poner en
riesgo la vida de mi padre, pero a la vez quería largarme lo antes posible del
infierno en que estábamos metidos, Pedro también tranquilizaba a sus padres,
quienes junto con él radican en Guamuchil, Salvador Alvarado. Desde allá se
consolaban mutuamente. Después de colgar la llamada, todo parecía en calma,
cuando un estremecimiento metálico se escuchó golpear con fuerza, en ese momento
por primera vez en mi vida me resignaba a morir.
Destrozaron el
negocio a balas pensé, qué se sentirá morir. Fue un alivio ver que tras el
ruido, uno de los dueños del ciber entró sonriente agitando su coleta, diciendo
que había bajado la cortina metálica del lugar para estar más seguros y nadie
nos viera. Me aferré a la vida otra vez.
Eran las 6:00 pm
los disparos no se escuchaban, era el momento ahora o nunca de llegar al búnker
final donde podríamos pasar la noche, la casa de Keiros. Con un apretón de
manos agradecimos a los jóvenes del ciber por su trato, asunto que olvidamos en
los refugios anteriores presas del miedo. -Si salimos vivos de esto, regresaré
a agradecer a las personas que nos dieron su apoyo- pensé.
Valientes Pedro y
yo corrimos con mayor coraje la última calle larga que nos separaba de nuestro
destino, apretando los dientes y puños llegamos jadeantes a la puerta del
departamento.
Gritábamos:
-Abre WÜEY.
Keiros…
-¡Apúrale
cabrón!
Verlo salir, nos
hizo sentir de manera inexplicable. Sudorosos, cansados y con mucha sed
cruzamos el recibidor de su morada.
La casa estaba
casi vacía, pocos muebles, no había alcanzado a realizar las compras, el
servicio de agua potable suspendido y el garrafón plástico donde almacena agua
seco. De beber solo restaban pocos tragos en el fondo de una botella de galón
que en su etiqueta se leía “MODELO”. Racionando el recurso como en la antigua
Unión Soviética, bebimos dos tragos Pedro, y dos yo. La necesidad no fue
saciada, pero al menos la sensación del agua rociando las paredes de la boca me
tranquilizó.
Enteramos de
nuestro peregrinar a Keiros por los diferentes bunkers en la calle y, el por su
parte nos comunicó mitos y realidades de las redes sociales, mostró un video en
donde se observaba a un grupo de presos escapar de la penitenciaría de
Aguaruto.
Me alejé de la
charla cuando mi celular nuevamente requería mi atención, así como un bebé
llora para ser arrullado. Contesté y otra vez era mi madre. Mi padre vendría
por nosotros. Al ver la situación en la que estábamos y sin posibilidades de
conseguir alimentos ya que todo comercio cerró sus puertas, acepté.
Además, hacía más
de hora que las detonaciones no se escuchaban. Ayudándome del amigo de Pedro
con las indicaciones de ubicación del departamento, localizado a espaldas de la
Escuela de Enfermería UAS, se las repetí a mi padre por celular, ya no recuerdo
el nombre de ninguna calle, en ese momento lo único importante era salir con
éxito de este lugar.
Es difícil
determinar con angustia encima si un periodo de tiempo es largo o corto, la
percepción de la temporalidad se modifica, y aquello que es muy breve, lo haces
prolongado. En ese tiempo en que mi papá atravesaba la ciudad y llegó por
nosotros me pareció eterno. Keiros preparó una mochila con ropa y otros de sus
enseres necesarios, al día siguiente Pedro y él buscarían regresar a Guamúchil
(afortunadamente lo lograron).
En este mismo tiempo
deformado y por lo tanto impreciso, Pedro debió llamar alrededor de cinco o más
veces a mi padre para guiarlo hacía el domicilio y preguntar por la distancia
en que se encontraba evitando algún extravío, consecuencia del desconocimiento
de la zona. Keiros decía lugares como “La iglesia bautista” “La escuela de
enfermería” “Un OXXO” como referentes cercanos que facilitaran la ubicación.
Por fin, mi padre
estaba a unos cuantos metros, salimos a la acera para ser vistos. Otra
deformidad del tiempo comenzaba a crearse cuando a lo lejos miré el “bochito”
dorado a toda velocidad, abriéndose paso en una calle en silencio sepulcral.
Todas las mañanas lo veo en casa aparcado antes de partir, pero esta vez mis
ojos lo miraron con un sentimiento diferente, incluso reconozco que con intento
de llorar, pero me contuve. Fue la primera evidencia de que mi pompa cotidiana se
había destrozado, encontrándome a merced de la desnudez.
Agité los brazos
como el náufrago que desde la playa quiere ser visto por una embarcación o en los
cielos por un avión. Sin detenernos mucho en largos saludos, abrí la puerta y
entramos, al estar todos arriba el acelerador tocó el fondo.
Mi padre narraba
su crónica sobre cómo su burbuja rutinaria había sido destrozada en su lugar de
trabajo, y nosotros también narramos lo propio, pero entre la conversación de
lo individual, durante el viaje presenciamos una ciudad entera que también
estalló.
Automóviles
abandonados, camiones con los neumáticos llenos de balas, negocios cerrados en
las horas álgidas de venta y consumo, refugiando en su interior a trabajadores
y otras personas inocentes, atemorizados pasaron la noche en esos lugares.
Plaza FORUM, WALMART y Sucursales LEY son algunos de los albergues temporales
formados al calor de la contienda.
En el camino a
casa pensé en el niño con la corona de cartón y su madre. Los estudiantes de
enfermería, los hombres y mujeres vendedores honrados de su fuerza de trabajo,
la señora que vende piezas de pan de trigo por las esquinas ¿dónde podrán
estar?
Lo único de lo que
puedo estar seguro es que la tragedia estalló los ritmos cotidianos, la
capacidad de planear, de sentir dominio
en lo que se quiere hacer en las próximas horas o días, una ciudad alegre,
estaba en silencio. Obedecíamos los colores del semáforo por efecto de la
costumbre o quizá con anhelo de sentir que la legalidad aún se mantenía, acción
ciudadana no necesaria ante una calle que soporta pocos automóviles desperdigados,
apresurados por el toque de queda anunciado a las 7:00 pm. Doblando por la
esquina que conduce a mi casa en la calle Carlos Chávez, me dije para mis
adentros optimista - La libramos-
Al bajar del “bochito”
subimos a toda prisa por la escalera de metal que dirige a la segunda planta,
donde vivo. Indiqué a Pedro y Keiros, como dictan las normas sociales no
escritas de los buenos anfitriones, que se sintieran en su casa. En el marco de
la puerta mi madre esperaba para autorizar mi entrada, un beso y abrazo fuerte,
la cuota. Las piernas las sentía débiles, el abrazo significó el despojo total
de cualquier resto resistente de mi pompa jabonosa. Este día concluía sin
seguir ninguna rutina específica.
Al llegar bebimos
agua hasta terminar una jarra entera, misma que mi hermano nos sirvió, en la
misma mesa donde habíamos desayunado por la mañana, me quité los zapatos y al
sentarme junto a Pedro, Keiros -quienes aún bebían agua- y mi hermana en el
sofá, llegaron a mi celular mensajes de texto de un estimado amigo de la
Escuela Normal, Miguel Sandoval, preguntándome por mi bienestar y el de mi
familia. Después, llamó mi abuela materna al teléfono de casa, igualmente para
asegurarse de mi tranquilidad. Llamadas que te hacen sentir bien.
Keiros y Pedro
también atendían el afecto y la preocupación de sus seres queridos. En ese
momento abrí el portafolio y observé con detenimiento el Acta de Examen Profesional
y mi certificado de bachillerato. Nada de eso cobró valor al correr
despavoridos por entre las calles y, las plazas magisteriales menos. ¡Pinches
papeles! ¡Cómo valen madre!, pero aún así, con cuidado los guardé debajo de la
cama.
Después de cenar
en paz una rica machaca con tomate y frijoles, alimentos elaborados por las
manos hospitalarias de mi madre, preparamos un colchón en mi cuarto para que
pudieran pasar la noche mis amigos. Relajado al entender que habíamos salido
vivos, el sueño me doblegaba rápidamente, Pedro lo notó y me dijo que apagara
la luz, lo hice con un golpe ágil al interruptor, la obscuridad se hizo y dormí
profundamente.
A la mañana
siguiente no tenía que ir a la escuela a dar clases, mi padre saldría al medio
día de su trabajo, las rutas de camión público eran escazas y nadie se atrevía
a salir a las calles. La gran burbuja cotidiana de Culiacán con lentitud
comenzaba su regeneración y en lo individual ocurría lo mismo. Muy temprano,
Pedro se enteró que habían algunos camiones disponibles a Guamúchil, así que
una vez que desayunaron se marcharon.
A cada uno le
propiné un saludo afectuoso en el marco
de la puerta, la competencia comercial de UBER, otra aplicación de vehículos
llamada IN-DRIVER sí laboró. El conductor llegó al poco rato de que solicitaron
su servicio (o tal vez la percepción del tiempo haya recuperado su estado
normal) Al ver que la mancha del automóvil se hacía más pequeña hasta
desaparecer del campo visual, volví a repetir, esta vez en voz alta –La
libramos.
Comentarios
Héctor Armando, con tu relato nos muestras con claridad cómo es que la Sociedad Sinaloense, es una burbuja que en cualquier momento puede ser reventada como una pompa de jabón. Vivimos en una aparente placidez que se asienta en un magma violento que no sabemos en qué momento hará erupción y nos atrapará sin encontrar el refugio que nos proteja de la lava ardiente que puede arrasar con todo.
Héctor, esta crónica-relato testimonial que hoy nos presentas, es un recordatorio de que cuando despertemos, como dijo Monterroso, el Dinosaurio puede aún estar ahí.
Saludos, José Manuel Frías Sarmiento
Por ese entonces (2019) formaba parte del taller de redacción. Me trae buenos recuerdos. Este texto fue producto del proceso creativo que me motivo el taller de redacción libre y creativa.
Igualmente maestro Frías, reciba mis saludos. Abrazo.
Sin duda como dicen:" Cuando la marea baja, se ve quien nada sin traje bano" Y ese día la seguridad estaba completamente desnuda y doblegada.
Te mando un saludo Héctor Armando, pieza y miembro importante de los Juniors del Blog del Master Frías.
Un saludo y que estén muy bien.